Revista Folios
Universidad Pedagógica Nacional
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El decir y el deseo:
silencio y violencia del significante
Saying and Desire:
Silence and Violence of
the Signifier
O dizer e o desejo:
silêncio e violência do
significante
Para citar este artículo: Cardozo-González, S. (2024). El decir y el deseo: silencio y violencia del significante. Folios, (59), 170-183. https://doi.org/10.17227/folios.59-16692
1 Resumen
La extensa reflexión sobre el enunciado y la enunciación (respectivamente, producto material e instancia histórica que lo
produce) debería tener siempre en cuenta una teoría del sujeto que habla, que, para el caso que voy a plantear aquí, implica
también una teoría del deseo, del inconsciente y del silencio. En otras palabras, una teoría de la significación que procure
dar cuenta de la relación entre la enunciación y el enunciado debe integrar aquello que no es aprehensible por las diferentes
disciplinas lingüísticas, cuyo efecto más sobresaliente (en un sentido también geográfico) es el equívoco. De acuerdo con lo
señalado, en primer lugar, se plantearán la relación entre la enunciación y el deseo y, sobre todo, el modo en que este aparece
en la lógica misma de funcionamiento del sistema lingüístico. En segundo, se mostrará la articulación entre el deseo y el silencio
(lo real), articulación inherente a la enunciación como instancia de apropiación de la palabra y de su puesta en juego. Por
último, se extraerán algunas de las principales consecuencias de las relaciones o articulaciones discutidas.
Palabras clave
discurso; deseo; silencio; referencia.
2 Abstract
The extensive reflection on the statement and the enunciation (respectively, the material product and the historical instance that produces it) should always consider, I believe, a theory of the speaking subject, which, in our case, also implies a theory of desire, of the unconscious and of the silence. In other words, a theory of signification that seeks to account for the relationship between enunciation and statement must integrate what is not apprehensible by the different linguistic disciplines, whose most outstanding effect (also in a geographical sense) is the equivocation. According to what was said, first of all, the relationship between enunciation and desire will be considered and, above all, the way in which this appears in the logic of the functioning of the linguistic system. Secondly, the articulation between desire and silence (the real), an articulation inherent to enunciation as an instance of appropriation of the word and its putting into play will be shown. Thirdly, finally, some of the main consequences will be extracted of the relationships or articulations discussed.
Keywords
speech; desire; silence; reference.
3 Resumo
A extensa reflexão sobre o enunciado e a enunciação (respectivamente, produto material e instância histórica que o produz)
deve-se ter sempre em conta, eu penso, com uma teoria do sujeito que fala, que, para o caso que vou apresentar aqui,
também implica uma teoria do desejo, do inconsciente e do silêncio. Em outras palavras, uma teoria do enunciado, que
busca dar conta da relação entre a enunciação e o enunciado, deve integrar aquilo que não é apreensível pelas diferentes
disciplinas linguísticas, cujo efeito de maior relevo (em um sentido também geográfico) é o equívoco. De acordo com o
que foi dito acima, será considerada, em primeiro lugar, a relação entre enunciação e desejo e, sobretudo, a forma como
esta aparece na própria lógica de funcionamento do sistema linguístico. Em segundo lugar, será mostrada a articulação
entre desejo e silêncio (o real), articulação inerente à enunciação como instância de apropriação da palavra e de sua
colocação em jogo. Em terceiro lugar, por fim, serão extraídas algumas das principais consequências dos relacionamentos
ou articulações discutidas.
Palabras clave
discurso; desejo; silêncio; referência.
4 Introduction
La enunciación, como instancia histórica de producción de enunciados (Benveniste, 1997), resulta un acontecimiento siempre inédito, irrepresentable completamente y constituido por el deseo y el inconsciente del hablante y por el silencio del no decir y lo no dicho. Esta anatomía plantea diversas dificultades a la hora de interpretar, desde el punto de vista del análisis del discurso (cfr., por ejemplo, Authier-Revuz, 1995; Authier-Revuz, 2011a; Authier-Revuz, 2011b; Pêcheux, 1975), los diferentes ejemplos objetos de estudio. Mi interés, aquí, es poner sobre la mesa dichas dificultades, sus consecuencias teóricas y prácticas a partir de la consideración de una noción que nos resulta capital para ello: la noción de equívoco, epicentro de la inestabilidad de la lengua como sistema de signos definidos por diferencia y oposición y como efecto de la negatividad que determina la relación entre el significante y el significado y entre un signo y otro.
5 El deseo de la lengua
En 1978, Jean-Claude Milner publica El amor de
la lengua (1998), libro central en la reflexión sobre
el concepto de lengua saussureano en el cruce de
la lingüística con el psicoanálisis. En este sentido,
Milner abre diversos espacios que habilitan la
realización de una pregunta crucial para el análisis
del discurso “a la francesa”: ¿(se) puede desear
la lengua? La ambigüedad de la preposición del
subtítulo da pie a dos interpretaciones: la lengua
como objeto y como sujeto del deseo. En el primer
caso, la lengua es aquello que el sujeto desea y en
cuyo deseo se constituye como sujeto; en el segundo
caso, la lengua desea ser deseada y para eso necesita/
demanda la presencia de un hablante que la hable
y que, por el hecho de hablarla, la desee (pues, en
definitiva, hablar es desear: un objeto, un tema, un
destinatario, la propia acción de hablar, de llenar con
palabras algo que solo puede ser llenado con ellas,
etc.; la lengua como sistema de signos y la lengua
como órgano del habla; la una deslizándose sobre
y bajo la otra).
