Revista Folios
Universidad Pedagógica Nacional

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Educación y hegemonía: la instrucción pública en la Gran Colombia
Education and Hegemony: Public Instruction in Gran Colombia

Educação e hegemonia: a instrução pública na Grande Colômbia

Juan Carlos Chaparro-Rodríguez[Uncaptioned image]
Universidad del Tolima. Colombia
Correo electrónico: jcchaparror@ut.edu.co

 

Para citar este artículo: Chaparro-Rodríguez, J. C. (2024). Educación y hegemonía: la instrucción pública en la Gran Colombia. Folios, (59), 55-69. https://doi.org/10.17227/folios.59-16440

1 Resumen

Este artículo describe el proceso de creación e institucionalización de la educación durante la época de la Gran Colombia (1819-1831) y, para tal efecto, argumenta que, a propósito del desafío de formar y legitimar la nueva institucionalidad política nacional, los dirigentes de dicha empresa, obrando en calidad de gobernantes, legisladores, magistrados, jueces, clérigos y publicistas (redactores de periódicos), procuraron que la instrucción pública no solo fuera un medio para alfabetizar a la población, sino que, amparándose en la necesidad de realizar los objetivos políticos antedichos, y en razón de sus propios intereses, convicciones y posición social, hicieron que aquella funcionara como un recurso para imponer y mantener su hegemonía. Así, el propósito de este texto es auscultar cómo procedieron en esas materias y ponderar el alcance de su obra.

Palabras clave
Colombia; Nueva Granada; educación; control social; dominación

2 Abstract

This article describes the process of creation and institutionalization of education during the era of the Gran Colombia (1819-1831), and to this end, it argues that, in light of the challenge to shape and legitimize the new national political institution, the leaders of this undertaking, acting as governors, legislators, magistrates, judges, clergy, and publicists (newspaper editors), not only sought to use public instruction as a means to alphabetize the population, but also, leveraging the need to achieve the aforementioned political objectives and driven by their own interests, convictions, and social positions, they made this function as a resource to impose and maintain their hegemony. Thus, the aim of this text is to delve into their approach in these matters and assess the scope of their work.

Keywords
Colombia; Gran Colombia; education; social control; domination

3 Resumo

Este artigo descreve o processo de criação e institucionalização da educação durante a época da Gran Colômbia (1819-1831) e, para isso, argumenta que, diante do desafio de formar e legitimar a nova institucionalidade política nacional, os líderes da referida empresa, na qualidade de governadores, legisladores, magistrados, juízes, clérigos e publicitários (editores de jornais), não só procuraram fazer da instrução pública um meio de alfabetizar a população, como também, refugiando-se na necessidade de concretização dos referidos objetivos políticos, e devido aos seus próprios interesses, convicções e posição social, fizeram dela um recurso para impor e manter a sua hegemonia. Dessa forma, o objetivo deste texto é auscultar como eles procederam nessas questões e ponderar sobre o alcance de seu trabalho.

Palabras clave
Colômbia; Nueva Granada; educação; controle social; dominação

4 Introducción

Aunque no ha sido un tema predominante entre los historiadores que han estudiado los diversos procesos políticos, sociales e institucionales que se generaron y fomentaron en Colombia durante la primera mitad del siglo xix, durante los últimos años la educación ha ido constituyéndose en uno de los más llamativos objetos de estudio en el que varios investigadores e investigadoras han centrado su atención. A más de mencionar algunos aspectos relacionados con el contexto político de la época y de destacar la finalidad alfabetizadora con que aquella se implementó, las autoras y los autores de esos estudios elaboraron valiosos análisis acerca de las reformas universitarias que se fomentaron en el país durante la primera mitad del siglo xix (Ahern, 1991; Lane, 1970). Abordaron también la intención y el deseo que gobernantes, legisladores, padres de familia y opinadores expresaron sobre la necesidad de formar a los jóvenes en saberes prácticos y aplicados (Safford, 1989); la manera como se llevó a cabo la transición de la educación doméstica a la educación pública (García, 2007); los principios jurídicos y los fundamentos pedagógicos en los que se sustentó esa empresa (Zuluaga, 1984); las vicisitudes políticas, institucionales y estructurales que determinaron el alcance de dicha obra (Jaramillo, 1989); las adversidades y carencias fiscales y humanas que acompañaron la implementación de la instrucción pública en algunas de las provincias que conformaban la república (Acevedo, 2017; Prado, 2018), y el carácter e importancia que adquirieron las escuelas, colegios y universidades que se crearon durante esa época en Colombia (Pita, 2017).

A tal efecto, y siendo asunto de especial relevan- cia dado el contexto histórico y político en el que esta empresa se inscribió, con la realización de este artículo pretendemos abordar y escrutar un aspecto marginalmente tratado en algunos de esos estudios y omitido en otros de ellos, esto es, la intención que tuvieron los gobernantes, legisladores, prelados y demás autoridades colombianas en cuanto a hacer de la educación un medio para legitimar el naciente orden político e institucional y, concomitantemente, de usarla como una herramienta para construir e imponer sus particulares criterios, valores y visiones de mundo sobre los demás integrantes de esa disímil sociedad a la cual, aquellos mismos, pretendieron moldear como nación.

A tal efecto, e inquiriendo tanto por la manera en que esos hombres actuaron como por los recursos simbólicos y discursivos que usaron para acometer su objetivo, no solo hemos contextualizado y analizado las determinaciones jurídicas y políticas que aquellos profirieron con respecto a la educación durante la década de 1820, sino que, a la luz de la categoría de hegemonía, examinamos cómo, de acuerdo con sus propias opiniones, acciones y propuestas, los mentores y regentes de esa empresa, obrando junto con otros tantos hombres públicos que fungían como los “intelectuales” de ese nuevo orden (clérigos, abogados, profesores, editores de prensa, etc.) elaboraron un sofisticado universo de discursos retóricos en virtud de los cuales dictaminaron cuál debía ser la finalidad de la educación e impusieron, o cuando menos trataron de imponer, su visión de mundo y mantener un statu quo social y cultural favorable a su condición y a sus intereses de clase dirigente.

