Lúdica Pedagógica
Universidad Pedagógica Nacional
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RELIGIOSIDAD Y DEPORTE. LOS EFECTOS
EDUCATIVOS DE UNA VIEJA RELACIÓN
RELIGIOSITY AND SPORTS: THE EDUCATIONAL EFFECTS OF AN OLD RELATIONSHIP
RELIGIOSIDADE E ESPORTE: OS EFEITOS EDUCATIVOS DE UMA ANTIGA RELAÇÃO
Para citar este artículo: Mena-Bernal, E. E. (2023). Religiosidad y deporte. Los efectos educativos de una vieja relación. Lúdica Pedagógica, 1(38), 69-74. https://doi.org/10.17227/ludica.num38-20617
El presente ensayo tiene el propósito de vincular la religiosidad y el deporte para reflexionar en
torno a las consecuencias educativas que podrían derivar de dicha conexión. Estas, a su vez, no
se limitan exclusivamente a la formación del carácter, sino que entender al deporte (y con ello
al evento deportivo) como un acto religioso, supone implicaciones más profundas que las de la
mera formación del individuo. En ese tenor, se espera poder mostrar cómo ambos terrenos se
encuentran, muy a pesar del sentido común, íntimamente vinculados y sus efectos educativos
podrían ser aprovechados por los instructores, educadores y pedagogos interesados en el tema.
Antes que nada, vale la pena preguntarse por qué tipo de contexto histórico se identifica como
detonador de la necesidad de este escrito. En un primer momento, es necesario reconocer el evidente deterioro y menosprecio que la religiosidad tiene gracias a su herencia histórica. Es difícil —por ejemplo—, en el orden de lo cotidiano, adjetivar una actitud como “religiosa” sin que
tenga una connotación peyorativa o de fanatismo exacerbado. En el mismo tenor, si se piensa en
los términos que pertenecen al campo semántico de lo religioso, el desdén se vuelve a presentar.
Se afirma, verbigracia, que alguien es “dogmático” cuando muestra una actitud terca o carente
de flexibilidad dialógica. En pocas palabras, parece ser que lo religioso está contaminado por un
halo de despreciable medievalismo.
Si se sigue la postura crítica de la modernidad, donde se ubican pensadores como Friedrich
Nietzsche y sus lectores (principalmente eruditos franceses del siglo XX como Michel Foucault),
se puede sospechar que el deterioro de lo religioso viene dado por dos mil años de hegemonía
ideológico-política de las distintas formas del cristianismo. Principalmente, en Occidente (incluyendo a la tradición americana) ser religioso es sinónimo de ser cristiano y, a su vez, eso implica
—al menos en el orden de lo cotidiano— un dejo de amargura para con esta tradición religiosa.
Para el presente escrito, bastará con tener en cuenta el espíritu de las palabras del pensador alemán:
Nuestra época se siente orgullosa de su sentido histórico: ¿cómo ha podido llegar a creerse ese absurdo de que el cristianismo comenzó con esa burda fábula de un salvador y un taumaturgo — y de que todo lo espiritual y simbólico constituye meramente el fruto de una evolución posterior? Muy al contrario: la historia del cristianismo —y, ciertamente, desde la muerte en la cruz— es la historia de una mala interpretación, cada vez más grosera de un simbolismo originario. (Nietzsche, 1995, p. 37)
Es decir, muy a pesar de los avances sociales que se
han logrado a través de muchos esfuerzos políticos
en temas de tolerancia religiosa, es innegable la existencia de dos mil años de historia que dejan su huella en un terreno que, al menos para este escrito, es
importante reivindicar: el religioso.