En esta dirección, deseo es, o puede ser entendido
como, el nombre de un vacío y de una imposibilidad:
la de llenar —volviendo al deseo de llenar algo como
efecto del hablar— ese vacío con una cosa (sublimada en la Cosa, das Ding), es decir, de obtener la
estabilidad definitiva resultante del acoplamiento del
deseo y del objeto deseado, cuya coincidencia devendría el momento final del movimiento deseante (el
telos del referente, como veremos). El sentido está
hecho y penetrado de deseo; por lo tanto, es algo
esencialmente abierto cuyo objeto resulta inhallable o, en todo caso, siempre en desplazamiento
respecto de los significantes que lo provocan (en
todas las acepciones de la provocación) y de las
intenciones que, imaginariamente, situamos en un
antes de la locución (un enunciado) y en el origen
de sus sentidos, al tiempo que contiene un “objeto
imposible” (lo inhallable) que le impide hacer Uno
con el referente, que es la coincidencia final entre el
lenguaje y la realidad.
El deseo persigue un objeto imposible, jamás
identificable con un objeto concreto parcial, su
encarnación fragmentaria: el objeto a (cfr. Le Gaufey,
2013). Fuera del orden imaginario, el objeto imposible mueve al deseo en su búsqueda, poniendo a
funcionar la máquina imaginaria del discurso, cuya
lógica requiere de la postulación del referente como
una entidad extradiscursiva hacia y hasta la cual se
mueven las palabras, portadoras de(l) sentido: el
referente como el punto de dirección y de anclaje
del sentido, como el punto de la constitución de la
evidencia de lo significado.
En esta dirección, debemos tener presente que
El deseo no revela, expresa ni tematiza la estructura reflexiva de la conciencia, sino que es, en cambio, el momento preciso de la opacidad de la conciencia, aquello que la conciencia trata de ocultar en su reflexividad. De hecho, el deseo es el momento de anhelo que padece la conciencia, que sólo se “revela” a través de los desplazamientos, las rupturas y las fisuras de la conciencia misma. (Butler, 2012, pp. 263-264)
A fin de comprender el alcance de lo recién planteado para el análisis del discurso, veamos algunos elementos centrales de las palabras de Butler, que conciernen particularmente a la teoría del discurso presupuesta, en la que el hablante no es amo y señor de lo que dice y en la que la enunciación resulta excesiva con relación al enunciado. Así pues, por un lado, es preciso señalar el hecho de que al deseo no le cabe ninguna función de revelación o descubrimiento, como si a través de él pudiéramos acceder a cierto núcleo esencial oculto del sujeto, allí donde encontraríamos, con toda certeza, el ser del parlêtre, y a la sustancia igualmente esencial del referente, momento definitivo de la significación, que se detiene en la luminosidad del objeto del mundo que la atestigua y la legitima. Despejar esta posible consideración sobre el deseo resulta capital, puesto que, de entrada, queda situado en un lugar de inconmensurabilidad real, es decir, al margen de cualquier aprehensión que los hablantes pudieran hacer con las palabras. Como plantea Rosset: “un objeto sólo se vuelve deseable en tanto que escapa a la zona de atracción de la realidad” (2007, p. 54). Y enseguida añade:
Lo deseado será así siempre remitido, de prójimo en prójimo, a la serie de sujetos susceptibles de erguirse como garantes de ello, al deseo supuesto de una primera persona, luego de una segunda, luego de una tercera; pero jamás se detendrá en un objeto. (2007, p. 58)
Así, la relación del sujeto con el objeto —imaginaria, fantasmática— es, en rigor, una no relación, en tanto en cuanto el sujeto nunca puede tomar contacto con el objeto deseado, que siempre está sujeto a la lógica de las constantes remisiones (una lógica sintagmática, metonímica), lo que muestra cómo el movimiento deseante es esencialmente intersubjetivo, por lo cual solo puede tener lugar por y en el lenguaje y por y en la presencia del otro, de su mirada, “lugar” del reconocimiento recíproco de los deseos (deseamos algo que también puede ser objeto del deseo de otro). Y aquí aparece uno de los puntos más importantes de una teoría de la enunciación articulada con una teoría del deseo:
Para un sujeto que es sujeto al ser hablante, o sea al estar capturado por el lenguaje, son puntos esenciales de la cuestión que se manifiestan, remitiendo a su modo singular de estar capturado por el lenguaje, que es particularmente un modo singular de “situarse en” o de “arreglarse con” sus no coincidencias y lo que inscriben en el corazón del sujeto y del sentido como división y amenaza de desligazón… (Authier-Revuz, 2019, p. 63)
En las palabras de Authier-Revuz, hay varios puntos que debemos subrayar, porque en ellos se juega la concepción del deseo que una lingüística de la enunciación, siguiendo el camino abierto por la lingüística benvenistiana y la lingüistería lacaniana, debe incorporar, atendiendo al hecho de que
La fantasía es el intento de medir tal distancia a la falta (la que proviene del Otro en la demanda de un significante de la plenitud que le lanza el sujeto). Mientras que la esencia del deseo, para nosotros, es la organización en su huida metonímica del ser que el lenguaje llama. (Lacan, 1979, p. 138)
Así pues, la división y la amenaza de desligazón
muestran —dramatizan, incluso— la primera
función del significante, que no tiene que ver con
el transporte de un mensaje, de un significado, a un
receptor (la función comunicativa): la función de
lazo, que implica la constitución del sujeto en y por
la demanda de sentido, demanda de unicidad del
Otro que (un significante representa al sujeto para
otro significante), sin embargo, no puede satisfacerla
ofreciendo un significante de la plenitud, capaz
de detener el perpetuo movimiento metonímico
de los significantes, esto es, los desplazamientos
y las remisiones que van de un significante a otro,
dejando —creando— siempre en el camino el lugar
de una falta, locus en que se sitúa el deseo, causa de
la fantasía imaginaria que busca cubrir lo real de la
falta, del vacío sobre el cual se estructura el lenguaje.
De este modo, como lo hace notar Milner (1998), los desplazamientos de los significantes acarrean como principal efecto el hecho de que la lengua no pueda ser nunca idéntica a sí misma en la dimensión real de su constitución, lo que le hace lugar al equívoco o lo que sucede como efecto de este. Cualquier locución, explica Milner, está sujeta a estos desplazamientos, que pueden ocurrir en cualquier estrato de la lengua: fonético, léxico, sintáctico, e incluso en el juego de una superposición de estratos, situación que provoca una desestratificación permanente de la propia lengua, introduciendo en ella una dimensión de inestabilidad irreductible a cualquier descripción y explicación lingüísticas (siempre, más acá o más allá, imaginarias).