5 Un sistema de educación para la naciente república

Aunque la creación de un sistema de educación había empezado a ser discutido y planteado en las constituciones políticas que se redactaron y promulgaron en casi todas las provincias neogranadinas desde los primeros años de la década de 1810 a propósito de la formación de los estados que se erigieron en Cundinamarca, Antioquia, Cartagena, Tunja, Cauca, Neiva y Mariquita (Uribe, 1977), el tema no fue considerado de manera orgánica, sistemática y sustancial sino hasta 1819 cuando los independentistas volvieron a ganar terreno en su propósito de romper definitivamente su vínculo con España, y especialmente desde 1821 cuando los integrantes del Congreso Constituyente y Legislativo de la naciente república de Colombia lo incluyeron en sus agendas, debates y proposiciones.

Con la convicción de que “la educación e instrucción pública [eran] el principio más seguro de la felicidad de los pueblos” (Gazeta de Santafé de Bogotá, 10 de octubre de 1819, p. 1), esos hombres no solo emitieron sus opiniones y decisiones sobre un vasto e importante cúmulo de asuntos relacionados con el andamiaje político e institucional que debía tener el nuevo estado, con las fuentes de donde debían emanar las rentas públicas, con la manera en que debía efectuarse la abolición de la esclavitud, con las garantías que debía otorgar el Estado para que los ciudadanos tuvieran libertad de prensa y opinión, sino que debatieron y legislaron sobre la manera y los propósitos con que debía fomentarse el sistema de educación en un país cuya población, llamada a convertirse en nación, carecía de todo cuanto se requería para lograr ese objetivo (Restrepo, 1996; Uprimny, 2010).

Tanto por sus fines como por sus medios, la discusión sobre el tema fue suscitando toda clase de proposiciones. Que se formara un reglamento mediante el cual se determinara todo lo relacionado con los exámenes que debían aplicárseles a las personas que aspiraran a ser nombradas como profesores; que se obligara a los padres de familia a enviar a sus hijos a las escuelas so pena de ser multados por no hacerlo; que se tuviera alguna consideración con padres que vivían en los alejados campos ya que seguramente no podrían enviar a sus hijos a las escuelas; que los maestros quedaran obligados a realizar las clases siguiendo los lineamientos dados por la ley; que, por demás, se obligara a instruir a los niños en ejercicios militares; que los conventos que tuvieran menos de ocho frailes fueran definitivamente suprimidos para usarlos como escuelas, o que esos conventos fueran respetados por ser propiedad de la Iglesia, fueron, en conjunto, algunas de las discusiones y propuestas que los diputados hicieron a propósito del fecundo debate que se generó sobre el tema (Actas del Congreso de Cúcuta de 1821; tomo ii).

Correlativamente, y en razón de la discusión que se suscitó en torno al proyecto de ley que la Comisión de Educación (creada por ese mismo Congreso constitucional en 1821) elaboró con el fin de sentar los lineamientos generales del sistema de educación, lo primero que se puso de manifiesto fue que el déficit de maestros era casi absoluto en todo el país; que aun cuando se quisiera nombrar en tales cargos a quienes supieran leer y escribir, ello no era suficiente, pues estos, si acaso, alcanzarían a cubrir la demanda de profesores en unas poquísimas localidades de provincia; que el naciente Estado no tenía los recursos suficientes para adelantar tamaña obra; que ante tal situación, lo conveniente y necesario era echar mano de los recursos que se obtuvieran por la venta o arriendo de los resguardos indígenas, o que los pueblos, las llamadas Sociedades de Amigos del País y los padres de familia contribuyeran directamente con los gastos que ese ramo demandaba (Actas del Congreso; tomo ii).

Pero siendo la educación un asunto de tan delicada y grande importancia, su abordaje no se agotó en las cuestiones antedichas. Contrariando a quienes propusieron que la educación fuera regentada por la Iglesia, varios congresistas expusieron y defendieron la idea de que aquella debía ser una empresa eminentemente laica y de responsabilidad exclusiva del Estado. Sus argumentos, tan categóricos como polémicos, hicieron sacudir los cimientos del recinto en donde se reunió el Congreso, pues no solamente defendieron la idea de estructurar e instituir un sistema de educación genuinamente republicano, sino que atacaron abierta y mordazmente a la curia.

Si el objetivo fundamental de la educación habría de consistir en ilustrar a los niñas, niñas y jóvenes, y si uno de los desafíos del naciente Estado era imponer su poder soberano sobre todos los ciudadanos y sobre toda otra institución —a la Iglesia, dijeron varios diputados—, no solamente había que subordinarla a la autoridad estatal, sino que había que proscribir su injerencia en la educación, por cuanto su esencia era el dogmatismo y no el conocimiento y sus integrantes se distinguían más por su perversión y venalidad que por su formación moral e intelectual. Según lo expuso uno de ellos, el congresista Diego Fernando Gómez, al otorgarle a la Iglesia la facultad de crear y dirigir escuelas no solo se retrogradaba el mandato jurídico que el Gobierno tenía para suprimir conventos a fin de convertirlos en escuelas, sino que “se correría el grave riesgo de exponer a los niños a las groseras y repugnantes manías que los frailes tenían por costumbre” (Actas del Congreso, tomo ii, p. 57). Que a las monjas se les confiara la educación de las niñas, agregó el diputado José Manuel Restrepo, era un asunto tan inconveniente como perjudicial, pues la experiencia enseñaba que allí, en vez de aprender, adquirían más resabios que cuando se las educaba en sus casas (Actas del Congreso, tomo ii).

Virulento fue el tono que adquirieron esas discusiones y proposiciones, y a su efecto el Congreso terminó dictaminando las leyes, los decretos y las ordenanzas que habrían de regular y regir todo el sistema de educación del país. Siendo una manifiesta preocupación expresada desde distintos lugares (Gazeta de la ciudad de Bogotá, 29 de julio de 1821, p. 4), y argumentando que el establecimiento del sistema educativo era absolutamente necesario para difundir las luces entre todas las clases de la sociedad de modo que estas pudieran conocer sus derechos y obligaciones, los autores de dicho proyecto propusieron que en cada provincia debía establecerse un colegio o casa de educación; que allí donde pudieran financiarse, debían crearse e impartirse cátedras de derecho civil, patrio, canónico, natural y de gentes, lo mismo que una cátedra de teología dogmática. En correspondencia con esos objetivos, el Gobierno crearía el plan de estudios que debía seguirse en todas las instituciones de educación; fomentaría el estudio de la agricultura, el comercio, la minería y las ciencias militares, y procuraría que en todos los conventos de monjas que hubiera en el país se crearan escuelas para la formación de las niñas (Actas del Congreso, tomo ii).

