El tiempo en "El hombre muerto" -Estudio de fenomenología genética-
Time in "The Dead Man" -Study of Genetic Phenomenology-
Germán Vargas Guillén1
1Profesor titular, Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá, Colombia. Correo electrónico: gevargas@pedagogica.edu.co.
Artículo recibido el 31 de mayo de 2012 y aprobado el 19 de julio de 2012
Resumen
Estudio de fenomenología genética que examina la constitución de la subjetividad afirmativa cartesiana sobre suelo americano. La investigación se orienta a discutir algunas tesis de P. Virno -en su diálogo con Simondon- sobre la temporalidad en los procesos de individuación en los que se constituye la subjetividad. Para ello, se caracteriza la transformación de la experiencia y la conceptualización del tiempo del contexto fordista al posfordista, y se confronta la tesis fenomenológica sobre la temporalidad (I), como base para presentar el tiempo en El hombre muerto, de Horacio Quiroga. El análisis muestra la relación entre "civilización" y "barbarie", como lugar en el que se instala la emergencia del yo en América Latina. Se presenta el argumento sobre el tiempo en uno de los cuentos de Horacio Quiroga, El hombre muerto (II, 1). Se caracteriza la noción de tiempo en el paso de barbarie a civilización (II, 2).Se alude a la idolatría, desplegada en torno a los dispositivos civilizatorios (II, 3). Se indican algunas de las vías para el desmontaje de la idolatría civilizatoria (II, 4). Se discute el fenómeno de la constitución subjetiva en su cotejo con la individuación, como colofón del escrito (III).
Palabras clave Tiempo, fenomenología genética, constitución subjetiva, preindividuación, individuación, proceso de singularización, biopolítica, Horacio Quiroga.
Abstract
A study of genetic phenomenology which examines the constitution of affirmative cartesian subjectivity in its relation to Latin-American history. This research aims to discuss some of P. Virno's theses -in their dialogue with Simondon- concerning temporality in the processes of individuation in which subjectivity is constituted. To do this, the transformation of experience and the conceptualization of time, from the Fordist to the Postfordist context is characterized and is confronted with the phenomenological thesis of temporality (I), as a basis to present time in The death man by Horacio Quiroga. The analysis shows the relationship between "civilization" and "barbarism", as a place in which the self emergences, is established in Latin America. The argument about time occurs in one of the short stories by Horacio Quiroga, The dead man (II, 1). Quiroga caracterizes the notion of time in the transition from barbarism to civilization (II, 2), and alludes to idolatry, displayed around civilizing devices (II, 3). Various ways to dismantle civilizing idolatry are indicated (II, 4).The phenomenon of subjective constitution as compared with individuation is discussed as the close of the writing (III).
Key words Time, Genetic Phenomenology, Subjective Constitution, Pre-Individuation, Individuation, Process of Singularization, Biopolitics, Horacio Quiroga.
Presupuestos del estudio
He sostenido y sostengo que la principal función de la filosofía, en una sociedad como la colombiana, es la de desmontar el patriarcalismo (Vargas Guillén, 2011, p. 109 y ss.). El asunto es que, sin saberlo, este se agazapa y aparece con diverso rostro. También -como la subjetividad o el capitalismo-, el patriarcalismo es proteico (Husserl, 1980, p. 65), aparece bajo "lenguajes críticos" -muchas veces en las voces de profesores apostados y apoltronados en la seguridad de dos o tres conceptos-. Por el contrario, el desmontaje del patriarcalismo asume que no hay "lugar seguro" sobre la tierra en el cual "echar raíces" -en la "tierra" de la filosofía, en la de la ideología, en la de la política, en la de los partidos-, puesto que el pensamiento mismo es nómade, en éxodo, en exilio.
Esta investigación es un estudio de fenomenología genética. Lo que se pone en cuestión aquí es la génesis de la subjetividad afirmativa cartesiana sobre suelo americano. De ahí que se haya elegido un texto cimero de la literatura latinoamericana: El hombre muerto de Horacio Quiroga (1878-1937) (Quiroga, 1964, pp. 219-226), precisamente, un escrito enclavado en la confrontación civilización y barbarie.
El tono quizá polémico en que se expone no llega, en ningún caso, a una postura partidista y no porque el autor carezca de ella, sino más bien por la coincidencia con la tesis liberal debida a la confrontación Sklar-Rorty: los liberales, el pensamiento liberal, a saber, aquella postura que sostiene que las convicciones religiosas, la intimidad del voto en el cubículo del certamen electoral y las opciones sexuales, todo ello, es esfera de la intimidad, de la vida privada, a las cuales no debe acceder ni el Estado, ni la enseñanza, ni la opinión pública (Vargas Guillén, 2006, pp. 397-418). Y más allá de la tesis mentada, por la convicción de que la filosofía una y otra vez se transforma en política, solo que operada esta transformación ya no es filosofía y hay que reemprender la tarea; se precisa volver a iniciar la filosofía.
Como se notará, esta investigación se orienta a discutir algunas de las tesis de Negri, Hardt, Lazzarato y Virno (2003), en especial vistas en este último autor, como representante de ese movimiento que discute la biopolítica en el horizonte que interesa en este estudio.
Desde luego, para el fenomenólogo la cosa misma es la subjetividad, fuente prístina del sentido, y, en especial, del tiempo. Precisamente, tras haberse dicho en Europa Central que "el hombre ha muerto", en América Latina nos queda la tarea de ver dónde y cómo empieza ese proceso.
No es, pues, que se suscriba a priori una idea o un concepto de subjetividad o de temporalidad -según Husserl, estos son polos en correlación irrompible-. Antes bien, es que una y otra son estructuras a priori del mundo de la vida. Hemos tratado su correlación indisoluble, su correspondencia (Vargas Guillén y Reeder, 2010, pp. 53-85), pero ahora perseguimos dos objetivos:
En procura de estos objetivos se dan los siguientes pasos:
La consideración que se hace del tiempo en este estudio, exige un diálogo con el marxismo-psicoanálisis de la línea indicada (Negri, Hardt, Lazzarato, Agamben y, en especial, en la perspectiva de Paolo Virno).