Pues bien, se ve que una locución, en la que incide el equívoco, es a la vez ella misma y otra. Su unicidad se refracta según series que escapan a todo balance, puesto que cada una, apenas nombrada —significación, sonoridad, escritura, etimología, sintaxis, calambur…—, se refracta a su vez indefinidamente: no como un árbol, cálculo del múltiplo de todas ellas, sino como un cristal del álef en tanto que metáfora de la que se sirve Borges para imaginar el lugar no idéntico en el que se sitúa todo ser hablante como tal. (Milner, 1998, p. 16)
Naturalmente, el fenómeno de la ambigüedad de
una locución, como figura del equívoco por excelencia, es inherente a la presencia y al funcionamiento
del deseo en el seno de la enunciación y no se agota
en las diversas formas que puede adoptar según las
formulaciones más conocidas, de donde se sigue
que ningún tipo de ambigüedad (fonética, léxica,
sintáctica o pragmática) puede dar cuenta de esta
otra ambigüedad, hecha esencialmente del silencio
(lo no dicho y el no decir) del que está constituido el
sentido (cfr. Puccinelli Orlandi, 1992). Así pues, la
ambigüedad se define como un fenómeno “ligado a
la puesta en discurso de un enunciado. Este fenómeno
se produce cuando una misma frase presenta varios
sentidos y es pasible entonces de ser interpretada de
diversas maneras” (Charaudeau, 2002, p. 22). Los
ejemplos propuestos por Charaudeau ilustran de
forma estereotipada este fenómeno: 1) la ambigüedad
léxica, relativa a la polisemia, en casos como Tengo
una cocina nueva, donde el ítem cocina puede referir
a un electrodoméstico o a una parte de la casa; 2) la
ambigüedad sintáctica, también llamada estructural,
como La interpretación de la teoría, donde no se sabe
si la teoría es el objeto de la interpretación o si es la
que la efectúa, y 3) la ambigüedad discursiva del tipo
de Tengo treinta años, de donde no se puede inferir
(sobrentender, diría Ducrot) con claridad si la edad
debe interpretarse como algo positivo o negativo,
puesto que, si se trata de un deportista, se puede
pensar que está entrando en el declive de su carrera,
por lo que debe empezar a considerar su retiro (interpretación negativa) —aunque, ciertamente, al mismo
tiempo puede aludir a la madurez adquirida con la
experiencia (interpretación positiva)— o, si se trata
de un artista, se piensa que los treinta años implican
que todavía tiene una carrera entera por delante.
Ahora bien, la ambigüedad a la que me refiero
no tiene que ver con estas figuras específicas de la
ambigüedad como expresión del equívoco, sino con
aquella en la que, por ejemplo, hablan o pueden
hablar la angustia, el miedo, el pasado o sus fragmentos irresueltos, etc. Un ejemplo al respecto: en
una clase sobre análisis del discurso, un estudiante
me preguntó, luego de una extensa discusión
sobre la relación entre el lenguaje y la realidad,
qué hay del otro lado del discurso (¿el mundo
en su esplendor intocado por la palabra?, ¿más
discurso?, ¿un ruido insoportable?, ¿un silencio
glacial?). Su pregunta, que ya había sido formulada
más tímidamente en una oportunidad previa, me
permitió escuchar, esta vez, la voz de una angustia
que podía estar aquejándolo por aquello que era
el objeto de su interrogación. En este sentido, el
silencio que habitaba en su pregunta (el sentido
como significado, dirección y percepción-afectación)
resonaba con mayor potencia que el contenido
semántico y pragmático de su enunciado, contenido
que resultaba ciertamente desbordado.
Lo que resulta interesante de esta situación no
es que la voz de la angustia esté más o menos oculta
y pueda ser escuchada a partir de la repetición de
la pregunta en cuestión o de alguna otra técnica
elaborada a tales efectos, o incluso de la intuición del
oyente, sino el hecho de que la respuesta a mi observación sobre su pregunta no puede ser respondida
de forma categórica, taxativa. El eco ruidoso de la
voz de la angustia y del deseo en el que el hablante se
constituye como tal, pero que ignora en la alienación
imaginaria de la interpelación ideológica provocada
por el lenguaje, está ahí como un elemento disruptivo de la mera gramática, de la mera semántica y de
la mera pragmática de la pregunta, de su acto comunicativo, esto es, de la relación entre la enunciación
y la forma y el contenido del enunciado.
En el libro En caso de amor. Psicopatología de
la vida amorosa (2018), Anne Dufourmantelle,
con un estilo inquisitivo, por momentos compungido, comenta el caso de una paciente que, al
llegar a la consulta, le lanza a la analista (la propia
Dufourmantelle), sin mediar conversación alguna:
“Yo querría que usted me sacara de encima el amor”.11
1
Cabe señalar que en la versión francesa, según anota la traductora,
la paciente usó el verbo debarassiez, equivalente a desembarazarse. La opción quitarse de encima, en palabras de la traductora, se
justifica por el hecho de que “se ve más la imagen y la imposibilidad
de hacerlo uno mismo” (Dufourmantelle, 2018, p. 21). Más allá de
la adecuación o la conveniencia de la traducción discutida, el
punto que estoy planteando es el mismo: ya sea desembarazarse
o quitarse de encima, lo que está en un primer plano es la función
poética del lenguaje para decir la angustia que aqueja a la paciente.