Con base en las propuestas hechas por la men- tada comisión, el Congreso redactó y emitió una “ley de educación” (Gazeta de la ciudad de Bogotá, 7 de octubre de 1821, p. 1), y ulteriormente fijó las reglamentaciones que se requerían para darle efectivo cumplimiento (Gazeta de la ciudad de Bogotá, 21 de octubre de 1821, p. 1). Empeñados en que ese proyecto se materializara prontamente, tanto el vicepresidente Francisco de Paula Santander y sus colaboradores, como los gobernadores de provincia a quienes fue encargada la tarea de erigir escuelas en sus respectivas jurisdicciones, obraron para que el sistema de educación empezara a tomar una forma cada vez más definida. Según informaciones oficiales emitidas tanto por su despacho como por las autoridades provinciales, la fundación de escuelas y colegios proliferó rápidamente en distintos lugares del país, haciendo que este empezara a constituirse en tierra fértil para la germinación de los principios que habrían de forjar la virtud moral y la conciencia patriótica que los niños, niñas y jóvenes debían cultivar para bien propio y de la naciente república (Acevedo, 2017).

De acuerdo con el informe emitido por el secretario del interior, hacia 1823 el país ya contaba con 52 escuelas lancasterianas (inspiradas en el método creado por el educador inglés Joseph Lancaster) y con 434 escuelas de enseñanza primaria tradicional (aquellas que se habían organizado a usanza y tutela de la Iglesia) en donde se educaban más de veinte mil aprendices, fundamentalmente niños y jóvenes no obstante que por ley debían crearse escuelas para niñas en los antiguos conventos. La obra continuó complementándose y fortaleciéndose con la creación de nuevos centros de educación y con las diversas directrices emitidas por el Gobierno nacional con el fin de que las autoridades provinciales y locales, con la participación de los propios padres de familia, se hicieran responsables de la creación y financiación de escuelas, y de que acogieran los términos en virtud de los cuales estas debían orientar la formación de los aprendices (Bushnell, 1985; Zuluaga, 1984).

Como expresión de la manifiesta determinación que asumieron con respecto a la creación y regulación del sistema de educación que debía tener la república, en 1826 los integrantes del Congreso de la República expidieron la Ley sobre Organización y Arreglo de la Instrucción Pública en virtud de la cual se buscó regular y orientar todo lo concerniente a la organización, dirección, financiación, aprovisionamiento, infraestructuras y funcionamiento general de toda esa vasta empresa. Estructurándola en 12 capítulos y 75 artículos, los autores de dicha ley destacaron la correlación que se tejía entre educación, prosperidad material, moral pública y florecimiento de las artes y las ciencias, y en consecuencia dictaminaron, o mejor aún, reafirmaron la disposición ya hecha por los constituyentes de 1821 respecto de la gratuidad de la educación pública y la obligatoriedad que le asistía al Estado colombiano de brindar una “instrucción y enseñanza pública proporcionada a la necesidad que [tenían] los diferentes ciudadanos de adquirir mayores o menores conocimientos útiles, conforme a su talento, inclinación y destino” (Colección de leyes, p. 296). A más de buscar los mecanismos de financiación, la creación de nuevas y más escuelas de formación elemental y de primeras letras, lo mismo que la creación de colegios y universidades en las provincias, fue una de las responsabilidades que se le asignó cumplir al Gobierno nacional (López, 1990).

Jubiloso fue el tono con que los comentaristas de esa obra celebraron la cada vez más definida formación del sistema de educación que estaba forjándose e implementándose en el país. Según lo expresó el jurista Félix Restrepo, de tan magna obra podía gloriarse la sociedad colombiana, pues “nada [había] más importante al bien de la sociedad que el establecimiento de colegios y cuerpos literarios, donde se [instruía] a la juventud en el estudio de las ciencias, de las artes y de las bellas letras” (Gaceta de Colombia, 21 de agosto de 1825, p. 3).

Pero el regocijo expresado por los mentores de esa empresa no obedeció únicamente al hecho de que la juventud colombiana pudiera ser instruida en esos específicos saberes. Dado que dicha empresa no solo estaba desarrollándose en simultaneidad con la propia formación del Estado, del nuevo régimen político y de la nación, sino que estaba siendo forjada y regentada por una clase dirigente que procuraba mantener el mayor control posible sobre una sociedad que parecía tan díscola como desorientada en razón de la traumática manera como se había producido la transición del régimen colonial-monárquico al régimen republicano y, sobre todo, en virtud de la insondable desestructuración social, económica e institucional que había dejado la guerra de independencia, los regentes de esa vasta empresa reafirmaron la idea de que la educación debía servir tanto para acometer ese objetivo, como para inculcarles a la niñez y la juventud el carácter y la naturaleza de la nueva realidad política e institucional en la que ahora se hallaban, a fin de que, comprendiéndola, se formaran, según lo indica Franz Hensel (2006), como los virtuosos sujetos que la república necesitaba para constituirse como tal. Dicho en otras palabras, en aquel momento su intención fue hacer de la instrucción pública un mecanismo tanto para la legitimación de ese nuevo orden, como para congregar en torno a él a esa heterogénea y dispersa población a la cual pretendían aglutinar en un solo cuerpo político llamado nación colombiana. Pero, ¿cómo obraron a fin de lograr este objetivo?

6 Una educación para legitimar el nuevo orden

En efecto, según las opiniones proferidas tanto por los regentes del nuevo orden político-estatal como por otros tantos hombres públicos (abogados, funcionarios, profesores, clérigos y editores de periódicos) que, gracias a los conocimientos, saberes, labores y posiciones sociales y burocráticas que detentaban, fungían como una especie de “intelectuales” legitimadores del nuevo orden político y como modeladores y propagandistas de la cultura y del universo de valores que se buscaba imponerle a la sociedad colombiana,11 1 Sobre la noción de intelectual, véase Gramsci (2009). la educación no solo debía servir para enseñarles a los niños, niñas y jóvenes colombianos a leer, escribir y usar las cuatro operaciones básicas de la aritmética, deseando que con ello forjaran su intelecto y con base en esto pudieran, en su momento, contribuir a engrandecer y hacer prosperar su patria (Safford, 1989). Al efecto, y según sus consideraciones, aquella también debía servir como vehículo para instruir a los ciudadanos desde su más temprana edad en el conocimiento de la naturaleza, el carácter y organización del nuevo orden político republicano y, correlativamente, para construir la necesaria identidad nacional que debía forjarse entre una población que, como lo expresó Bolívar en diversas ocasiones, se caracterizaba por su irreductible dispersión territorial y por su insondable heterogeneidad racial, social y cultural (Jaramillo, 2002).