La relación entre fenomenología y marxismo-psicoanálisis (Hoyos Vásquez, 1980, pp. 3-22) es del origen mismo de aquella. Más allá de este origen, de Francia es conocido tanto el diálogo de J.P. Sartre, desde la fenomenología, tanto con el marxismo como con el Partido Comunista. En esa dirección también se encuentra la obra de M. Merleau-Ponty, crítico a su vez del comunismo como totalitarismo y como terror. Ambos autores, a su turno, traban relación con el psicoanálisis.
En Italia destaca la investigación pionera de E. Paci, estricto fenomenólogo, que reconstruye la Función de las ciencias y el significado del hombre, con abierta mira de la posición marxista, en relación con el pensamiento de Gramsci.
La tarea emprendida en esta investigación es la de caracterizar lo que ofrece la lectura marxista-psicoanalítica de Virno, sobre los efectos de subjetividad -en el modo de individuación- y lo que implica su desarrollo en la investigación fenomenológica.
I
¿Qué es lo que ha cambiado en nuestras vivencias y nuestras concepciones del tiempo? Algunas de las vertientes de la filosofía del siglo XX se hicieron cargo de la reflexión sobre el tiempo y sobre la temporalidad. Aunque hay varias versiones de la fenomenología, en cuyo marco de referencia la temporalidad es "cosa misma" para la investigación, cabe enfatizar dos de las que quedan en cuestión en el debate contemporáneo: (1) La versión teórica y metodológica de la fenomenología sobre la temporalidad, debida a E. Husserl, da cuenta de que, simultáneamente, ella es subjetividad absoluta y, de retorno, la subjetividad absoluta es temporalidad -como lo indica tanto en el §36 de las Lecciones de la conciencia interna del tiempo (Husserl, 2002, p. 95) como el § 50 de Crisis (Husserl, 1991, p. 181)-. (2) Entre tanto, en la fenomenología de Heidegger es la temporalidad la que abre la comprensión de que el Dasein halla la radicalidad de su existencia en cuanto ser para la muerte -como lo indica en Ser y tiempo, en el §52 (Heidegger, 2002, p. 275)-. Sea, pues, que se llame "sujeto" o Dasein, sea que todo su despliegue ocurra en intersubjetividad o en relación (mitsein), sea que lo observe en el despertar del mundo fabril o que se lo vea en la campiña bucólica: la fenomenología queda atada a un quien que experimenta el tiempo; él es la fuente de la cual "brota".
Lo que ha cambiado es el hecho de que "[n]uestro tiempo se caracteriza por un modo de producción que moviliza en beneficio propio todas las prerrogativas fundamentales de la especie Homo sapiens: facultad de lenguaje, autorreflexión, afectos, tonalidades emotivas y gustos estéticos, carencia de instintos especializados, adaptación a lo imprevisto, familiaridad con lo posible" (Virno, 2003, p. 15). Más aún, antropológicamente, se trata de la reducción instrumental del Homo sapiens a Homo faber, porque se requiere que todas las potencias espirituales sean conducidas a formas de producción, insertas dentro de ellas. Lo que se pone en cuestión es, entonces, la estructura misma de la subjetividad. Poco a poco se absorbe -desde los sistemas de producción- o se elimina el "lugar" donde acontece la distentio animi. Esta ya no es más vivencia "de la temporalidad como 'destierro' (...) tribulación, exilio, vulnerabilidad, errancia, nostalgia, deseo inútil" (Ricoeur, 2004, p. 76), porque todas estas vivencias no tienen lugar en el circuito capitalista, que hace de todas las potencias anímicas dispositivo para la puesta en marcha de las formas de trabajo y de producción.
Se trata, entonces, en esta reducción, de que el tiempo solo sea duración, que se pueda medir, que sea objeto que se puede tasar; y, sin embargo, se despliega una paradoja, porque al introducir en la producción todas las potencias anímicas, "... la actividad laboral cada vez puede medirse menos basándose en unidades abstractas de tiempo, ya que incluye aspectos que hasta ayer mismo pertenecían a la esfera del conocimiento, del ethos, de la emotividad. Por otro lado, sin embargo, el tiempo de trabajo sigue siendo medida social vigente" (Virno, 2003, p. 17). En esta paradoja, si bien los procesos de incorporación de las potencias anímicas quieren reducirlas a medida -horas de trabajo, índices de creatividad, acción cooperativa, habilidades sociales- ahí mismo aparece un punto de fuga: hay un resto impredecible, no-cuantificable, que bien puede volverse contemplación estética en los modos de rebeldía, resistencia y subversión. Esta paradoja, desplegada una y otra vez, es la misma que se entroniza como contradicción y es la que mantiene en movimiento las transformaciones de la experiencia, tanto de tiempo como de subjetividad, hic et nunc.
Hay, entonces, que tomar nota de varias transformaciones: de la vida agrícola -prefordista- a la fabril -fordista- y, de esta, a la sociedad del general intellect -posfordista-. Cada una de ellas encarna su propia manera de desplegar la temporalidad. Virno cita La vita agra, de Luciano Biancardi, para mostrar que "[e]l campesino se mueve lentamente, porque su trabajo sigue las estaciones: él no puede sembrar en julio y cosechar en febrero. El obrero se mueve ágilmente, pero si está en la cadena de montaje, porque ahí le han contraído los tiempos de la producción, y si no camina a ese ritmo tiene problemas" (Virno, 2003, pp. 56-57). En el prefordismo y en el fordismo, tanto el campesino como el obrero, respectivamente, tuvieron y tienen un lugar seguro, una estabilidad. Las luchas por las reivindicaciones de unos y otros se encaminan a materializar esa estabilidad. Eso es lo que se ha perdido en el posfordismo: "... el cinismo está en conexión con la inestabilidad crónica de las formas de vida y los juegos lingüísticos actuales. Esta inestabilidad pone a la vista, tanto en el trabajo como en el tiempo libre, las reglas desnudas que estructuran artificialmente los ámbitos de acción" (Virno, 2003, p. 90). De hecho, tanto el saber del campesino como el del operario en la fábrica estaban limitados de manera tal que su aprendizaje podía ser regulado, bien fuera en escuelas de primeras letras o en escuelas técnicas. La transformación radical a la que lleva el posfordismo es a que se requiera aprender a aprender; no se trata de aprender un contenido -por amplio o extenso que fuera-, sino una habilidad o un conjunto de habilidades: búsqueda, documentación, resolución de problemas, uso de tecnologías, trabajo en grupo, competencia en diversas lenguas.