Aquí, la función poética del lenguaje (Jakobson,
1963) resulta central para la interpretación del
enunciado; incluso, parece que la formulación
angustiante de la hablante solo pudiera decirse así:
me sacara de encima, extraer, quitar, etc., y el amor,
en singular, definido, como un lamento infantil,
como algo que pesa y oprime por su propia singularidad. La función poética es constitutiva de la
tragedia puesta en escena, no una forma de decir
decorativa, ornamental, que, en última instancia,
podría entenderse en la dirección contraria al dolor
manifestado (hablar poéticamente sería una frivolidad ante el sufrimiento expuesto). No alcanza, pues,
con una gramática, una pragmática ni una semántica corrientes; ni siquiera con una gramática, una
pragmática y una semántica como las desarrolladas
actualmente. La cuestión de la relación entre el deseo
y el decir tiene que ser abordada desde un punto de
vista radicalmente distinto, que sitúe en el centro del
problema la noción de equívoco y sus consecuencias
sobre la relación entre las palabras y los referentes,
atendiendo a la violencia que ejerce el significante,
una violencia que afecta tanto al hablante como al
lazo mismo entablado con el otro (la violencia del
significante es, al mismo tiempo, una reserva de
sentido y un síntoma penetrado de goce, es decir,
un sinthome (cfr. Lacan, 2006; Žižek, 2009).
La analizante no puede lidiar con el amor, de modo que acude al psicoanálisis para encontrar en él (en la analista, en la transferencia, en el Otro) la estrategia, la técnica o la forma para “sacárselo de encima”, para quitarse el peso que carga en su vida, todo el tiempo. La carga está hecha cosa, sustancia, gravedad, aunque aparece invisiblemente “depositada” sobre el cuerpo de la mujer. La relación amorosa se dibuja, entonces, como carne y espíritu, como carga y deseo de desembarazarse, por la acción ajena, de los males que aquella produce.
6 Deseo y silencio
En el contexto de lo antedicho, una serie de preguntas queda habilitada: ¿quién habla en la solicitud de
la mujer que padece?, ¿cómo se constituye el sujeto,
en cuanto sujeto amoroso, en la demanda lanzada a
la analista?, ¿qué oímos en sus palabras? La apelación a la noción de lalengua puede aproximarnos, si
no a una respuesta, sí al camino por el cual podemos
desarrollar la reflexión. En este sentido, “Lalangue
es el campo de batalla donde se libra el combate
contra el saber. Entendemos aquí lalangue como la
actualización de una lengua en tanto que es sin Otro,
sin comunicación, como forma de goce” (Vicens,
2018, p. 30).
En los dos ejemplos comentados volvemos a
encontrar lo que Milner llama desestratificación de
la lengua —fenómeno atribuido al equívoco—, es
decir, que los diferentes estratos o niveles en que se
organiza la lengua se superponen o se contaminan
unos a otros, provocando la situación de ambigüedad. Pero el asunto que quiero plantear, siguiendo
al propio Milner, es más hondo y, si se quiere, en
cierto modo, menos lingüístico: ¿qué verdad se
pone en escena, desde la oscuridad y el silencio del
lenguaje, en el enunciado, vale decir, en la locución
y su elocuencia? Así, “la lengua es, en tal caso (el de
su afectación por parte del deseo), lo que practica el
inconsciente, prestándose a todos los juegos imaginables para que la verdad, en el movimiento de las
palabras, hable” (Milner, 1998, pp. 18-19).
Este es el punto decisivo y más interesante
del funcionamiento del lenguaje (más allá o más
acá de la competencia del hablante-oyente ideal,
de la maquinaria gramatical abstracta, del sofisticado juego de las representaciones arbóreas y
de los modelos teóricos formales dominantes, o de
los estudios de pragmática o de las interfaces
semántica-sintaxis, pragmática-sintaxis o semánticapragmática22
2
El problema de estos enfoques, digamos, es que, para funcionar,
desarrollarse y prosperar, tienen que “no retener, en general, del
ser hablante sino lo que le convierte en soporte de lo calculable,
considerarlo como un punto sin división ni extensión, sin pasado
ni futuro, sin conciencia ni inconsciente, sin cuerpo —y sin otro
deseo que el de enunciar. Es el ángel que, desde siempre, llena de
imágenes lo que le acontece a un sujeto cuando sólo se retiene de
él la dimensión de la enunciación pura” (Milner, 1998, p. 9).). Esta verdad, cuyo lugar en la estructura del lenguaje no es posible ubicar con precisión
(si acaso fuera posible ubicarlo), socava permanentemente la articulación entre la lengua y el discurso
o entre el nivel semiótico y el nivel semántico de
la comunicación, para emplear una distinción ya
clásica, perteneciente a Benveniste. “Yo, la verdad,
hablo”, decía Lacan (2009), extraña formulación que
conjuga la primera persona (yo, je) con una tercera
(la verdad, la vérité) en una expresión en la que la
verdad aparece como una aposición explicativa del
yo, que es la verdad como hablante. Así, la verdad
habla y es verdad porque (se) habla; esto es, la verdad
está en la intransitividad del hablar (no hablar algo o
de algo, ni siquiera hablar a alguien), hecho que pone
sobre la mesa la cuestión de lo que está del otro lado
de la actividad locutoria, eso que parecería emerger
en la enunciación antes que en el enunciado, eso
de lo que proviene la verdad o que ex-iste como la
marca éxtima de la intimidad del propio parlêtre.
Así lo explicaba Lacan:
Quiere decir sencillamente todo lo que hay que decir de la verdad, de la única, a saber, que no hay metalenguaje (afirmación para situar a todo el lógico-positivismo), que ningún lenguaje podría decir lo verdadero sobre lo verdadero, puesto que la verdad se funda por el hecho de que habla, y puesto que no tiene otro medio para hacerlo. (Lacan, 2009, p. 824)
La enunciación en cuanto tal, en su dimensión
real (como acontecimiento que ocurre), es la primera forma de la verdad, que se superpone con el
hablante en cuanto sujeto que toma la lengua a su
cargo y la ejecuta como discurso. En este punto, el
sujeto parlante y la verdad parecen coextensivos,
pero, al mismo tiempo, la verdad parece estar antes
que el acto de apropiación de la lengua por parte del
sujeto que habla, considerando el hecho nada menor
de que la enunciación de la frase “Yo, la verdad,
hablo” la realiza un sujeto, quien, en apariencia,
funciona como el portavoz de la verdad.