Obrar para consumar esos objetivos fue, pues, la tarea que los regentes del nuevo orden trazaron desde aquel momento, persuadidos de que a través de la instrucción pública no solo lograrían hacerlo, sino que, concomitantemente, podrían imponerle a esa dispersa población el universo de valores, concepciones y visiones de mundo que aquellos cultivaban. En síntesis, su propósito consistía en tratar de congregar a las heterogéneas poblaciones con el fin de imponerles no solo un nuevo orden político e institucional, sino un nuevo universo cultural que, a su vez, sería expresión y mecanismo de su hegemonía, entendida esta, según lo planteado por el filósofo italiano Antonio Gramsci (1891-1937), como la intención y capacidad que una persona o grupo de personas tienen para someter a otras, no solo, y quizá no tanto, por virtud de su fuerza física (generalmente traducida en violencia) ni exclusivamente por su poder económico, sino por su habilidad para persuadirlas y convencerlas (mediante la difusión hecha a través de la educación, la religión y los medios de comunicación) sobre la validez, pertinencia y necesidad de que adopten su particular universo de valores, creencias y mandatos cual si se tratara de los suyos propios, y de esta manera subordinarlas (Portelli, 1972).22 2 En relación con este mismo asunto, el citado filósofo también aludió a la idea de contrahegemonía para referirse a la capacidad y a las acciones de resistencia y respuesta que interponen los individuos que son objeto de la dominación; todo lo cual muestra que ni la dominación ni la hegemonía son siempre absolutas ni incontestables.

Dicho objetivo, como lo indicó la historiadora María Teresa Uribe (2019), no era totalmente nuevo. La intención de congregar a las poblaciones como una sola y única comunidad política había sido una de las anheladas, pero esquivas, empresas en la que desde un comienzo algunos de los independentistas neogranadinos (especialmente Antonio Nariño) (y también los independentistas venezolanos, entre los cuales estaba Bolívar) habían comprometido y empeñado sus esfuerzos desde el momento en que declararon la ruptura del tricentenario vínculo que había mantenido a sus pueblos subordinados a la Corona española. Ante la carencia de un antepasado histórico, cultural, social y político común que sirviera para labrar una básica y esencial noción de identidad nacional, y persuadidos de la ineludible necesidad de forjar una conciencia de identidad política y territorial propias en virtud de las cuales se sustentaran las nuevas comunidades políticas llamadas “Nueva Granada” y “Venezuela”, los hom- bres que lideraron dichos procesos procedieron en esa materia mediante la invención y puesta en circulación de una sofisticada retórica política y patriótica que en un principio se fundamentó en la oposición a todo lo español, esperando que de este modo los ciudadanos neogranadinos y venezolanos se reconocieran justamente como eso, como ciudadanos pertenecientes a esas nuevas comunidades políticas, y no como genéricamente “americanos” y menos aún como “súbditos de españoles”.

Su determinación había sido más que manifiesta, pero esa elusiva empresa no prosperó en aquel pre- ciso momento dadas las vicisitudes políticas y bélicas que siguieron, pero, paradójicamente, fueron estas mismas vicisitudes las que contribuyeron a que ese cometido se avivara y reforzara entre los dirigentes políticos de ambos países que desde 1819 se dispusieron a formar una nueva república, la República de Colombia. Desde aquel momento, con y tras las calamidades que la devastadora guerra de independencia generó, ya no se invocó solamente el “mito de los trescientos años de usurpación española” que los líderes de la emancipación habían creado y divulgado en un primer momento, sino que a él se agregó el discurso de “la sangre derramada por la libertad”, esto es, la vindicación de la idea de que tanto el sacrificio como el heroísmo del “ciudadano en armas” habrían de servir para forjar esa necesaria unidad e identidad nacional, lo mismo que el cimiento del orden republicano que, a tal efecto, debían ser divulgados por todos los medios posibles, siendo la educación uno de ellos. Persuadidos de la necesidad de legitimar el naciente orden republicano, de formar al ciudadano que ese nuevo orden requería, de cambiar las vetustas costumbres de un pueblo que aún pensaba como vasallo y de unificar y congregarlo como en solo cuerpo, la nación, los regentes del naciente Estado asumieron que esa vasta empresa tenía que consumarse a través de la instrucción pública (Uribe, 2019).

La tarea no se hizo esperar. A más de las citadas determinaciones que el Congreso de la República expidió con el ánimo de organizar la instrucción pública, en lo sucesivo tanto el Gobierno como esa misma corporación fueron tomando medidas adicionales para consumar sus objetivos. Esto, ciertamente, fue lo que se puso de presente con la creación y expedición del Catecismo político arreglado a la Constitución política de Colombia para el uso de las escuelas de primeras letras, elaborado por don José Grau en 1824 y publicado por orden del Gobierno de Colombia en 1824, en el cual se dictaminó qué, cómo y con qué propósitos debía fomentarse la instrucción pública en el país, y especialmente en lo referente a la instrucción sobre el nuevo orden político-institucional. A juicio de su autor, esta era una de las ineludibles tareas que debían efectuarse, pues resultaba preocupante que los jóvenes no estuvieran instruidos “en los principios fundamentales de nuestras instituciones políticas, que oyéndolos comúnmente hablar de independencia, patria, gobierno, leyes, libertar, etc. no saben ni aun la sola definición de estas voces” (Grau, 1824, p. 2).

En tal virtud, y según el temario con que el autor estructuró su Catecismo, los destinatarios de este debían instruirse en todo lo relacionado con la división política y administrativa de la república, lo cual incluía el nombre de los tres departamentos con todas sus provincias, sus capitales, su respectiva cantidad de población y el número de senadores y representantes a que cada una de ellas tenía derecho. Las “épocas célebres”, iniciando con la creación del mundo, pasando por la fundación de Roma, la encarnación de Jesucristo, el descubrimiento de América, y llegando hasta la independencia, la creación de congresos constituyentes y la consumación de las grandes batallas con que se signó la ruptura con España, constituían el segundo de los capítulos en los que los jóvenes colombianos debían ser instruidos.