Ahí es cuando se difumina toda noción de la temporalidad como expresión de la experiencia subjetiva: no hay un quien que por elección se embarque en la aventura del pensamiento. Ahora cada quien tiene que entrar en el ámbito de la competencia cognitiva, para estar en posibilidad de insertarse tanto al trabajo como a los procesos productivos; estar dentro de estos no es una elección. El tiempo de preparación no cesa. Hasta la última hora de inserción en el mercado laboral y en la vida productiva exige estar en procesos de capacitación, de entrenamiento, de reciclaje.
De todas las habilidades cognitivas, la del habla es la que se ha intensificado tanto en sus funciones de uso como de intercambio. Se habla sin cesar y por doquier. Con la eliminación de la distentio animi también desaparece el silencio. Nadie se resiste a hablar. No hay paga si no se habla, si no se hace transacción de símbolos. Así, entonces, a diferencia de la crítica hecha por Heidegger a la habladuría, que parecía confinada al "tiempo libre" (Virno, 2003, p. 93), mantener en permanente funcionamiento el habla, los juegos de lenguaje, hace las de veces de "pivote de la producción contemporánea" (Virno, 2003, p. 94). Se habla a toda hora y con todos los instrumentos al alcance-los mensajes de texto, los celulares, las videoconferencias-, y en todas partes -no solo en la mesa familiar, también en el café, en la fiesta, en la sala de clases o de conferencias, en el puesto de trabajo-. Se habla en y entre todas las capas etarias; hablan las gentes de todas las edades: pagan por hablar, cobran por hablar. Se buscan y se encuentran, se venden y se compran planes para hablar ilimitadamente.
Todo el mundo cree estar más libre cuanto más pueda hablar. Este hablar desmedido trae la ilusión de estar cada vez comunicado, con mayor relación con los otros; despliega la suposición de que cada vez se comprende mejor la vida propia, la naturaleza, la política: todo. Este es el origen de la crisis del "paradigma referencialista. La crisis de este paradigma está en los mass media" (Virno, 2003, p. 94); así, entonces:
Las habladurías no sólo no constituyen una experiencia pobre y despreciable, sino que conciernen directamente al trabajo, a la producción social. Treinta años atrás, en muchas fábricas había carteles que intimaban: 'Silencio, se trabaja'. El que trabajaba, callaba. Se comenzaba a 'parlotear' solamente a la salida de la fábrica o de la oficina. La principal novedad del postfordismo consiste en haber introducido el lenguaje en el trabajo. Hoy, en ciertas oficinas, bien podrían aparecer colgados carteles especulares a aquellos de hace años, que dijeran: 'Aquí se trabaja: ¡Hablen!' (Virno, 2003, p. 95)
Dada la ilusión o la trampa de que a mayor cantidad de tiempo hablando mayor comprensión, se crean las condiciones de posibilidad para que el habla entre, de diversas maneras, en el mercado tanto de trabajo como de producción: seres parloteando es el ambiente requerido para el nihilismo (Dreyfus, 2001): se habla en vivo, en línea, en tiempo real, asincrónicamente. Aquí, devenido el habla en valor de cambio: se roba la subjetividad. Virno cita los Grundrisse (1857-1858) de Marx, para mostrar cómo el "robo del tiempo de trabajo" tiene ahora una "nueva base", a saber, "el sistema de máquinas automatizadas"; es en este contexto que "el tiempo de trabajo cesa y debe cesar de ser su medida, y por consiguiente, el valor de cambio debe cesar de ser la medida del valor de uso" (Virno, 2003, p. 104). Así, entonces, se puede observar cómo la pareja, el amigo, los contertulios, los estudiantes parlotean con otros, sincrónica o asincrónicamente, mientras comparten nuestro tiempo, nuestra mesa, nuestra clase. Y no solo "atienden" otras conversaciones de asueto, también "responden" cuestiones "serias": de trabajo, de negocios, de viajes, de agenda. El tiempo de la intimidad se reduce a nada, se "nihiliza". Desaparecida una temporalidad propia, se evanece la intimidad: solo quedan relaciones funcionales.
Lo que queda, entonces, es el triunfo de la razón instrumental, del positivismo. Se transmuta la subjetividad por series de máquinas parlantes, parloteantes, que quedan cada vez más insertas en estructuras de masas, de masas cada vez más amorfas. Reducida toda experiencia y toda expresión subjetiva a su hablar maquínico, "... la crisis del capitalismo no está ya imputada a las desproporciones internas de un modo de producción basado en el tiempo de trabajo distribuido individualmente (...). Pasan al primer plano, más bien, las contradicciones lacerantes entre un proceso productivo {ahora cooperativo o colectivo}, que hoy gira directamente sobre la ciencia {y la tecnología}, y una unidad de medida de la riqueza todavía coincidente con la cantidad de trabajo incorporada a la producción" (Virno, 2003, p. 105); esto es, se paga por el número de horas que se habla -y no solo para quienes atienden un call center-: se cobra la consulta, se cobra la hora de clase, se cobra por responder correos; se paga por ser escuchado, se paga por se atendido, se paga por escuchar.
Ahí es donde se despliega el valor de la ciencia y la tecnología: usos variados del general intellect que se traduce como intercambio de símbolos -cuya expresión paradigmática es el habla-. Es en este contexto en que se señala que: "Antes que foco de crisis, la desproporción entre el papel absoluto del saber y la importancia decreciente del tiempo de trabajo ha dado lugar a una nueva y estable forma de dominio" (Virno, 2003, p. 105). Y, ¿por qué se da la devaluación del tiempo de trabajo? En último término, porque no se paga por las horas laboradas -por la duración del esfuerzo-, sino por la resolución de los problemas; es decir, se abre el imperio de la competencia, aunque se la recubra con el ropaje humanitario de la cooperación.