Para lograr dicho objetivo, y poder vincularlo con asuntos deportivos, es pertinente posar la mirada en un concepto que pertenece al orden de lo religioso, pero que —con un poco de actitud reflexiva— es posible alejarlo del dejo peyorativo ya expuesto: lo sagrado. En el día a día, lo “sagrado” se emplea cuando queremos darle un énfasis de absoluta importancia a algo. “Los domingos de fútbol son sagrados”, se escucha entre los padres de una familia “típicamente” mexicana. No obstante, si tomamos en serio el significado de lo sagrado, es posible prever que, en este ejemplo, los partidos de fútbol no lo son. Mircea Eliade, erudito ampliamente reconocido en el estudio de las religiones, afirma:
Lo sagrado está saturado de ser. Potencia sagrada quiere decir a la vez realidad perennidad y eficacia. La oposición sacro-profano se traduce a menudo como una oposición entre real e irreal… Es, pues, natural que el hombre religioso desee ser, participar en la realidad, saturarse de poder. (Eliade, 1981, p. 16)
A la luz de esta afirmación, y siguiendo el ejemplo
anterior, bastaría hacerse la pregunta: ¿podría aquel
mexicano realmente ser lo que es sin su partido de
fútbol de los domingos? Según mi percepción social,
serían pocos los individuos que auténticamente sentirían una pérdida de su identidad ontológica, de su ser si faltaran, aunque sea, a un domingo de fútbol. El hombre religioso, según las palabras de Eliade, no puede abandonar el objeto sagrado sin perderse a sí mismo.
En ese tenor, es evidente que la relación con lo
sagrado (en tanto acto del hombre religioso) no
tiene una conexión necesaria con la historia del cristianismo ni con ningún tipo de pensamiento metafísico trascendental. Hay religiones que fincan la
sacralidad en materialismos o deidades naturales, lo
cual implica que, en este particular caso, lo sagrado
puede desembarazarse del dejo histórico que el cristianismo suele imponer a gran parte de los términos
del campo semántico de la religión. de ser así, vale la
pena preguntarse si el deporte no ha tenido y podría
tener un vínculo con lo religioso o, expresado en
forma de pregunta: ¿el deporte puede ser sagrado?
Con un poco de conocimiento histórico nos damos cuenta que el deporte, al menos en la Antigüedad clásica, tiene un estrecho vínculo con los mitos religiosos. Para entender dicho antecedente, es necesario esclarecer el sentido que se da a la palabra “mito”, pues en ella se juega la posibilidad de vincular lo sagrado con el deporte. Eliade afirma:
El mito relata una historia sagrada, es decir, un acontecimiento primordial que tuvo lugar en el comienzo del tiempo, ab initio. Mas relatar una historia sagrada equivale a revelar un misterio, pues los personajes del mito no son seres humanos: son dioses o héroes civilizadores, y por esta razón sus “esta” constituyen misterios: el hombre no los podría conocer si no se le hubieran sido revelados. (Sagrado, 1981, p. 72)
Siendo así, “mito” no es —como se suele usar en el
argot cotidiano— una mentira o un relato falso. de
hecho, el “mito” implica el drama que llena al hombre
religioso de ser. En él se establece su paradigma de
comportamiento y de sentido, pues —al querer imitar a los dioses civilizadores— el hombre religioso
experimenta la sensación de plenitud, de verdad.
de la imitación del mito resulta el rito. Siendo así, la
vivencia religiosa está atada a una narración atemporal, prefijada y determinante del individuo, quien
se encuentra y reencuentra consigo mismo y con su
comunidad a partir del acatamiento del acto ritual.
Ya que se ha entendido al mito como narración de
una historia primordial, podemos señalar cuál es
uno de los posibles orígenes religiosos del deporte
en aras de poder reflexionar en torno a dicha rela ción en nuestra época. Siguiendo la postura del filólogo griego, demetrio Frangos— quien se apoya en
los escritos de Pausanias y Estrabón—, el mito que
dio sentido al deporte entre los griegos radica en la
narración de la infancia de Zeus. después de ocultarlo de su padre cronos (quien prentendía devorarlo), Rea entregó al bebé Zeus a los cinco curetes
para que, haciendo ruido con sus tambores, distrajeran al padre del niño. durante su guardia, el mayor
de los hermanos curetes, Heracles (quien no debe
confundirse con el hijo de Zeus), retó a los otros cuatro hermanos (Peoneo, Epimedes, yaso e Idas) a una
carrera (Frangos, 1992, p. 47). Quien saliera vencedor se coronaría con un ramo de olivo silvestre (kotinos), símbolo de inmortalidad. gracias a aquel relato
mítico, durante las olimpiadas los griegos deseaban
emular a Heracles, vencedor de la competencia, en
aras de obtener ritual y simbólicamente la perennidad del héroe. Por consiguiente, es posible observar que el deporte nació como un acto religioso que
estrechaba los lazos entre el individuo y la historia
sagrada. Sin dicha relación, los atletas que participaban en cada competencia se hubieran vaciado de
ser y, quizás, hubieran dejado de participar en aquellos célebres juegos. Su vida, sus entrenamientos, su
mente, su alimentación y todo lo que les configuraba
como sujetos griegos estaba supeditado al mito de
Heracles.