Desde este punto de vista, la lengua se presenta
como el lugar en el que el equívoco generalizado
provoca todo tipo de fallas, siempre, decía Milner,
desestratificadoras de la lengua: “en la lengua,
concebida como irrepresentable por el cálculo —es
decir, como cristal—, esas fallas son los lugares de
reposo en los que el deseo riela y el gozo forma poso”
(Milner, 1998, p. 10).
Así pues, el punto sobre el que debemos llamar
la atención aquí concierne a la presencia del deseo
en los intersticios a través de los cuales se cuela
“enjaezado” al equívoco, o mejor, los intersticios
que el propio equívoco produce como oquedades
en la lengua y en el discurso, allí donde prolifera el
deseo como negatividad que daña la reflexividad de
las intenciones comunicativas en cuanto lugar de
origen de un sentido que se presenta ante el hablante
como transparente, poniéndose a su disposición. En
efecto, el equívoco desestabiliza lo que los estratos
de la lengua colocan en sus respectivos lugares,
vaciando, así, la dimensión del significado, lo que
equivale, como expresaba Henry (2019), a dejar
desnudo al significante.
Esta dimensión del asunto abordado presupone que el discurso, antes que desplegarse con el objetivo de comunicar algo (la función comunicativa del lenguaje como primera dimensión), produce efectos de lazo (él mismo es el “lugar” en el que ocurre el lazo y en el que los sujetos enlazados pueden enlazarse).
Lacan, al contrario de Saussure, minimiza todo lo que puede el lazo significante/significado, al punto de reducir a veces el significado a la monotonía de una napa de “significancia” que únicamente sería singularizada por el corte, único y discreto en su materialidad, de cada significante. Porque le importa ante todo la otra cara del significante, aquella que se abre al lazo hacia el otro significante, que genera esa aptitud para crear ese tan propicio “entre dos” significantes del que hace, a partir de 1959, el albergue del sujeto. (Le Gaufey, 2010, p. 128)
Detengámonos en la cita de Le Gaufey, dado que
concierne a la relación entre el deseo y el significante.
En primer lugar, debemos señalar la “ruptura” de
la lógica de funcionamiento del signo lingüístico
tal como aparece en el Curso de lingüística general.
Ciertamente, ese equilibrio entre el significante y el
significado queda abierto por la primacía del primero
y el retraso del segundo, que no es únicamente un
retraso temporal, cronológico y, llegado el caso, no
es un retraso temporal, puesto que el oyente, en el
ejercicio de su acto interpretativo, suele adelantarse
a lo que va diciendo el hablante, lo que da como
resultado hipótesis de sentido que esperan su confirmación (total o parcial) o su reformulación. Esta
apertura conlleva una serie de consecuencias analíticas significativas generales, pero, en el contexto de
lo planteado en este apartado, me interesa subrayar el
hecho especialmente crucial de que el delay entre las
dos caras del signo pone en escena lo real de lalengua
y la actuación del deseo, al tiempo que el silencio se
hace espacio en la constitución del sentido.
Acá se reconoce un punto sensible de la teoría del discurso desarrollada, relacionado con el modo en que se integra el silencio en la estructura de la significación como algo inmanente a ella, es decir, no como la ausencia de palabras o como complemento de ellas, por ejemplo, callando, sino como lo no dicho coextensivo al decir y lo dicho (cfr. Puccinelli Orlandi, 1992). Asimismo, debemos señalar que la presencia del silencio en la significación implica también, para nosotros, la consideración del sujeto que habla con relación a dicha presencia. A este respecto, señala Puccinelli Orlandi:
Assim, em face do discurso, o sujeito estabelece necessariamente um laço com o silêncio; mesmo que esta relação não se estabeleça em um nível totalmente consciente. Para falar, o sujeito tem necessidade de silêncio, um silêncio que é fundamento necessário ao sentido e que ele reinstaura falando. (1992, p. 71)
Si, como quiero plantear aquí siguiendo a la
lingüista brasileña, las palabras están sostenidas
por, rodeadas y hechas de silencio, hay que poner
de relieve que el hablante resulta desbordado por
el silencio y por el juego que este determina en el
funcionamiento de las palabras en el discurso desplegado: el sujeto está indisociablemente ligado al
silencio, en tanto en cuanto la lógica de lo no dicho
(como lógica del no decir) es algo a lo que el sujeto
no puede “escapar”; por ende, como ser hablante,
el sujeto se constituye precisamente en el lazo con
esa lógica (real), a partir de la cual la demanda de
sentido lanzada por el hablante al orden simbólico
procura nombrar la ausencia que estructura el lenguaje, sin llegar nunca a dar con ella, en la medida
en que dicha ausencia está en perpetuo desplazamiento, provocado por el intento de nombrarla. A
la vez, la ausencia en cuestión (el vacío del silencio,
lo real que no cesa de no inscribirse) produce los
movimientos de los signos en el interior del orden
simbólico mismo.
En este marco, analicemos los siguientes ejemplos, a fin de ilustrar el no lugar que define al silencio en el interior del lenguaje.
- 1.
Había adquirido un verdadero virtuosismo, si se puede usar esa palabra en este caso, y pasó un tiempo largo antes de que lo arrestaran. (Oral, sobre carterismo, en Authier-Revuz, 2019, p. 113).
- 2.
Cada tantos años iba a Inglaterra: a visitar (juzgo por unas fotografías que nos mostró) un reloj de sol y unos robles. Mi padre había estrechado con él (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesas que empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo. (Borges, 1996, p. 433)
En el comentario oral que Authier-Revuz registra
en el seno del bullicio de la vida misma, el hablante
utiliza un bucle reflexivo que llama la atención
sobre la palabra virtuosismo, cuyo significado
queda suspendido, entre paréntesis, en términos
de su adecuación a aquello que se quiere nombrar
y, mediante el sustantivo en cuestión, describir. Así
pues, una no coincidencia fundamental es mostrada en la superficie misma del discurso: la que
impide que las palabras y las cosas hagan Uno. En
consecuencia, el hablante abre un espacio para lo no
dicho como una aparición del silencio en la voz que
despliega el discurso. Este silencio emerge a título
de una falta, que pretende ser conjurada por la glosa
metalingüística, pero que esta misma pone de relieve
en su ocurrencia como “sutura aparente”. La no
coincidencia mostrada, que da cuenta del desajuste
entre la lengua y la realidad, hace oír el silencio de
la nominación, es decir, el funcionamiento errático
de la referencia, un silencio que no tiene lugar sino
como distancia en y respecto de lo que sí tiene lugar:
la palabra virtuosismo y la glosa que la cuestiona.