El tiempo excedente, (...) riqueza potencial, se manifiesta como miseria: dependencia, desocupación estructural -provocada por las inversiones, no por su falta-, flexibilización ilimitada en el empleo de la fuerza de trabajo, proliferación de jerarquías, restablecimiento de arcaísmos disciplinarios para controlar a individuos ya no sometidos a los preceptos del sistema fabril. (Virno, 2003, pp. 106-107)
Poco a poco, entonces, desaparece, en rigor, el trabajo y se da lugar, exclusivamente, a la producción. Este cambio está signado por la desaparición de la frontera entre la vida privada y la vida pública, puesto que es en la intimidad del hogar, de la experiencia compartida con los amigos, donde se tiene que afinar, una y otra vez, el general intellect2; aquí es donde queda en evidencia que los sujetos son solo operarios del fenómeno en sí, abstracto y autónomo, que constituye el reino del saber: el de la ciencia, la tecnología, la técnica, la ética y la estética; en medio, desde luego, de relaciones no solo anónimas e impersonales, sino entretejidas, una y otra vez, por la habladuría, por el parloteo, por el cotilleo -tanto de las revistas del corazón como de la ciencia y la tecnología, de la política y la experiencia social, de la ética y la estética-:
La crisis de la sociedad del trabajo consiste antes que nada en el hecho de que la riqueza social está producida por la ciencia, por el general intellect, antes que por el trabajo distribuido por el individuo. (...) La ciencia, la información, el saber en general, la cooperación, se presentan como la base de la producción. Ellos, ya no más el tiempo de trabajo. Este tiempo continúa valiendo como parámetro del desarrollo y de la riqueza social. (...) El tiempo de trabajo constituye (...) un proceso contradictorio, teatro de furiosas antinomias y de desconcertantes paradojas. El tiempo de trabajo es la unidad de medida vigente, pero no es la verdadera. (Virno, 2003, p. 106)
Si la verdad del conocimiento, de la ciencia, se valida en la experiencia, entonces el trabajo ha perdido su verdad, el tiempo de trabajo se ha devaluado en razón de su sujeción a los procesos productivos. La llamada "riqueza social" está en todos los sujetos y en ninguno: entre pares no hay diferencia por hablar una lengua, ser competente en el manejo de un software, participar de determinadas comunidades de expertos, tener acceso a determinadas bases de datos, producir un tipo de solución "productiva" -sea ella científica o tecnológica; en el mundo de la academia o de la industria-. Más aún, para permanecer dentro de ciertas "comunidades de diálogo", se requiere mantener ciertos niveles de competencia que indique que sus pares no pierden el tiempo entre sí y al interactuar con uno. Por eso es que el trabajo ha penetrado los lugares más recónditos de la vida privada, de la intimidad. De ahí que se deba afirmar que "[h]oy, el tiempo social parece salido de sus goznes, pues ya no hay nada que distinga al tiempo de trabajo del resto de las actividades humanas. (...) Todo es distinto de los criterios que regulan el tiempo de no-trabajo. Ya no existe límite neto que separe el tiempo de trabajo del de no-trabajo. (...) En el posfordismo (...) la 'vida de la mente' está plenamente incluida en el tiempo-espacio de la producción, prevalece una homogeneidad esencial" (Virno, 2003, p. 108). Niños y adultos participan de la misma desmesura de saber, de competir, de rendir. Implícitamente, los juegos electrónicos tanto como los dispositivos digitales: son los regalos de cumpleaños, de navidad, de efemérides en la profesión. Lo que se regala al niño, al padre, al amigo es un dispositivo para que entre cada vez más actualizado a los regímenes de producción. El trabajo se va tomando los espacios más inusitados: de la intimidad, del ocio, de la interacción social.
El "no-trabajo" se torna subalterno de la producción porque está en función de esta; es tanto su fuente de sentido como su razón de ser. En este marco de referencia, "... la desocupación es trabajo no remunerado; el trabajo (...) es desocupación remunerada (...) nunca se deja de trabajar (...) se trabaja siempre de menos. Esta formulación paradójica y también contradictoria, atestigua, en su conjunto, la salida de bisagras del tiempo social" (Virno, 2003, p. 108). Así, los individuos son aupados para que todo el presunto tiempo libre del que creen disfrutar, esté de una u otra forma enlazado con la producción, ya no solo como reparación o restauración de fuerzas para la producción. Ahora también se carga sobre ese tiempo: el entrenamiento, la preparación, el diseño, la documentación, la prefiguración de todos los esquemas de intervención en los ámbitos del trabajo o, más exactamente, de la producción. Por tanto, "[l]a antigua distinción entre 'trabajo' y 'no-trabajo' se resuelve ahora entre vida retribuida y vida no retribuida. El confín entre una y otra es arbitrario, cambiante, sujeto a decisiones políticas" (Virno, 2003, p. 108), pero, en todo caso, los individuos tienen que asistir la producción desde y a costas de su intimidad3; solo que esta también se sacrifica "de buena gana" en aras de un bienestar que, virtualmente, cada vez que se acerca su consecución, se aleja por las demandas de nuevos estándares de calidad.
¿Cómo se da, entonces, la diferencia entre "tiempo de trabajo" y "tiempo de producción"? Esta es la cuestión que no se elaboró desde el punto de vista de las dos fenomenologías citadas, la de Husserl y la de Heidegger. Más allá de una teoría del, o sobre el sujeto; de una teoría del, o sobre el Dasein, se requiere ver el problema del tiempo en su enlace con la producción, con la economía, con la política. "En el postfordismo subsiste una separación entre 'tiempo de trabajo' y un siempre más amplio 'tiempo de producción"' (Virno, 2003, p. 109). La distinción de Marx lo que muestra es que el tiempo de siembra es tiempo de trabajo, mientras el de maduración del grano es tiempo de producción; este tiene que ver con la vigilancia de la máquina automática que corresponde al obrero: "{E}n el postfordismo el 'tiempo de la producción' comprende el tiempo de no-trabajo, la cooperación social que radica en él. Denomino (...) 'tiempo de producción' a la unidad indisoluble de vida retribuida y vida no retribuida, trabajo y no-trabajo, cooperación social emergida y cooperación social sumergida. El 'tiempo de trabajo' es solo un componente, y no necesariamente el más relevante, del 'tiempo de producción' así acordado" (Virno, 2003, p. 110). Aquí está el problema que queda en evidencia: la reducción del tiempo a producción es en sí el triunfo de la razón calculadora -la que instauró la modernidad, la que se convirtió en duración cuantificada-. Solo que ese tiempo ya no es suficiente. La producción coloniza todas las esferas de la subjetividad -con su complacencia- y destaca la ilusión de tener el tiempo como propio, mientras en realidad ha sido apropiado por las redes de producción y consumo.