Sin embargo, esta propuesta no puede permitirse ser
ingenua. La historia y el contexto actual impiden revivir nostálgicamente un mito para llenar al individuo
de ser. Por mucho que nuestros padres y profesores
nos pudieran enseñar mitos como el de Heracles,
las circunstancias geográfico-temporales nos harían
indiferentes. Pueden ser reconocidos como historias bellas, pero no son sagradas. Entonces, ¿cómo
podríamos llenar de sacralidad al deporte hoy en día
para estimular el efecto tan vigorizante que tenía?,
¿cómo revivir un mito que invite al deporte de una
manera tan solemne como lo hacía para los atletas
de la Antigüedad?
Según la definición de “mito” de Eliade, la historia
sagrada se revela a través del drama de héroes civilizadores. Sin embargo, es posible observar que el
“mito” también puede ser una narración ontológica
que configure el pensamiento sin necesidad de la
personificación de las fuerzas que interpretan la historia sagrada. El “mito”, en tanto relato que otorgaser, puede verse como un relato de fuerzas naturales originarias. Así, la gravedad, el Big Bang, la física nuclear o la matemática avanzada (como producción
de saberes sociales), son formas modernas en que
el humano quiso sustituir a las narraciones personificadas. Sin embargo, siguen cumpliendo la tarea
principal del mito: llenar de ser. En estricto sentido,
cuando la ciencia hegemónica destierra de sus dominios a todo saber que no cumple con sus estándares,
establece la distinción religiosa entre lo sagrado y lo
profano. Ante tal escenario, ¿es posible aprovechar
algún mito natural, no personificado, para llenar de
sentido al deporte en la actualidad?
Uno de los mitos no personificados (en tanto narración originaria que otorga ser) se muestra evidentemente en nuestra época. Se trata de la ontología
de la lucha y la competencia. Los sistemas educativos —muy a pesar de los gigantes esfuerzos que
realizan para fomentar valores como el respeto o la
tolerancia— se fincan en “preparar para la vida”, lo
cual resulta en un eufemismo de “capacitar para el
trabajo”. trabajar, conseguir o mantener un trabajo
implica, a su vez, una forma de competencia contra
el otro. En todo caso, el logro principal de las escuelas consiste en disminuir o ennoblecer el combate
por la vida que implica la inserción al mundo laboral. Otra muestra evidente de tal asunto radica en la
exigencia por la “constante capacitación” o la “mejora
continua” de las habilidades profesionales, lo cual
resulta igualmente en un eufemismo para “afilar las
garras” para el combate. Sin lucha, sin promesa de
victoria, sin la esperanza de éxito financiero al final
del camino, las escuelas se vaciarían inmediatamente
y los sistemas económicos mundiales se frenarían
apocalípticamente.