En el ejemplo de Borges, el fenómeno ilustrado es el mismo, con la peculiaridad de que el pasaje entre paréntesis dice explícitamente, además, el exceso de palabras que aparece para conjurar la falta. El desajuste o la no coincidencia entre el orden del lenguaje (discreto y finito) y el orden de la realidad (no discreto e infinito) se levantan como lo real que no puede ser representado o reducido a la representación de la lengua. Entonces, la denotación del verbo estrechar es puesta en cuestión por el efecto de la aclaración entre paréntesis, que viene a querer llenar, al nombrarla, la falta que exhibe la no coincidencia entre palabras y cosas. La puesta en suspenso del verbo abre la interpretación a múltiples sentidos no necesariamente previsibles ni ya ocurridos. Así pues, un exceso de palabras (“el verbo es excesivo”) como un decir de la falta a partir de una falta del decir aparece como una “sutura aparente” en la superficie del discurso.
Subrayada con un mismo movimiento la falla experimentada en el decir y el gesto de su sutura, de ser “retomada” por el enunciador, toda forma de desdoblamiento local del decir por el autocomentario aparece, contradictoriamente, como una “costura aparente” en el tejido del decir; pero, por las formas que nos ocupan aquí, inscritas en las diferencias entre las palabras y las cosas, la paradoja es que, específicamente, a una falta de palabra responde un exceso de palabras que el bucle viene a injertar en un punto del curso del decir para nombrar la falta, abriendo el decir con lo dicho, sobre aquello que no dice, y haciendo resonar, en otras palabras más, esa parte de silencio que se experimenta en las palabras. (Authier-Revuz, 2019, p. 104)
El punto mismo en que el discurso se detiene
para marcar una reflexividad que pone en entredicho o en suspenso la soberanía del decir y su justeza
referencial nos muestra el surco o la herida por la
cual se introduce lo real del silencio (de lo que no
se puede decir, de lo que se resiste a las palabras,
de lo que no habla sino bajo la forma de un bucle
reflexivo que pretende “suturar” la falta de palabras
para nombrar lo deseado, eternamente desplazado,
corrido de lugar).
De este modo, una palabra es dicha y, con ella, otra palabra es no dicha. Esta dinámica, la dinámica inherente al hablar, produce un espacio de silencio creador de sentido. La palabra seleccionada carga con el espacio de silencio que aparece por el efecto de la selección y la palabra rechazada, aplazada, puesta a un lado, que constituye el allende y el interior con el que, en tensión, se relaciona la palabra pronunciada. No estamos hablando del silencio como algo opuesto a la pronunciación de la palabra dicha, esto es, del silencio como la ausencia de sonido de la palabra, aunque, ciertamente, la materialidad fónica de los signos sea constitutiva de su sentido y, por ende, haya que incorporarla al análisis tanto como los espacios o intervalos de silencio que hay entre las palabras proferidas, intervalo capaz de evocar, por el silencio que está ocurriendo, otras tantas palabras no dichas. Estamos hablando del silencio como condición de posibilidad del sentido y, fundamentalmente, como la materia misma de la que está hecho el equívoco, por ejemplo, en dos de sus figuras más sobresalientes: la ambigüedad y la polisemia.
Si isto explica a polissemia no que o silêncio produz como resíduo —como o “a-mais”— na sua relação com a linguagem verbal, por outro lado, pode-se imaginar o que se produziria se, ao contrário, o silêncio não existisse: “as línguas teriam soçobrado na plenitude dos sentidos”. (Puccinelli Orlandi, 1992, p. 73)
Las palabras de Puccinelli Orlandi son claras:
el silencio es el “responsable” de romper con la
plenitud imaginaria de la relación entre las palabras
y las cosas, haciendo que una palabra porte diversos
significados (polisemia), incluso contradictorios,
o que no sepamos cómo debemos interpretar una
palabra o una expresión (ambigüedad). La conclusión de este fenómeno es notable: para la autora, si
no existiera el silencio, la lengua se extenuaría en la
usura de las palabras, se volvería pura convención.
Asimismo, lo dicho, en su relación dialéctica con
lo no dicho y, también, con lo ya dicho (otra figura
del silencio en cuanto decir ya ocurrido y, llegado el
caso, silenciado, censurado, que solo puede volver
como evocación o rememoración), instauran un
espacio de silencio en el interior del cual lo no
dicho habla, socavando incluso la razón de ser de
lo dicho. De este modo, la dialéctica en cuestión
está sujeta a la historia de las prácticas discursivas,
de lo que se sigue, o puede seguirse, que el silencio
opera también como un orden del discurso (cfr.
Foucault, 2005), instaurando el conjunto de prohibiciones relativos al tabú del objeto, al ritual de las
circunstancias y al derecho legítimo de quien habla
a emplear la palabra que dice. El orden del discurso
aparece como el “límite invisible” de lo decible, lo
que introduce el problema político de lo no dicho
indecible (como imposible de imaginar para decir y
como lo que no puede ser dicho en virtud del conjunto de prohibiciones) e indeseado (socialmente).
De acuerdo con Puccinelli Orlandi, la contextualización histórica del silencio en términos de lo
dicho/lo no dicho concierne al problema del poder
decir como posibilidad de hablar (un hablante, por
defecto, rompe el silencio que precede al acto de
hablar, pero también rompe el silencio que se ha
tendido, por ejemplo, sobre ciertos temas y ciertas
formas de su tratamiento) y como un poder que se
usufructúa por ejercer la palabra, legitimada o no
por los hechos y por el derecho. En este sentido,
hay también un decir del poder que administra los
lugares de(l) silencio, provocando silenciamientos
que, llegado el caso, pueden constituir autosilenciamientos. Como explica Puccinelli Orlandi, la
política del silencio se define por el hecho de que,
al decir algo, apagamos necesariamente otros sentidos posibles, pero indeseables, en una situación
discursiva dada.