Desde luego, esta reducción del tiempo a la esfera de la producción también trae consigo efectos sobre la manera de entender la plusvalía. Esta siempre fue debida a la enajenación que genera la acumulación, primero originaria y luego como concentración de capital. Si antes se tasaba un tiempo para ser inserto en el trabajo, con un remanente que desde siempre pertenecía al sujeto, ahora se ha llegado al sitio en el cual "(...) el plusvalor en la época postfordista está determinado sobre todo por el hiato entre un tiempo de producción no computado como tiempo de trabajo y el tiempo de trabajo propiamente dicho. (...) cuenta (...) la separación entre tiempo de producción -que incluye en sí al no-trabajo y su peculiar productividad- y tiempo de trabajo" (Virno, 2003, p. 110). Antes, pues, era una parte del tiempo subjetivo el que se enajenaba; ahora son todas las esferas de la experiencia las que quedan a expensas de la productividad capitalista.
II
Ahora nuestra atención se dirige a El hombre muerto, cuento de Horacio Quiroga. Se trata de establecer la génesis de la experiencia del tiempo moderno, subjetivo, autoafirmado, sobre suelo americano. Se presenta el argumento sobre el tiempo (Parte II, 1); se caracteriza la noción de tiempo en el paso de barbarie a civilización (Parte II, 2); se alude a la idolatría, desplegada en torno a los dispositivos civilizatorios (Parte II, 3); y se indican algunas de las vías para el desmontaje de la idolatría civilizatoria (Parte II, 4).
1
Como la vida, la muerte sobreviene sin que se altere el sentido del universo, el 'tiempo cósmico', la duración. Para el labriego que protagoniza el cuento de Horacio Quiroga -publicado originalmente en Buenos Aires, en el Periódico La Nación, el 27 de junio de 1920- todo acontece en diecisiete minutos. Tal vez de todos aquellos en los que consistió su existencia, es solo en ellos cuando se torna ser-para-la-muerte o, quizá mejor, cuando se-descubre-en-la-muerte: ek-sistiendo. Pero en su caso, no hay proyecto(s); más bien lo que queda es la posibilidad de hacer un balance: ¿de lo que fue? Tal vez no. Un balance de la "indiferencia de la naturaleza" (Quiroga, 1964, p. 225): se está muriendo, contempla claramente que está muerto y, sin embargo, "nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene que ver con el potrero, que formó el mismo con la azada, durante cinco meses consecutivos; ni con el bananal, obra de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos se muere" (Quiroga, 1964, p. 222). Todo lo que parecía tener un sentido se desvanece, se fuga. Solo queda el absurdo, lo absurdo. Tirado en la gramilla "(...) se resiste a (...) admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira"(Quiroga, 1964, p. 222). No llega, ni mucho menos, a la conclusión de que la vida es una pasión inútil. En cambio, la experimenta; se llena, en uno tras otro instante, de esa evidencia muda, anónima. Ni siquiera podrá contárselo a otros. Solo, en el retiro último del último suspiro, oye "las voces (...) próximas -¡Piapiá!-"(Quiroga, 1964, p. 224), en especial la de su hijo -"la voz de su chico menor"(Quiroga, 1964, p. 223)- a quien no pudo narrarle su experiencia íntima, postrera. Ya no hay nada que hacer. Se desliga de la vida mientras su caballo, "su malacara" (Quiroga, 1964, p. 222), contra la rutina infaltable, infatigable, "se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido -que ya ha descansado"(Quiroga, 1964, p. 224).
Quiroga no pone al labriego en el plano de revelar una reflexión moral, ni ética, ni política. Tampoco lo hace ver como alguien que ha llegado a una conciencia de sí. El labriego solo fue, en su "mundear", una conciencia en sí. En realidad, no se diferenciaba del labrantío, del machete, de los rayos del sol. Vivía un tiempo sin tiempo, un éxtasis, la eternidad. Solo en ese momento postrero "puede alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tajamar, por él construido, el trivial paisaje de siempre" (Quiroga, 1964, p. 223). Descubre, al fin, la diferencia entre el yo empírico y el yo trascendental. Hace variantes, variaciones. Obra, con su mente, a voluntad. Practica las variaciones. Se descubre a sí mismo, viéndose un otro: el trascendental.
Todo pasó por accidente: "(...) al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo" (Quiroga, 1964, p. 220). Eran un todo tan integrado machete, campo, labriego, labrantío y él, el labriego, que se experimentaba como parte del paisaje. Solo al hallar un desacople de ese todo armónico le sobreviene la ek-sistencia: "Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió, fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia" (Quiroga, 1964, p. 220). Sí, mentalmente, y solo entonces, en un recorrido íntimo, silencioso (Quiroga, 1964, p. 222): así apareció su existencia. Incluso al comienzo de este desenlace fatal, continuaba vivamente armónico con el paisaje: "Tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acaba de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho" (Quiroga, 1964, p. 220). Una suerte de posición fetal, él, en la bolsa natatoria4: al ritmo del desplazarse de sí hacia "la muerte (...) ley fatal aceptada y prevista" (Quiroga, 1964, p. 220); y, sin embargo, es en ella cuando hallamos "ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro" (Quiroga, 1964, p. 220): expiración, eternidad. No obstante, todo -a él, en el suelo; al bananal: "Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes que pronto tendrá que cambiar..." (Quiroga, 1964, p. 221)- le embarga, le cubre, le excede el misterio: "Entre el instante actual y esa postrera expiración". Misterio que no se piensa, que no se entiende: ¡tiempo en fuga; fuga, sin tiempo! Se está muriendo. Y, todavía, todo gravita, sin sentido, sin saberlo: "¡Qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano!" (Quiroga, 1964, p. 220). Como en la expresión de Ricoeur -desde luego, sin toda esa filosofía- vivo hasta la muerte. ¿Qué vive, en nosotros, en lo otro? Sí, acaso el misterio. En el fondo, la certeza de que el mundo que queda pronto tendrá que cambiar: ¿para qué?, ¿cómo?, ¿hacia dónde?