La estructurada explicación de lo que era una constitución política, y especialmente la que recién se había sancionado en el país, fue el siguiente tema que Grau incorporó en su texto, y a dicho capítulo agregó lo correspondiente a la nación colombiana; cuestión especialmente llamativa, pues además de indicar que aquella se componía por el total de todos los hombres libres nacidos en el territorio colombiano, dicha nación debía ser asimilada con el concepto de república, y más precisamente con el de república soberana, libre e independiente cuyo culto oficial era la religión católica, apostólica y romana, la cual se practicaba con el ánimo de conservar las buenas costumbres y hacer virtuosos a todos los individuos. A la pregunta de por qué se elegía y practicaba esta religión y por qué se excluía a todas las demás, el autor del Catecismo respondía enfáticamente que esto se debía a que “ella ha sido la de nuestros mayores; porque se está íntimamente convencido de su verdad, y por convenir al bien y concordia del Estado” (Grau, 1824, p. 8).

En cuanto al reconocimiento y garantía de las libertades políticas y civiles, el Catecismo, interpretando lo establecido en la Constitución nacional, enfatizaba en el derecho que se tenía a disfrutar de aquellas, pero sobre todo a la obligación de no sobrepasarse en su ejercicio, destacando que a dicha obligación también estaban sometidas las autoridades. A este mismo respecto, clara fue la distinción que el autor estableció entre independencia y libertad. Mientras que por la primera debía entenderse la no sujeción de una nación a otra, por la segunda debía asumirse la no sujeción de una nación a la arbitrariedad de uno o de varios hombres. Mismas y sofisticadas explicaciones merecieron por parte del autor las nociones de igualdad, propiedad y ley, a cuyo tenor enfatizó en que la primera debía entenderse en términos jurídicos, la segunda como un derecho que el Estado debía garantizar y proteger, y la tercera como las normas de diverso orden, establecidas para garantizar la convivencia. La seguridad fue planteada como el concurso y el esfuerzo que todos los ciudadanos debían hacer con apego a la ley para garantizar sus propios derechos (Grau, 1824).

La explicación tanto de la naturaleza, composición y misión de cada una de las ramas del poder público del Estado como de los procedimientos de elección de las autoridades que debían ser escogidas electoralmente también fueron objeto de explicación por parte de Grau; y a esto, interpretando lo que la Constitución nacional había establecido, anejó su concepto sobre las obligaciones que les correspondía cumplir a los colombianos. Al efecto, el Catecismo, ideado para que los jóvenes se instruyeran en todos los aspectos de la vida pública, fue enfático al destacar que cada uno de aquellos estaba llamado, o mejor decir, obligado a

[…] amar a su patria, ser justo y benéfico, vivir sometido a la constitución, obedecer las leyes, respetar las autoridades que son sus órganos, contribuir en proporción a los gastos públicos, y estar pronto en todo tiempo a servir y defender la patria, haciéndole el sacrifico de sus bienes. (Grau, 1824, p. 13)

Pero a más de instruir a los jóvenes aprendices sobre todos los aspectos antes señalados, dicha instrucción debía llevarse a cabo con el propósito y la convicción de que por esa vía se lograría formarlos y convencerlos de que la república no solo era la mejor forma de gobierno y de organización política a la que ellos y todo ciudadano podían aspirar, sino que, era de esa manera como tenía que procederse para legitimar todo ese andamiaje político e institucional que estaba erigiéndose bajo el nombre de República de Colombia. Apelar a los más íntimos sentimientos con el fin de despertar el amor a la patria era, pues, la misión fundamental que debían desarrollar y perseguir cada uno de los maestros en sus respectivas escuelas. A la pregunta sobre qué era la patria, el Catecismo respondía: “es aquel estado de asociación que protege nuestros derechos naturales de libertad, igualdad, propiedad y seguridad con leyes justas y equitativas, y con las fuerzas reunidas de todos los particulares” (p. 53); a la pregunta acerca del “amor a la patria”, contestaba que este era “el amor a ese estado de asociación”, y a la pregunta sobre quién era un patriota, Grau respondía de manera decidida: “es el ciudadano poseído de aquel amor para con un estado semejante de asociación. El amor a la patria o el patriotismo es una de las virtudes más dignas que pueden distinguir a un ciudadano” (Grau, 1824, pp. 53-54).

Pero si de despertar ese ánimo patriótico se trataba, nada más decidido que lo que el autor anotó en las últimas páginas de su citado texto. Después de haber visto conculcados sus derechos naturales durante trescientos años; después de haber sido condenados a vivir en un país, pero no en una patria propia; después de haber sido ahogados en la ignorancia y la ignominia por la arbitrariedad española; después de haber sido despojados de los frutos de su propio trabajo y esfuerzo, y después de haber derramado su propia sangre para conseguir su independencia y su libertad, los colombianos debían gloriarse de tener, por fin, una patria propia; una patria por la que ahora debían estar dispuestos a entregar su vida. Pero ¿por qué era dulce y glorioso morir por esa patria? La respuesta a esa trascendental pregunta no podía ser menos persuasiva y emotiva que las respuestas dadas a los demás interrogantes planteados en el Catecismo:

Es dulce, porque morir por la patria es morir por nuestra propia defensa, es glorioso; 1° porque damos a entender que apreciamos la dignidad del hombre; 2° porque morimos por la defensa de nuestros hermanos, por nuestros hijos y por nues- tras mujeres; en todo lo cual al mismo tiempo que cumplimos con un sagrado deber, manifestamos un rasgo de generosidad, y nobleza de corazón; nos hacemos acreedores a que los demás honren por todos los siglos nuestra memoria, y a que tengamos la justa recompensa de quienes hacen respetar la justicia, los derechos y la alta dignidad del hombre. (Grau, 1824, pp. 55-56)

Difundir los más altos y preciados valores patrios en virtud de los cuales los aprendices y la sociedad toda debían persuadirse de que ahora tenían una patria propia a la cual pertenecían y un Estado al cual debían someterse y obedecer fue la misión y divisa fundamental que los regentes del nuevo orden empezaron a asignarle a la instrucción pública y al sistema de educación del país. Esta concepción sobre la finalidad de la educación, ilustrativamente analizada por Pierre Bourdieu a propósito del papel que ella desempeñó en la creación y difusión de la conciencia estatal nacional europea (Bourdieu, 1997) fue asunto que, en general, los gobernantes, legisladores, magistrados y generadores de opinión colombianos expresaron con vehemencia durante aquellos años, convencidos, o cuando menos persuadidos, de que así se podía legitimar ese nuevo orden, pero también forjar, difundir y expandir el andamiaje simbólico y cultural que tanto la república como la nación requerían para constituirse y afirmarse como tal.

