Presentación

Otra vez los maestros... y ahora, ¿pidiéndoles qué?

Hay quienes cifran en la excelencia docente grandes esperanzas, celebraciones y expectativas porque creen ver en ella posibilidades de respuesta a crisis e inequidades que aún nos faltan como sociedad y que se podrían enfrentar por medio de la educación. Otros, por el contrario, insisten en que la excelencia docente no alude a un maestro que se potencia en sus relaciones con el conocimiento y el pensamiento, sino que como expresión da cuenta de un proceder aséptico, capaz de describir individuos sin experiencia pero altamente calificados en cuanto recurso docente.

Estas posiciones en tensión atraviesan el presente número monográfico de la Revista Colombiana de Educación, y comprometen a académicos, grupos de investigación y expertos que tienen en común la certeza de considerar la educación como problema político de primer orden, aunque se diferencian en la diversidad de posiciones que asumen. Por supuesto, habrá quienes acudan a los discursos de la pedagogía, la historia y la filosofía para renovar convicciones y finalidades tanto de ahora como de antaño; lo que no invalida esa pléyade de nuevos discursos que aluden a fines inmanentes, menos dirigidos al futuro y más comprometidos con resultados de aquí y ahora.

Colocados en esta deriva, hemos considerado relevante la elaboración de una respuesta académica y política al estudio Tras la excelencia docente de la Fundación Compartir, un documento acogido con excesivo entusiasmo por parte de gobernantes, empresarios, asesores ministeriales y algunos investigadores que se suman al consenso técnico de algo que suponen encuadra y racionaliza sus decisiones políticas.

Afirmar que la educación es la variable clave para lograr que una sociedad progrese es la consigna que repiten por igual individuos, medios de comunicación, políticos y expertos de la economía. Se trata de una consigna poco novedosa aunque es indudable que su sentido común conlleva un profundo valor redentor: la educación nos redime hasta un punto en el que solo funciona como coartada. Tras la excelencia docente persiste en un juego preposicional, ya conocido, que no hace mucho tiempo se reiteró políticamente como tras el desarrollo.

Todo este proceso se inició en la década de los años sesenta, cuando la educación cambió drásticamente de horizonte, o mejor de geometría; su mundialización significó que los organismos internacionales por primera vez se erigieron estratégicamente en los productores principales del régimen de verdad sobre esta nueva educación en la que se estrecha la relación entre sociedad, economía, cerebro y aprendizaje. Mundialización que consolidó una doble discursividad: primero, la educación como piedra angular del desarrollo, y segundo, las teorías del capital humano.

La educación, según la entienden hoy las agencias internacionales, adquiere valor en la medida en que se conecta con los sistemas globales de producción, información, consumo e innovación, es decir, si entra en el juego del incremento de las competencias económicas. Más allá de cualquier nostalgia humanista, esta educación destaca el papel económico de una conceptualización que pasa tanto por el derecho a la educación como por el servicio educativo, o por su sofisticación en términos de educapital. No es de extrañar que la vieja promesa educativa, de la que hablan las corrientes clásicas de la pedagogía, sean objeto especial de críticas: no logran avanzar porque precisamente no hablan de esta nueva veta econométrica, o si lo prefieren, la educación que dicen impartir no es la educación que el mundo actual necesita y demanda.

Algunas voces sugieren que estamos ingresando en una educación poshumana. Valdría la pena preguntar: ¿qué clase de sociedad queremos? Tal vez una sociedad altamente competitiva y algo más más hostil. ¿Qué consecuencias podrían acarrearnos estos sugestivos desafíos? Tal vez una universidad que se compromete solo con lo productivo, y que abandona lo que hoy parece ponerse en crisis: la formación, la experiencia y el pensamiento que ahora en más se califican de inútiles. ¿Qué conviene decidir? Tal vez apostarle ciegamente a ese enunciado vacío, pero abarcador, que nombran los discursos como educación de calidad. En resumen, hemos vuelto a retomar con la excelencia docente las teorías del capital humano, afinadas primero como calidad de educación y actualizadas ahora, por su evidente desgaste, con el discurso de la excelencia.

Los menos ingenuos saben que la excelencia docente conserva en su interior una vieja sospecha, encarnada precisamente en ese sujeto que, por conveniencia, señalan ahora como héroe. De los maestros se ha sospechado desde hace mucho tiempo y tanto disciplinas como tecnologías y dispositivos, por ejemplo el currículo o la tecnología instruccional, han pretendido gobernarlo y dirigirlo. En el fondo los discursos de la rimbombante excelencia disimulan con aquella palabra unos compromisos menos grandiosos y convincentes, los de la economía educativa, el educapital y el management educativo.

Podríamos partir del supuesto de ver la educación como un factor de progreso económico que contribuye, de por sí, a la disminución de los problemas de equidad en los que vivimos. Semejante afirmación expresa un sofisma publicitario que se construye sobre datos endebles y maleables a las pruebas. Ya aprendimos de otro viejo sofisma, que con el tiempo perdió vigencia, y que aseguraba que la educación promovía la movilidad social. Los beneficios económicos de la educación no son los mismos para todos y hay demasiadas evidencias empíricas para descreer de este entusiasmo. Más que una política, la excelencia define prácticas muy precisas, prácticas donde la educación es intervenida desde los derroteros del gerenciamiento, entre más gestión del aula, del aprender a aprender, mayor excelencia docente.

Al lado de esta suposición, Tras la excelencia docente repite una carencia común a otros informes elaborados por economistas en el pasado: ignoran la realidad histórica de la escuela, del sistema educativo, de la propia educación y carecen de cualquier reflexión pedagógica, como si esta discursividad nunca hubiera existido. Buscan intervenir asépticamente en un asunto que no conocen en profundidad, y del que reflexionan desde una sola parte de lo actuado: su analítica económica.

Desde esta perspectiva, podemos debatir y cuestionar. Ni la tradición como nostalgia de un supuesto maestro anterior, ni acaballarse en esas tendencias descarnadas de una gestión que al tiempo que controla todo olvida las tradiciones y desprecia la experiencia. Ni colocarse en el campo de la utopía, pero tampoco en el pragmatismo más burdo. Si los protagonistas centrales de estos asuntos fueran los "docentes" importarían su voz, sus trabajos, sus preocupaciones, asuntos susceptibles de ser problematizados y que sirven como elementos de debate, reformulación y ampliación, pero ya sabemos que no hay manera de conciliar una opción ética con el menudeo de una economía para pobres. No obstante, la Revista Colombiana de Educación entrega a su comunidad de lectores estos trabajos, tal vez porque seguimos pensando que tiene mucho valor descifrar públicamente cómo los problemas que nos acosan, no son tan individuales como parecen, y que es posible encontrar salidas comunes.

Alberto Martínez Boom
Editor invitado