Ese sujeto trascendental -vivo, aún vivo- que ve hacia el sujeto empírico -"Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura" (Quiroga, 1964, p. 221)-, sabe que "va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir" (Quiroga, 1964, p. 221). Ese hombre se "resiste -¡es tan imprevisto ese horror!". ¿Cuál? ¿Cuál horror? Tan solo preguntar, preguntarse: "¿Qué ha cambiado?". Y responder, tener que responder: "Nada" (Quiroga, 1964, p. 221). Lo que horroriza es el silencio de los espacios infinitos. Sí: horroriza que la naturaleza es inmune a cualquier muerte. Todo fluye. Movimiento incesante, tiempo sin tiempo, mera duración: "(...) siente resonar en el puentecito los pasos del caballo" (Quiroga, 1964, p. 222). Y, sin embargo, el tiempo viene de sí; fluye desde sí: "(...) pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo" (Quiroga, 1964, p. 222); sí, cambiar el machete. El cambio no viene de fuera, viene de sí: "Tras diez años de bosque" (Quiroga, 1964, p. 222). Uno mismo es quien causa y antevé el fin de sí, de su propia temporalidad. El labriego no se descubre como ser-para-la-muerte; se-descubre-en-la-muerte.
2
Aquí es donde todo se transforma. El relato acontece como eco de la lucha de civilización contra barbarie (Sarmiento, 1845) que predomina "en la primera etapa del criollismo, 1915-1929" (Menton, 1964, p. 217). La civilización, su vestigio, solo se manifiesta en la figura naturalizada del machete. El labriego, en el relato, no muere por "causas naturales" -como un paro cardíaco, por ejemplo-, ni por un "accidente natural" -un derrumbe, un árbol que se desploma, etc.-. Nada de eso. Es el modesto y sencillo machete. Este es el que produce un salto fuera del tiempo, del éxtasis en que se da la armonía; el que, clavado en el vientre, "causa" el devenir sujeto -¿individuado, singularizado?-, existente, existencia que se-descubre-en-la-muerte, siendo -sin proyecto- ser-para-la-muerte. Solo la civitas descubre la subjetividad, la existencia. En la campiña bucólica: todo es unidad, mismidad, integración de elementos. Pero la civitas -producida por los hombres- se vuelve contra los hombres. No hay que llegar al ruido inane de las máquinas que los hombres toman por la voz de Dios. Basta el simple y, en este caso, el mísero machete. No son los puñales de los compadritos que tienen en sí la potencia y el destino de la muerte; no es la muerte que portan los puñales en la riña del malevaje, en medio de las milongas. No son los machetes que brillan y suenan hasta que corre la sangre, en el lupanar o frente a él, entre los que querellan por la mina: mulata, morocha, hiperbórea rubia, pálida oriental. Es el pacífico machete del hombre solo en la labranza que entre púa y humus da con el vientre del labriego.
¿Quién, si así se puede preguntar -como si se tratara de "persona alguna"- gana la confrontación? ¿Civilización o barbarie? Durante diez años el labriego ha demostrado, con su cultivo-cultura, en su individuación, que "sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte" (Quiroga, 1964, p. 222). Ha dado un orden artificial a la natura: ha trazado siete calles, que conforman su bananal: "El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles" (Quiroga, 1964, p. 219). Gana la batalla, durante esa cifra, la cultura. No es el labriego, ni un pastor nómada, ni un pescador furtivo, ni un cazador hambriento. El hombre ha sentado sus reales; tiene lugar sobre la tierra. En la vecindad lleva a cabo su labranza: "Sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago" (Quiroga, 1964, p. 221). Ha dejado de ser un migrante en éxodo, en exilio. Acaso parece hallar la paz de la campiña bucólica. Todo a su alrededor, domeñado por el cultivo, muestra el señorío con el cual todo lo sujeta a su voluntad. Su labranza es lata (latus): dilatada, extendida. Con ella ha fundido (fundĕre) una extensión (extensĭo), su extensión (res extensae); ha constituido, hasta donde puede decirse, su latifundio (latifundĭum).
Es el sujeto que se afirma: yo pienso, yo existo, se ha individuado, se ha hecho sujeto. Cierto, se proyecta a "su mujer y sus dos hijos" que vienen "a buscarlo para almorzar" (Quiroga, 1964, p. 223). También él se afirma en ellos, no como relaciones plenas y totales de intersubjetividad -de reconocimiento del alter, de interdependencia-. Ellos forman parte de su fundo (fundus), de su heredad, de su finca rústica. Acaso, son su extensión, su apéndice.
Ese yo que se afirma es, al mismo tiempo, el que se "gasta" y se "engasta" en la labranza. En su pura afirmación, se niega. Lo que le permite el dominio (el machete), al cabo lo domina, lo somete, lo mata, lo destruye: vaivén de preindividuación e individuación, retorno anfibio del sujeto de tierra firme a agua, y viceversa. La paz bucólica -que invoca el pastor bajo el frescor del haya, del Responso a Verlaine de Darío- queda derruida por el frenesí de la producción que impone el cultivo, en fin, que convierte en réditos la civilización.
Cierto, son los albores de la modernidad sobre suelo americano: una subjetividad que, literalmente, campea. Campea por montes y colinas, por valles y por ríos. Que va a los campos y hace la labranza para tornar al pueblo, a la ciudad y convertirlo todo en mercado, en contable. "Calibán se ha dado cuenta de que Próspero le ha impuesto una cultura con la cual lo domina y ha decidido abandonarla para hacerse de otra" (Zea, 1998, p. 73). Acaso lo descubre el labriego en la posición fetal que goza, como antesala de su muerte: de nuevo Calibán que se despide de Próspero. Pero sabe que este le propinó la estocada final: dialéctica de púa y machete.
La civilización avanza. Luego vendrán las locomotoras (el suicidio de Tanguito, José Alberto Iglesias Correa -1945-1972-: colofón de Tango feroz) -del desarrollo, del abuso, del ecocidio- y con ellas todas las formas de corrupción: variopintas formas de prostitución, pillaje sobre lo público, de políticos sin polis o contra la polis. Sujetos que al sujetar quedan asidos a la "caca del demonio", con un único lugar para el goce del hurto: la prisión.