Amplia y elocuente fue la propaganda política, patriótica, cívica y religiosa que esos hombres crearon y difundieron desde que declararon la independencia (Garrido, 2009), y con mucha más vehemencia desde que esta se consumó a comienzos de la década de 1820, con el fin de que todos los ciudadanos incorporaran y obedecieran sus mandatos, y que lo hicieran bajo la convicción de que así podrían mostrar su talante de buenos y auténticos patriotas, ciudadanos y cristianos. Ser un buen y auténtico patriota, ciudadano y cristiano, decían, era “servir a su país sin ambición ni viles intereses, tanto en la fortuna como en la adversidad […]; cumplir fielmente sus obligaciones, [ser] obediente a las autoridades […] y sumiso a las leyes” (El Patriota, 26 de febrero de 1823, p. 3). A tal efecto, los directores y maestros de escuelas debían obrar para difundir y afirmar ese mensaje; lo propio debían hacer todos los hombres ilustrados del país, empezando por los sacerdotes, a los cuales les correspondía trabajar arduamente para “instruir a los súbditos a ser obedientes y sumisos a las potestades que los [gobernaban]” (El Atalaya, 1824, pp. 5-6),33 3 Sin fecha exacta de publicación. y de esa misma manera debían actuar los padres de familia de modo que, haciendo suyos esos principios, propósitos y mandatos, lograran inculcarles a sus hijos el amor a la patria y la irrecusable obediencia a las autoridades (El Huerfanito Bogotano, 8 de abril de 1826, pp. 1-2).

Concebida en estos términos, la empresa educativa no debía entonces circunscribir sus objetivos a la alfabetización de la niñez y la juventud, sino que, considerando los enunciados propósitos trazados por los mentores y regentes de todo el andamiaje político e institucional que estaba constituyéndose, también debía ampliar sus escenarios de acción para difundir y generalizar ese patriótico mensaje. Ya no solo las aulas y los claustros debían obrar con tal fin; también el hogar, la Iglesia, la prensa y todas las instan- cias del Estado debían trabajar con el propósito de persuadir, convencer y hasta obligar a los destinatarios de su mensaje sobre la necesidad de guardar obediencia y sumisión frente a las autoridades, las leyes y las instituciones. De ese modo, los delineadores, ejecutores y panegiristas de todo ese proyecto político-cultural reafirmaron, una vez más, que la educación tenía que ser un instrumento para formar la moral y la virtud republicana, pero también una herramienta para construir y afirmar la hegemonía que ellos mismos estaban pretendiendo crear, instaurar y mantener sobre la sociedad colombiana, presumiéndose forjadores, regentes y guardianes del orden político y social.

Esa pretensión, puesta de presente tanto en las leyes y medidas que aquellos habían estado tomando y expidiendo, como en los discursos que crearon y difundieron con el ánimo de imponer su propio y particular universo de valores, principios y visiones de mundo, se expresó de manera mucho más abierta y vigorosa a propósito de las vicisitudes y rivalidades políticas que esos mismos hombres fueron incubando y desplegando durante aquellos años en torno a las enconadas disputas que tejieron por el control del Estado y, precisamente, por la imposición de sus particulares pareceres políticos, ideológicos, sociales y culturales. Pero ¿cuáles fueron esas vicisitudes, de dónde surgieron esas rivalidades y de qué manera ellas tuvieron su correlato en las discusiones que se tejieron en aquel momento sobre la educación?

7 Una educación para moralizar a la sociedad y reafirmar la imposición de la hegemonía

Pues bien, aunque la necesidad de legitimar el nuevo orden político e institucional republicano que se había instaurado recientemente en Colombia había persuadido a sus formadores y regentes sobre la necesidad de crear un sistema de educación pretendidamente laico y liberal que contribuyera a consumar ese objetivo, los abigarrados hechos políticos acaecidos en el país desde 1828 obraron, y con mucha fuerza, para reafirmar esa intención pero bajo otros paradigmas, esto es, bajo la idea de que la pervivencia de la república requería de una reforma del sistema educativo, y específicamente de los valores que la instrucción pública debía incorporar y difundir, y esto ya no solo entre los estudiantes, sino entre la sociedad toda. Moralizar a la sociedad inyectándole una buena dosis de “educación religiosa y moral” a fin de garantizar que se tornara dócil, obediente y respetuosa frente a las autoridades e instituciones fue la consigna que enarbolaron las autoridades políticas y eclesiásticas durante aquellos días, y esa, en efecto, fue la divisa que se le impuso a la educación en aquel turbulento momento de la historia nacional.

Tal y como lo ha documentado la historiografía sobre el tema (Bushnell, 1985; Calderón, 2022; Gutiérrez, 2017; Martínez, 2018; Uribe, 2019), desde el mismo momento en que la república de Colombia fue concebida, y especialmente desde que fue instaurada en 1821, las animadversiones afloraron entre quienes congeniaron con esa obra (especial y mayoritariamente militares y políticos simpatizantes de Simón Bolívar —principal mentor de esa república—) y quienes no la compartieron por considerar que unir a Venezuela, Nueva Granada y Ecuador en un solo cuerpo político nacional era tan innecesario como contraproducente. A tal efecto, y también en virtud de los términos en que había sido erigido ese orden político-administrativo (centralista y presidencialista), la divergencia de pareceres no tardó en manifestarse. En un comienzo, los desafectos a ese régimen propusieron reformar la constitución con que se había instituido la república de Colombia, y luego, en 1828, cuando la mentada propuesta fracasó, los virulentos ánimos se caldearon aún más (Gutiérrez, 2017). El hecho terminó en el intento de asesinato del que fue víctima el Libertador y, en consecuencia, en el trastrocamiento del orden político e institucional. Amén de dicha situación, Bolívar no solo se invistió con facultades y poderes especiales, sino que él y su gabinete tomaron una serie de medidas extraordinarias, entre las cuales incluyeron varias determinaciones que terminaron afectando directamente a la educación. Desde entonces, y en razón de la crisis política que se vivía, tanto las autoridades estatales como las eclesiásticas asumieron que la instrucción pública debía centrarse en un objetivo fundamental: moralizar a la sociedad.