Desde este punto de vista, el lapsus (figura
extrema del equívoco, esto es, del magma bullente de
lalengua) es una especie de “voz del silencio” que se
ha hecho el lugar en el decurso del decir, penetrando
por las fisuras del silenciamiento que, por defecto,
supone seleccionar una palabra del conjunto de las
que ofrece la lengua. Así, el mecanismo de la lengua
se hace explícito: el lapsus procede por la relación
que un signo lingüístico determinado mantiene con
otros a través del significante y del significado o a
través del primero con efectos en el segundo por
el juego entre el término “usurpador” y el término
desplazado. De este modo, la reunión del signo
desplazado con el signo del lapsus que lo desplaza
produce un efecto de sentido inédito, cuya ocurrencia pone de manifiesto la desposesión del hablante
respecto de las palabras que ha querido emplear para
hablar. Así, en ocasiones, lo indeseado e indeseable
se vuelve presente, cargando consigo el silencio
del que proviene como un silencio constitutivo del
sentido de lo dicho.33
3
“… o silêncio não é mero complemento de linguagem. Ele tem significância própria. E quando dizemos fundador estamos afirmando
esse seu caráter necessário e próprio. Fundador não significa aqui
‘originário’, nem o lugar do sentido absoluto. Nem tampouco que
haveria, no silêncio, um sentido independente, auto-suficiente,
preexistente. Significa que o silêncio é garantia do movimento de
sentidos. Sempre se diz a partir do silêncio” (Puccinelli Orlandi,
1992, p. 23).
Este real de la lengua, que adopta un particular relieve en las heridas que exhibe el discurso, también es visible/audible en las rasgaduras de la heterogeneidad mostrada, aun cuando esta carezca de los típicos bucles reflexivos que la caracterizan. Así, nos encontramos con un ejemplo como el que sigue:
Como no se resuelven a prestarme la maquinita y pasan los días a su velocidad de costumbre, es necesario que me disponga a dibujar estos signos y usted a leerlos. ¿Qué decirle de su carta sobre mi islita, ínsula o islote? Sigo creyendo que es exagerada. Pero esto no disminuyó mi gran alegría por haberle gustado tanto. En realidad, y descontando la débil esperanza de que fuera estrenada, uno de los motivos más fuertes para darle forma golpeando las teclas, era ése: que usted la leyera y la encontrara bien. (Onetti, 2009, p. 35)
En el ejemplo, el pasaje en cursiva ilustra la
inadecuación entre la nominación y el objeto del
mundo nominado o referido, esto es, la no coincidencia entre las palabras y las cosas. Entre la lengua
y el mundo se ha levantado un muro infranqueable,
que, bajo la apariencia de un juego sinonímico,
oculta la imposibilidad de dar en el blanco con las
palabras. La conjunción que las coordina establece
la posibilidad de elegir entre las tres opciones, casi
a gusto del consumidor, pero siempre a condición
de que no se olvide el problema centralísimo que
están escenificando: no hay una palabra justa; cada
una suple, pero también complementa y parece
completar, el sentido de la otra. Una superposición
excluyente dibuja entonces el terreno en el que tiene
lugar la comunicación: no hay un “al pan, pan, y al
vino, vino”. Los efectos de sentido producidos no
se circunscriben a la paráfrasis sinonímica, tanto
menos cuanto que islita e islote son dos signos
de significado casi idéntico: tanto uno como otro
refieren a una pequeña porción de tierra, pero con
el añadido de que los sufijos correspondientes suelen
oponerse en la lengua: -ita se emplea como diminutivo (sillita, mesita), mientras que -ote se utiliza
como aumentativo (librote, roperote).
De nuevo: falta del decir (incluso como amonestación) y, al mismo tiempo, decir de la falta (Authier-Revuz, 2019). Esto es lo que está en juego en el ejemplo. Al respecto, señala Authier-Revuz:
De la no coincidencia fundamental entre los dos órdenes heterogéneos que superpone la nominación —aquel de lo general, finito y discreto de los signos, y aquel de lo singular, infinito y continuo de las “cosas”—, de aquello que se ha llamado “la falta de aprehensión de la letra sobre el objeto” (Leclaire [1971], 1982, p. 72), surge, en el principio mismo de la nominación, la dimensión de una pérdida, de una “falta en el nombrar”. Y es de esta falta en el nombrar —que, para el sujeto hablante, es singularmente falta en el nombrarse, falta al decir la verdad, que “no se dice toda porque ahí faltan las palabras” (Lacan [1974], 2012, p. 535)— que se constituye estructuralmente el sujeto, en diferencia irreductible consigo mismo, sujeto en cuanto es hablante y, por consiguiente, de lo que le falta. (2019, pp. 99-100)
Ser sujeto hablante (parlêtre) implica tratar (con) esta falta constitutiva, asumir la “forma-sujeto” no por la existencia de una esencia de la que pudiéramos dar cuenta o a la que pudiéramos acceder, ni por una interioridad psicológica provista de intenciones, motivaciones y cognición, que funcionaría como nuestro punto de partida y de anclaje (por ejemplo, en una narración o una descripción que, finalmente, llegaran a su fin o en un significante que el Otro le proveyera al sujeto para efectuar su cierre y adoptar la totalidad, más allá de la experiencia imaginaria), sino por la imposibilidad de un cierre identitario, sustancial, cuya clave está en la relación entre el sujeto y el Otro, relación que debe entenderse como una distancia o un vacío que no pueden llenarse con ninguna sustancia ni ningún significante.