En el mismo tenor, la cotidianidad más pedestre permite confirmar la presente postura. Subir al metro en hora pico es garantía de que se presentará el drama originario: un ser impulsado por sus necesidades está dispuesto a desplazar a otro cuyo fin es el mismo. Realizar un depósito en un banco a las dos de la tarde es otro escenario típico de mito de la lucha. Estamos obligados a respetar el turno ajeno y las fuerzas coercitivas del banco nos someten a la sala de espera, pero es indudable que cualquier persona que haya pasado por esta situación desea eliminar —aunque sea simbólicamente— a los otros clientes para pasar primero. El mundo, pues, se revela (como epifanía para el hombre religioso) en su más íntimo rostro en todo momento en el que la lucha se hace presente. vivimos en y por ella. El combate llena de ser a la contemporaneidad. Sin embargo, esta observación está sustentada en varias corrientes de pensamiento y filósofos. uno de ellos (quizá el más importante en esta materia a lo largo de los últimos siglos), Arthur Schopenhauer, expresa el mito del mundo (una narración originaria no personificada) llamándole “voluntad” a través de las siguientes reflexiones:
Cada mirada sobre el mundo, cuya explicación es la tarea del filósofo, confirma y testimonia que la voluntad de vivir, lejos de ser una caprichosa hipóstasis o una palabra vana, es la única y verdadera expresión de su esencia más íntima. todo apremia e impele a la existencia y allí donde todo es posible a la existencia orgánica, esto es, a la vida, y luego a su mayor elevación posible: en la naturaleza animal salta a la vista que la voluntad de vivir es el tono fundamental de su ser, la única propiedad inmutable e incondicional del mismo. Al contemplar ese universal apremio vital, se ve la infinita prontitud, facilidad y abundancia con la que la voluntad de vivir apremia fogosamente hacia la existencia, bajo millones de formas, por doquier y a cada instante, por medio de la fecundación y los gérmenes o, donde esto falta la generación espontánea, apresando cada oportunidad para sacar ávidamente de sí cualquier material apto para la vida; echemos luego una ojeada a la espantosa alarma y salvaje alboroto de la voluntad de vivir, cuando debe retirarse de la existencia en alguno de sus fenómenos singulares, sobre todo allí donde esto tiene lugar con clara consciencia. Es como si este fenómeno singular debiera aniquilarse para siempre del mundo entero y el ser entero de algo que vive bajo semejante amenaza se transformara de inmediato en la desesperada resistencia defensiva contra la muerte. (Schopenhauer, 2008, p. 400)
En pocas palabras, no es necesario que un mito esté
protagonizado por seres antropomorfos para ser
considerado como tal. Es la revelación de un drama
originario que se repite en cada momento en que se
le emula. Así pues, la lucha por la vida —resultado
del deseo de vivir— es un acto religioso en el que
participan todos. La voluntad, en el sentido schopenhaueriano, resulta ser el mito más universalmente
extendido. Muestra evidente de ello es la perenne repetición del combate en cada uno de los momentos diarios.
No obstante, estar dispuesto a luchar por la vida no
implica siempre llevar el acto religioso hasta sus
últimas consecuencias: la muerte del otro. A veces,
solo hace falta un escenario controlado y previsto
para acudir a la narración originaria. En este punto
—los griegos lo vieron—, el deporte juega un papel
central en el desarrollo de toda sociedad. Por ejemplo, en aras de honrar al mito del combate sin la
necesidad de matarse por asuntos económico-políticos, se estableció muy pronto la ekecheiría o tregua sagrada (Frangos, p. 49). El resultado anímico
de esta medida fue la suspensión de la guerra para,
¡paradójicamente!, la simulación de esta a través de
las olimpiadas.
José María Cagigal, filósofo español interesado en el
deporte, afirma que hay dos elementos ontológicos
constitutivos del deporte: la agonalidad y la representacionalidad del mismo (cagigal, 1981, pp. 12-13).
A grandes rasgos, el primer elemento consiste en tipificar al deporte como una acción en donde debe existir la rivalidad y el deseo de victoria sobre el otro, lo
cual tiene absoluto sentido y se alinea con el mito originario de la lucha universal schopenhaueriano. Por
el otro lado, la representacionalidad apunta a ser un
elemento que frene la destrucción, que obligue exclusivamente a actuarla. En pocas palabras, ambos elementos configuran al deporte como un espacio en el que el combate es indispensable, pero el daño a los participantes debe ser prevenido a toda costa. En el
momento en que la representacionalidad se pierde
y la lucha se vuelve dañina, el deporte desaparece.