Argumentando que algunos de los conspiradores eran estudiantes universitarios contaminados por las extravagantes e inmorales ideas pregonadas por los autodenominados liberales, el ministro del interior, José Manuel Restrepo, emitió una circular mediante la cual hizo saber que, siendo aquello un asunto deplorado por el Gobierno, lo mismo que por los padres de familia, en lo sucesivo las autoridades debían “tomar firmes decisiones para curar de raíz los vicios y la inmoralidad que esos peligrosos ideólogos habían sembrado en los jóvenes estudiantes” (Gaceta de Colombia, 30 de octubre de 1828, p. 3). Según lo expresó Restrepo (y esto, acaso, no tanto por convicción, como sí por la presión y el condicionamiento que la Iglesia impuso como contraprestación para apoyar el régimen instaurado por Bolívar),44 4 Ante la crítica situación política en la que se hallaba el Gobierno, a Bolívar y sus ministros no les quedó otra opción que congraciarse, muy a su pesar, con los jerarcas de la Iglesia a fin de que estos contribuyeran a legitimar el régimen impuesto por el Libertador. En consecuencia, la Iglesia, que hasta el momento había sido relativamente debilitada en cuanto a la injerencia que había pretendido ejercer en la educación, volvió a tener una notoria influencia en ese particular asunto. el Gobierno estimó que el problema radicaba tanto en los “perniciosos textos” que esos ideólogos estaban dándoles a leer a los estudiantes (especialmente los del jurista y teórico inglés Jeremías Bentham), como en la “inmadurez intelectual” de los estudiantes. Siendo esto último un factor que facilitaba la manipulación de las endebles conciencias de los jóvenes, y siendo lo otro un asunto que motivaba la proliferación de ideas contrarias a la religión y al buen orden político, ambos asuntos hacían necesario modificar el plan de estudios que el general Santander había creado y expedido en 1826.

En razón de esa situación (y en virtud de una extraña fe o convicción en el poder moralizador del idioma), el Gobierno decretó que en adelante los centros de educación secundaria y superior debían fomentar la enseñanza del latín, ya que el aprendizaje de este idioma permitiría que los estudiantes pudieran tener pleno conocimiento de la profunda esencia de la religión y de la bella literatura, las cuales no solo habrían de mostrarles el recto camino a seguir, sino que les proporcionarían las herramientas necesarias para combatir y desechar doctrinas engañosas y principios impíos. Correlativamente, las cátedras de filosofía impartidas en los centros de educación debían privilegiar la enseñanza de la moral, pues solo así se cosecharían los buenos y opimos frutos que los estudiantes y toda la sociedad requerían para guiarse recta y adecuadamente. En lugar de las cátedras de derecho universal que hasta el momento se enseñaba, en adelante se privilegiaría el estudio de las cátedras de derecho público, romano, patrio, canónico, civil, administrativo y constitucional, y desde el primer año de estudio universitario se obligaría a los jóvenes

[…] a asistir a una cátedra de fundamentos y apología de la religión católica romana, de su historia y de la eclesiástica [sic], [la cual formaría] parte esencial de sus cursos […], y [duraría] uno o dos años […], procurando que [fuera] el tiempo bastante para que los cursantes se [formaran] en los principios de [la] santa religión, y [pudieran] así rebatir por una parte los sofismas de los impíos, y por otra, resistir a los estímulos de las pasiones. (Gaceta de Colombia, 30 de octubre de 1828, p. 3)

Con la convicción de que los terribles males que padecía la república de Colombia obedecían a la inmoralidad de muchos ciudadanos, tanto el Gobierno como la Iglesia aunaron esfuerzos para “inocular” a todos los ciudadanos con la educación moral que, a su parecer, estos debían incorporar. En el entendido de que esa era una empresa que prontamente habría de conducir a la efectiva y anhelada moralización de la sociedad, esta tendría que ser realizada en todos los espacios y ámbitos sociales e institucionales, de modo que la sociedad fuera rápidamente “liberada de las garras del mal”. Al efecto, y de acuerdo con la categórica admonición que el arzobispo de Bogotá les hizo a todos los sacerdotes y demás miembros de dicha institución, en adelante estos debían trabajar incansablemente para consumar ese objetivo:

Aunque en todos los tiempos son obligados los sacerdotes a enseñar y recordar en su caso a los fieles las máximas del evangelio, y muy particularmente las que conducen a mantener el orden y la tranquilidad pública, […] me veo precisado a mandar bajo precepto formal de obediencia a todos los venerables curas y demás sacerdotes del arzobispado, que en el púlpito, confesionario y en cualquier otra reunión inculquen sin perder ocasión cuanto les sea posible, aquellas verdades tan cristianas como útiles a los ciudadanos, que les obligan ciertamente en conciencia, cuáles son las de vivir unidos entre sí y al gobierno que los protege, sostiene y defiende, para que de este modo se restablezca la paz y tranquilidad pública, haciendo también entender a sus feligreses y oyentes en público, y privadamente, los males gravísimos que produce el espíritu de división o partido, y mucho más el enorme crimen de sedición, con que marchitan sus almas. (Gaceta de Colombia, 5 de octubre de 1828, p. 3)

Por cuanto el asunto fue asumido como una prioridad social y nacional, las autoridades eclesiásticas y gubernamentales no tardaron en darle cumplimiento a ese mandato. Contundente, por ejemplo, fue la pastoral que el obispo de Santa Marta emitió con el fin de que los clérigos y los fieles siguieran y cumplieran rigurosamente su admonición. Para afianzar la sana moral y la correcta ilustración de los ciudadanos, dijo, era preciso proscribir “la lectura de muchos libros impíos” que (circulaban) y que se halla(ban) en manos de quienes (ignoraban) los principios fundamentales de religión”, y combatir por todos los medios posibles a esos “falsos doctores” que, bajo el pomposo título de liberales, pretendían destruir el gobierno y rebajar la moral pública y cristiana” (Gaceta de Colombia, 23 de noviembre de 1828, pp. 5-6).