3
¿Es una alternativa fugarse del tiempo de la producción civilizatoria? No es la tesis que sostengo. Más aún, no hay escapatoria. Se va de una idolatría a otra: de la civilización y su sujeto protagónico moderno a su respectiva deconstrucción. Vaivén del anfibio. Solo que al llegar a esta tampoco hay salvación -porque no hay salvación-. Y la filosofía denuncia y anuncia, pero no es guía ni estandarte. Su decir cae o vive en el campo agonal: un decir entre muchos. Si alguien "lo cree" hará ideología, o política, o sociología, o economía. Y esto no está mal, excepto que ya no es filosofía: pensamiento crítico, deconstrucción. A la sazón:
El ídolo fascina y cautiva la mirada precisamente porque no se encuentra en él nada que no se deba exponer a la mirada, atraerla, colmarla, retenerla. El dominio en el cual reina por completo -el dominio de la mirada, esto es, de lo mirable- basta también para recibirlo: el ídolo cautiva la mirada sólo en tanto lo mirable lo comprende. El ídolo depende de la mirada que satisface, puesto que si la mirada no deseara satisfacerse en él, entonces el ídolo no tendría a sus ojos ninguna dignidad. La crítica corriente del ídolo se pregunta con estupefacción cómo es posible adorar como divinidad aquello que las manos que oran acaban, pocos instantes antes, de forjar, esculpir, decorar, en una palabra, de fabricar. (Marion, 2010, p. 28)
¿Por qué fascina el ídolo? ¿Por qué nace, crece y se reproduce la idolatría? Más aún, ¿por qué sin filosofía la idolatría no muere y, en cambio, se naturaliza, toma naturaleza en sí y por sí se reproduce? Sí, porque es una salvaguarda. "No sólo el peligro se define a partir de la originaria búsqueda de un reparo, sino, (...) eso se manifiesta como la forma específica de reparo. El peligro (...) consiste en una horripilante estrategia de salvación -si se mira en el culto de la 'pequeña patria' étnica, por ejemplo. La dialéctica entre temor y reparo se resuelve, en último término, en la dialéctica entre formas alternativas de protección" (Virno, 2003, p. 33). Los más ingenuos imputarán la idolatría a los que asumen un credo religioso. Pero en las formas partidistas también se agazapa la idolatría: el pueblo, una suerte de fundamento inconcuso, Dios-causa-última, acaso literalmente modernizado bajo el nombre de proletariado. A los acendrados partidistas incluso les ofusca que haya aparecido el cognitario. Piensan, en su ingenuidad sin límites, que se trata de un "proletario de clase alta".
Desmontar la idolatría es, a su modo, desmontar el patriarcalismo. Es la superación de toda forma de éxtasis y de eternidad: de los conceptos, de las prácticas cultuales. Tienen razón los partidistas acérrimos en no querer la filosofía. En su éxtasis asumen un tiempo sin tiempo en que ya advino la verdad, se reveló. Llaman "mera interpretación" (al amparo de la Tesis undécima de Marx sobre Feuerbach) a la filosofía, mientras pertrechados en nociones idolátricas nada más ofrecen diagnósticos. Mismos que llevan a la parálisis. No orientan ni las acciones de resistencia, ni entienden en qué consiste ahora la pobreza, que se hace éxodo y exilio. En cambio, en sus cómodos ídolos conceptuales, impostan nuevas formas de la metafísica que tiene "esencias", "ser en sí" y un "auténtico y real proyecto e idea del Estado", ese sí bueno. Y cada monaguillo viene con cantaleta a proclamar las verdades de ultratumba que asientan en las "autoridades" sin saber que ahí, precisamente, yace el patriarca.
¿Fugarse de qué? El éxodo y el exilio que implica la resistencia reclaman dejar a los muertos llorando a sus muertos. Si el ídolo se derrumba pierden toda seguridad sobre la tierra. Son los sonámbulos que se tornan funámbulos. No se distinguen del autoritario que llora y refunfuña en su soledad por el poder perdido. Aquí se instala la diferencia, el diferendo, entre desmontar y desbancar al patriarca. Quien lo desmonta "poda" el monte que protege la tiranía, lo deja ver tan inerme como cualquiera otro mortal -acaso hasta que muera y quede picoteado por los gallinazos, como en El otoño del patriarca-. En cambio, quien lo desbanca preserva la butaca, quiere sentarse en ella, no es capaz de luchar contra el poder, sino que lucha por poseerlo y, en esa lucha, se enceguece.
4
Desmontar la temporalidad es volver sobre Horacio Quiroga para interpelar cómo se instauró el sueño civilizatorio. No se trata de condenarlo, tampoco de salvarlo. Es el paso de una subjetividad fundadora, sólida y fija, a una subjetividad líquida en la que todo es efecto, pero lo que se afirma ahora se evapora, en efluvios, que dan para integrar, incluir e impostar. Todas estas formas del tiempo -afirmativas- son intentos ridículos de hacer-se sujeto y héroe, que en su sordidez termina autoeliminado por el machete con el cual impone su señorío -aplastado por su ídolo, sea: Dios, el concepto, la teoría, el partido-.
¿Qué se desprende de todo este desmontaje? Inmanencia de la conciencia. El diálogo entre la inmanencia de la conciencia y la inmanencia de los modos de la substancia solo empieza. Lo común entre ellas, entre estas formas de inmanencia debidas al pensamiento judío, es que se resisten a toda forma de naturalismo. Se podrá hacer "ciencia" -y mucho más "ideología"- y naturalizar: sentimientos, afectos, pulsiones, en fin, conatus; mas solo será una reificación. En cambio, la vuelta a la inmanencia en su antinaturalidad efectiva-en su pura reflexividad- implica el eterno retorno de lo mismo: comenzar y recomenzar los análisis que desmontan toda vecindad y todo afincamiento en lo seguro. Se trata del despliegue de subjetividad que parte de lo pre-invidividual y se individua, sin terminar nunca la tarea de singularización; que tiene que volver sobre la fuente nutricia del sí para volver a recomenzar su constitución.
La paradoja del tiempo, de nuevo, como en las Confesiones (Lib. XI, Cap. XI) de san Agustín: vuelve y se presenta renovada porque el tiempo que se pensó en Atenas no es el de Tagaste, porque el de la campiña bucólica no es el de la fábrica, el del proyecto civilizatorio no es el del proyecto decolonial. Cada uno de ellos vuelve a ser descrito y en cada uno de ellos vuelve y se funda su sentido en intersubjetividad, en historicidad, en socialidad común y comunitaria. Aquí es donde el tiempo del imperio, sus formas de control que constituyen subjetividades y sujetan -al consumo, a la producción, al biopoder- es materia de la reflexión filosófica, fenomenológica, para producir, de nuevo, otra fuga. Solo que al llegar a un nuevo lugar y cambiar de extraño a vecino (Virno, 2003, p. 33) habrá, de nuevo, que propiciar otro desmontaje, otro exilio, otro éxodo.