No hay la más mínima realidad prediscursiva, por la buena razón de que lo que se forma, en colectividad, lo que he denominado los hombres, las mujeres, los niños, nada quiere decir como realidad prediscursiva. Los hombres, las mujeres y los niños no son más que significantes. (Lacan, 1991, p. 44)
7 Silencio y sistema
De acuerdo con lo dicho hasta aquí, ¿cómo podemos articular la conocida expresión de Lacan “No hay metalenguaje” con la noción de silencio referida? Esto es, ¿cómo podemos pensar la relación entre el silencio y la necesidad de que el sistema de la lengua solo pueda ser planteado a partir de un límite que lo separa de su exterior, un afuera del sistema? Que no haya metalenguaje
Significa que todo lenguaje es en cierto modo un objeto-lenguaje: no hay lenguaje sin objeto. Aun cuando el lenguaje está aparentemente atrapado en una trama de movimiento autorreferencial, aun cuando está aparentemente hablando sólo sobre él, hay una “referencia” objetiva, no significante, a este movimiento. El marco lacaniano de ello es, por supuesto, el objet petit a. El movimiento autorreferencial del significante no es el de un círculo cerrado, sino el de un movimiento elíptico alrededor de cierto vacío. Y el objet petit a, como el objeto original perdido que en cierto modo coincide con su propia pérdida, es precisamente la encarnación de este vacío. (Žižek, 2009, pp. 207-208)
El planteo del filósofo esloveno resulta especialmente significativo para comprender lo que hemos estado desarrollando sobre la referencia y la ausencia de metalenguaje. Por una parte, que no haya metalenguaje quiere decir, como se observa regularmente, que no tenemos la posibilidad de salirnos del orden simbólico para observarlo en su pleno funcionamiento, es decir, para apreciar la totalidad de su mecánica, el juego al que da lugar, la verdad misma de su lógica. La distinción interior/ exterior al sistema lingüístico es una petición de principio para poder hablar de sistema, en la medida en que este siempre presupone una exterioridad no compuesta de signos, cuyo estatuto rara vez —salvo en algunas perspectivas teóricas— es considerado como constitutivo de la significación (cfr. Deleuze, 2005). Así pues, el propio límite entre el adentro y el afuera, imposible de localizar y de significar, es necesario para que haya un sistema y para que sea posible la producción de sentido: el límite del sistema funciona como el significante que nombra la falta que lo estructura (cfr. Laclau, 1996; Laclau, 2014).
Sabemos, a partir de Saussure, que la lengua (y por extensión todas las estructuras significativas) es un sistema de diferencias; que las identidades lingüísticas los —valores— son puramente relacionales; y que, en consecuencia, la totalidad de la lengua está implicada en cada acto individual de significación —si las diferencias no constituyeran un sistema, ningún acto de significación sería posible. El problema es, sin embargo, que si la posibilidad misma de la significación es el sistema, la posibilidad del sistema es equivalente a la posibilidad de sus límites. Podemos decir, con Hegel, que pensar los límites de algo implica pensar lo que está más allá de esos límites. Pero si de lo que estamos hablando es de los límites de un sistema significativo, resulta claro que esos límites no pueden ser ellos mismos significados, sino que tienen que mostrarse a sí mismos como interrupción o quiebra del proceso de significación. (Laclau, 1996, p. 71)
Por otra parte, que no haya metalenguaje implica, como anota sagazmente Žižek, que el lenguaje tiene la “necesidad de objeto”: si no existiera este objeto, que podemos llamar referente —aunque este pertenece a la lógica interna al lenguaje—, todo el lenguaje giraría permanentemente sobre sí mismo, llevando a un extremo radical el metalenguaje, lo que provocaría su colapso. Por lo tanto, es necesario que exista una “referencia objetiva”, que funcionaría como el punto muerto o neutro del movimiento del sentido. Según Žižek, este objeto está encarnado por el objet petit a lacaniano, elemento que, a título de parcialidad sublimada en una totalidad, procura sellar la falta que define a todo signo, superponiendo indisolublemente lo real y lo imaginario.
8 Consideraciones finales
La principal cuestión que quise plantear a lo largo
del texto es la relación entre el decir, el deseo y el
silencio, partiendo de la base de que los dos últimos
constituyen al primero y que, incluso, funcionan
como un inter-dicto de aquel, suspendiendo la
correspondencia representativa palabras-cosas. En
la articulación de lo dicho y lo no dicho, del decir
y el no decir, el deseo ocupa un lugar central, en la
medida en que mueve a la búsqueda de la plenitud
de la referencia, conforme a la demanda de sentido
(es decir, de representación) que todo hablante le
lanza al lenguaje. En esta demanda, el deseo como
desplazamiento perpetuo de la relación significa-
dos-referentes nos condena a la crisis crónica de la
denotación, según Virno (2013), en tanto en cuanto
proviene de y se tiende sobre lo real que la propia
referencia querría nombrar.
En el juego enunciativo, el sentido que se produce está constituido por el deseo que mueve la
representación y por el silencio inherente al decir,
que ya había sido puesto de relieve, aunque oblicuamente, por Saussure (2005), cuando examinaba el
mecanismo de la lengua en el contexto de su teoría
del valor. De este modo, ningún decir puede eludir
el juego diferencial que constituye el mecanismo de
la lengua, que traza el perímetro por fuera del cual
el exterior del sistema no puede ser dicho más que
como una petición de principio: si hay sistema (un
adentro), hay un dominio extrasistema (un afuera),
que produce efectos en las relaciones diferenciales y
opositivas entre los signos. El sistema, considerado
en sí mismo, se opone, pues, a su afuera y, por ello,
se vuelve significante.
Así, lo que el silencio muestra, ya sea en la lógica del mecanismo de la lengua como en la oposición adentro-afuera del sistema, es la existencia del límite excluyente e inaccesible del propio sistema, sin el cual no puede haber, finalmente, sistema ni referencia, esto es, operación que liga signos y cosas. Por lo tanto, el silencio es fundante del sistema y, a la vez, lo corroe por dentro, en “alianza” con el deseo, produciendo efectos de desestratificación de la lengua y, con ello, habilitando diferentes escuchas de lo dicho en su relación problemática con el decir.
Referencias
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