La moralización debía entonces extenderse a todos los grupos sociales, incluyendo a las mujeres. Así lo dictaminaron y así lo celebraron los promotores de dicha empresa al resaltar que esa obra debía promoverse entre las niñas y señoritas que fueran integradas al sistema de educación, pues con ello, no solo se aseguraba su alfabetización, sino que se reafirmaba el indefectible lugar y papel que ellas debían ocupar y cumplir en la sociedad, esto es, el de prepararse para ser buenas hijas, buenas esposas y buenas madres. Tanto el Estado como la Iglesia y los padres de familia debían obrar para que ese cometido se cumpliera en sus debidos y estrictos términos, librándolas de cualquier intento que se promoviera con el fin de proporcionarles una educación que no se correspondiera con ese objetivo y cuidando que la buena moral y los sanos principios de la religión fueran siempre el fundamento y la finalidad de su formación (Gaceta de Colombia, 11 de enero de 1829, p. 4).

Con esa arraigada concepción de por medio, y lamentando la situación política que se vivía en el país, los funcionarios del Gobierno, los integrantes de la Iglesia y muchos editores de periódicos arreciaron sus consideraciones y decisiones sobre los fines inmediatos que debían perseguirse con la implementación de un sistema de educación que se correspondiera con las necesidades del país. Diversos y elocuentes fueron los discursos, las opiniones y las sentencias que sucesivamente publicaron y difundieron con ese objetivo, y con mayor radicalidad procedieron desde que la república empezó a transitar hacia su inexorable declive. Así como en su momento habían denostado la doctrina utilitarista de Jeremías Bentham que el vicepresidente Santander y sus copartidarios habían promovido como fundamento de la educación universitaria, en esta ocasión los jerarcas de la Iglesia enfilaron sus baterías contra los ilustrados franceses; esos pensadores a los que Bolívar tanto elogiaba y admiraba, pero a quienes los prelados detestaban y condenaban pública y ferozmente, sindicándolos de herejes, inmorales, obscenos y anarquistas.

Para empezar, y a más de defender con rauda excitación “la santa doctrina cristiana”, los integrantes del clero reaccionaron ante y contra cualquier intento que pudiera hacerse con el fin de darle cabida en el sistema educativo a hombres tan “perversos, impíos e infames” como Rousseau, Voltaire y Diderot. Proscribir de las aulas, de los hogares y de todo el suelo patrio a estos autores, lo mismo que a todo aquel que profesara ideas contrarias a la santa doctrina cristiana, fue uno de los discursos que aquellos, asumiéndose como los “defensores de la moral pública”, enarbolaron y difundieron con decidida fuerza y excitación. Las obras de Voltaire, dijeron, debían ser arrojadas a la hoguera, pues ellas estaban plagadas de horrores y atrocidades. Todo hombre sensato, virtuoso y decididamente cristiano debía desechar las ideas y pensamientos de ese

[…] hipócrita, enemigo del género humano, renacuajo arisco y revoltoso, sombrío energúmeno cubierto de orgullo, […] patán, impío, ateísta y méndigo, que pudiera muy bien un día subir a la horca, [pues] merecía estar colgado en ella, por haber compuesto libros abominables. (La Espada de Holofernes, 28 de enero de 1830, p. 4)

Día tras día, y convencidos de que la educación debía seguir cumpliendo el fundamental propósito de moralizar a la sociedad para hacerla dócil y cumplidora de sus deberes, los defensores y promotores de tales ideas continuaron afirmando su concepción sobre esa materia. Tal y como lo habían planteado años atrás, antes de servir al objetivo de ilustrar a la población, la educación debía orientarse al propósito antedicho. La idea de que a los ciudadanos debía enseñárseles a leer con el fin de que conocieran las leyes, lo mismo que sus derechos, pero sobre todo sus deberes, fue asunto que muchos opinadores destacaron incisivamente durante aquella época.

Y esta, en efecto, fue la divisa con que continuó concibiéndose y estructurándose el sistema de educación en el país durante aquellos años. Incansable e ineludible, dijeron los autores y comentaristas de esa obra, debían ser el esfuerzo y la postura que debían asumir los promotores y ejecutores de esa empresa con el fin de consumar el caro objetivo de hacer que ya no solo los estudiantes, sino todos los habitantes y ciudadanos del país fueran convertidos en hombres de bien, esto es, en sujetos respetuosos de las autoridades civiles y eclesiásticas y cumplidores de las leyes y mandatos proferidos por estas. Los argumentos y determinaciones que se expusieron y tomaron en aquel momento sobre los contenidos, fines y medios que con debía estructurarse el sistema de educación fueron mantenidos por un buen tiempo, y aunque la crisis y disolución de la república de Colombia implicó una nueva reforma del sistema de instrucción pública, los promotores y ejecutores de esta obra no abandonaron la idea ya bien afirmada que se había creado respecto del lugar y papel que la instrucción pública debía ocupar y desempeñar en cuanto a la modelación de la conciencia colectiva que, según sus mentores, debía instaurarse en el país. Tan vehemente como lo había sido hasta el momento, fue el debate que en lo sucesivo desataron los gobernantes, legisladores, clérigos, jefes de partidos políticos y generadores de opinión respecto de ese histórico y trascendental asunto.

8 Conclusiones

Indagando por las medidas que los gobernantes y legisladores colombianos tomaron durante la década de 1820 con el fin de crear un sistema de educación para la naciente república, y persuadidos de que esa obra se llevó a cabo en el contexto en el que la institucionalidad estatal empezaba a formarse y buscaba afirmarse, quisimos inquirir por la relación que se tejió entre dicha situación y los proyectos y debates que se suscitaron en torno a la educación. Al proceder con ese propósito y al escrutar sus propias opiniones y decisiones, pudimos identificar y colegir que, junto a la formal intención que tuvieron para crear el sistema de educación con el fin de alfabetizar a la población, en el obrar de esos hombres también anidó el deseo de hacer de la educación un medio para controlarla y un recurso de poder para construir y afirmar su hegemonía. Este particular aspecto, omitido, o si acaso tangencialmente tratado por los analistas del tema, es quizá la principal conclusión que se deriva de esta breve indagación, la cual, a su vez, habrá de dar pie para indagar sobre otras importantes cuestiones relacionadas con los efectos que ese modelo de educación generó en la formación intelectual de los educandos y con la constitución de las subjetividades de quienes fueron destinatarios de ese tipo de educación.

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