En caso de suceder lo anterior, el deporte abandona uno de sus efectos religiosos centrales: la recreatividad(cagigal, 1981, p. 14). La gente se ve obligada a luchar en día a día. No hay alternativa. Mas, el deporte se presenta ante la sociedad como un espacio de suspensión de la realidad cotidiana. Si es posible vivir fuera de la experiencia del trabajo, aunque sea un día a la semana, es gracias al deporte. Este cumple una función altamente aristocrática, pues es la antítesis existencial del trabajo. Las preocupaciones laborales y económicas se dejan atrás en el tiempo del deporte. Sin embargo, es menester señalar que este tipo de experiencia no es exclusiva del deporte, sino que está próxima a otras, tales como la vivencia artística o religiosa. de hecho, retomando el mito de Heracles, es posible observar que ya desde entonces el deporte cumplía la función de la recreatividad. Estrabón describe la experiencia del mito de los Curetes de la siguiente manera:
Ahora debemos examinar cómo se produce el hecho de que se apliquen tantos nombres a una sola y misma cosa y qué concepción teológica se encierra en las tradiciones que se refieren a ello. Es costumbre común de griegos y bárbaros celebrar sus tiros sagrados en conexión con la relajación de una fiesta, unas veces con éxtasis religioso; otras sin él, unas veces con música, otras sin ella; unas veces en místico secreto y otras abiertamente. La naturaleza dicta que esto sea así, pues, en primer lugar, la relajación aparta la mente de las ocupaciones humanas y la dirige convenientemente hacia lo divino. (Estrabón, 1987, p. 306, énfasis agregado)
Siendo así, si el deporte cumple con el carácter
recreativo y no lo abandona en el camino por torpeza
de los participantes y, a su vez, emula el mito originario de la lucha por su faceta agonal. Así, resultaría
legítimo afirmar que es un acto religioso, una experiencia sagrada que llena de ser al atleta y quizás también al aficionado.
Entonces, ¿por qué no se suele vivir el deporte con
la seriedad del hombre religioso? Es posible creer
que se deba al deterioro ya descrito de lo religioso.
Sin embargo, hay que reflexionar brevemente sobre
el concepto mismo de lo “religioso”. En el orden de
lo cotidiano, suele remitir a una experiencia trascendental o metafísica, una especie de abandono del
cuerpo que se finca en la creencia platónico-cristiana
que escinde a las partes del ser. Mas, en estricto sentido etimológico, lo religioso es todo aquello que,
simplemente, nos re-liga con nuestro entorno y con
el absoluto. En este particular caso, el mito originario de la lucha puesto en escena a través de la justa
deportiva resulta un acto religioso. La batalla de las
hormigas contra los grillos, la lucha del león contra la cebra y el combate corrosivo de la fuerza de
la corriente hídrica contra las piedras del río, son
una manifestación análoga del partido de fútbol o
al encuentro de basquetbol. Acudir los domingos a
“echar la reta” no debería ser una simple pausa de
nuestras actividades que pueda ser suspendida si hay
un cumpleaños de un primo lejano. El partido de los
domingos es, en estricto sentido para el atleta religioso, un rito sagrado que comienza a la hora en que
abre los ojos. Sabiendo que puede vencer sin matar, el
jugador se llena de ser. Nada podría evitar que acuda
al encuentro si entiende que se trata de un espacio
sagrado donde el drama originario toma lugar.
Mas, ¿qué diferencia habría entre el individuo comprometido con sus partidos del domingo y el deportista que acude litúrgicamente a ellos? En sentido
fenoménico, nada. Los dos han hecho de la disciplina
y la constancia normas de su vida. La brecha entre
uno y otro radica en la experiencia vivida respectivamente, cuyos efectos terminan siendo educativos
en un sentido positivo y en una vía negativa. Es cierto
que ambos se despiertan todos los días, corren entre
30 y 45 minutos para llegar en forma al domingo y
desplegar la acumulación de sus fuerzas vitales en
aras de obtener la victoria. Es decir, uno de los efectos educativos del deporte como espacio sagrado no
puede fincarse exclusivamente en la típica y paternal
“formación del carácter”. La experiencia del deporte
como acto religioso debería tener consecuencias
mucho más profundas que las que posee el deporte
practicado como mero entretenimiento.
La adquisición de la disciplina y la constancia es
un elemento educativo importante en la práctica
del deporte, el cual es ampliamente reconocido por
todos quienes hayan practicado alguna actividad
física con debida seriedad. No obstante, considerado como acto religioso, una de las características
más emblemáticas del deporte permite vincularlo
con el mito originario; sus consecuencias educativas
son imposibles de pasar por alto: el árbitro. cagigal
enfatiza el papel de este como portador subjetivo de
las reglas que sostienen al juego (cagigal p. 65). En
otras palabras, el deporte posee reglas que lo configuran como un reto en el cual se puede disputar la
victoria, y sin las cuales la tensión por esta se desvanecería. Si, por ejemplo, usar las manos en el fútbol
no estuviera penalizado, dicho deporte no implicaría
un verdadero desafío que obligara al despliegue de
habilidades físicas. Siendo así, el árbitro —una especie de guardián de las normas deportivas— posee el
elemento de su subjetividad como medida para la
toma de decisiones. Los errores arbitrales pueden
y deben acontecer, incluso en el football americano,
donde se hace uso exagerado de las repeticiones a
través de la tecnología para evitar los fallos humanos.
En otras palabras, las reglas deportivas existen para mantener la dinámica del juego y evitar que pierda su
dimensión representacional. El árbitro las resguarda,
pero su condición de humano lo condena a errar.
La aparición del sentimiento de injusticia en el
deportista y en el espectador es ineluctable.
Aunado a ello, la voz del árbitro debe ser inapelable. Su rol está por encima del de los jugadores, en
tanto participantes horizontales y similares entre sí.
Ninguno debería poder influir sobre las decisiones
del árbitro, muy a pesar de los berrinches y deseos
de restitución de un bien. de esa forma, el árbitro y
sus veredictos se vuelven —como en el mundo regido
por el mito originario del combate— una regla ciega
que afecta a unos algunas veces y beneficia a otros en
diferentes ocasiones. Esta condición azarosa e injusta
para el individuo fue adoptada por los griegos como
la más clara expresión de la Fortuna (tyché), principalmente en la Antigüedad tardía (Marie-Goullet).
Ante tal escenario, minado de subidas y bajadas, al
individuo no le quedaba otro remedio que aceptar
al mundo tal como se le presentaba. No gimoteaba
ni reclamaba. El mundo había impuesto su norma,
injusta o no, pero era inapelable.
En la justa deportiva, reproducción de las leyes del
mundo y del mito originario, el atleta que acude con
el respeto propio del hombre religioso ha aprendido
a no quejarse por nada en ninguna situación. todo lo
que dictamina el árbitro es ley sagrada para él. Por el
contrario, el atleta que acude profanamente al combate deportivo termina por llenarse de ira y de impaciencia si el árbitro no dictamina a su favor. Se sale de
la representacionalidad del evento y agrede al juez o
a los contrincantes. No acepta, pues, las normas de
la Fortuna que rige el partido como una extensión
de las leyes del mundo, lo cual se origina en el hecho
de que no está conectado a su entorno, no se ha religado con el absoluto.
En conclusión, el deporte visto como acto religioso (como acontecimiento sagrado), además de la trillada “formación del carácter y la disciplina”, tiene la capacidad de educar al atleta en la virtud nietzscheana del amor fati, la cual define de la siguiente manera:
Mi fórmula para expresar la grandeza en el hombre es amor fati [amor al destino]: el no querer que nada sea distinto ni en el pasado ni en el futuro ni por toda la eternidad. No sólo soportar lo necesario, y aún menos disimularlo —todo idealismo es mendacidad frente a lo necesario—, sino amarlo. (Nietzsche, 2017, p. 71)
Sin el tinte de sacralidad, el deporte abandona sus orígenes más antiguos y termina por vaciarse de sentido. El deterioro o abandono de algunos efectos educativos, tales como lo recién descritos, son consecuencia de ello. Quizá convenga que los educadores e interesados en el tema se adentren a la práctica deportiva reflexionando, aunque sea mínimamente, los posibles beneficios que pueden surgir del vínculo con el ámbito religioso una vez que este haya sido despojado de todo dejo histórico insalubre.
Referencias
- [1] Cagigal, j. M. (1981). ¡Oh Deporte! (Anatomía de un gigante). Miñón.
- [2] Eliade, M. (1981). Lo sagrado y lo profano. guadarrama.
- [3] Estrabón. (1978). Libro III, Geografía. Madrid
- [4] Frangos, d. (1992).La Ciropedia. Universidad Autónoma de México.
- [5] Nietzsche, F. W. (1995).El Anticristo. Editorial centro gráfico.
- [6] Nietzsche, F. W. (2017). Ecce Homo. Tecnos.
- [7] Schopenhauer, A. (2008). El mundo como voluntad y representación, Vol. II. Losada.