La filosofía como desmontaje es éxodo porque solo tiene lugar en la resistencia. ¿A qué? A lo que se resiste la filosofía es a toda forma de statu quo; ella sabe que sobre todo fundo sobre el cual campee el sujeto para imponer su señorío, deviene en ídolo, que se "encarna" en dispositivos -el machete de El hombre muerto que termina en el vientre del labriego-. Más allá de todo fundo está lo in-fundado, el lugar que se despeja al despejar el pensar, al abrigar lo impensado. Y, si lo impensado es el viejo altercado entre Próspero y Calibán, es porque el pensar solo se despliega en La tempestad, como enseñó, entre otros, Shakespeare sobre América.
III
En el plano de la descripción fenomenológica se evidencia que hay un tiempo desplegado subjetivamente, en el ámbito de lo público, para cada vivencia y para cada esfera de experiencia: tiempo para la participación política, tiempo para el trabajo, tiempo para la escritura, tiempo para la lectura, tiempo para la creación -en la variedades en las que esta se manifiesta-; hay tiempo para la reelaboración y, en fin, tiempo para el despliegue de la existencia o tiempo vivido en relación con el alter o jectado hacia él: tiempo de acogida (Khôra, de Derrida), tiempo de resistencia (De Gaulle, Derrida, Hessel), tiempo de rebeldía (Camus), etc.
Más allá del ámbito público, hay tiempo del sujeto o tiempo íntimo -de nacer, de copular, de reproducirse, de morir; hay tiempo de vagar, tiempo propio-, tiempo de la familia, tiempo de la despedida, tiempo del despojo; tiempo de la reparación -y, si este también jectado, no lo es hacia, sino con el otro-.
Entre el público y el íntimo, se despliega el tiempo del contrato, el tiempo de la escuela, el del emprender que llega convertirse en empresa.
Pero, antes de todas estas variedades, y al final de ellas, hay tiempo de(l) goce. Este lo contiene todo, como un fundo, como un fondo, que una y otra vez se explora -que se puede explorar-: tiempo de hacerse responsable de sí, del mundo, de su sentido, de los no-nacidos, de los muertos, del sentido de toda esta vida.
El tiempo: ¿antecede a toda otra posibilidad estructural del sentido de la subjetividad; y, en sí, es esfera de constitución de la subjetividad? Lo que queda en oposición es el enfoque fenomenológico con el psicoanalítico a raíz de la temporalidad: ¿es esta constituida por el sujeto o, en cambio, es ella la que constituye al sujeto?; o, ¿es el sujeto el que, una vez constituido, constituye el tiempo?; y, si este último fuera el caso, ¿cómo lo constituye?
Lo que implica fenomenologizar el tiempo es, precisamente, que está predado o donado; solo porque lo está -acaso en el modo de lo preindividual-, se puede constituir o individuar, singularizándolo; y, ¿cómo? Quizá por o con el lenguaje en el modo del habla. Si fenomenológicamente se asume que el mundo se da lingüísticamente sedimentado, entonces, ¿cómo se constituye, a su vez, el lenguaje? ¿Entra aquí en juego la temporalidad?
Los modelos en tensión implican que en uno, el fenomenológico, al tiempo cosmológico -al que también se puede llamar "duración"- se le da sentido desde sí sobre lo preindividuado; el sujeto llega a llenarlo de sentido, lo individua singularizándolo. Entre tanto, en el modelo psicoanalítico, de lo que se trata es de volver la mirada a la estructura del lenguaje -que abraza por completo el habla-, que es en sí lo inconsciente, para que -establecido como un "pozo hondo", el "del pasado"-, una vez dado, pueda ser temporalizado.
El "pozo" -¿ineluctable?- del inconsciente es atemporal y, sin embargo, él es un trabajador incansable; como atemporal -por su carácter de estructura-, es un tiempo sin tiempo; también, en este sentido, puede decirse es eterno. Se trata de una fuente de emanación -como en la concepción de Plotino-; pero lo que se "modaliza" -modos de la substancia, según la concepción de Spinoza- es "eterno" y lo "modaliza", precisamente, el lenguaje. En la diferencia entre "yo" y "mí", el primero es la expresión para indicar que alguien toma la palabra; en otros términos, aquí se empieza a configurar desde sí: el sentido que se puede dar -situacional y circunstancialmente- al "fondo", o "trasfondo", de(l) (lo) inconsciente.
¿Qué viene aquí a querer decir yo? Sin más, lugar desde el cual se toma la palabra. Aquí, pues, es donde se introduce el habla como asunto. En buena cuenta, el cuerpo, al ser nombrado, se conquista, se hace propio. El habla media para que los sujetos se constituyan y habiten en el lenguaje. Ese "mini Homo sapiens" (niño) termina nombrado y, progresivamente, se lo introduce en el habla. Esta no es construida por el sujeto, sino que al estar dada, desafía a cada quien para que llegue a ser individuado, singular, sujeto.
Ahora bien, ¿no es el posfordismo el 'lugar' de advenimiento del tiempo lógico, de aquel que se da en el orden del pensar como ordenador de la experiencia propia cuando se realiza la tarea de la individuación?
El tiempo lógico es una inferencia, no es una estructura constituyente del sujeto. El inconsciente no es temporal; más aún, es atemporal. El mundo es excrecencia del yo, también la realidad; y, en consecuencia, el tiempo, ¿es condición de posibilidad del habla?, ¿cómo mantener la relación noesis-noema, por ejemplo, en el caso de la alucinación?
Siempre el sujeto se produce en contacto con el habla. Cada sujeto se constituye entre, en/con ella; por su parte, el lenguaje no tiene tiempo, es solo estructura. El tiempo se aplaza, es posterior a la constitución de sujeto. Una vez entra el sujeto en el habla, deviene necesariamente el tiempo: cada quien, en primera persona, puede hablar de "mi tiempo", como su propia configuración subjetiva. Así, el inconsciente es estructura, como lo es el lenguaje. Y, sin embargo, el sujeto es -en su puro vivir- residuo irreductible, ¿más allá -antes o después- de todo tiempo? Si el sujeto es "protofontanar" del tiempo, ¿es él mismo temporal? Aquí se sitúa el hiato inconsciente-consciente, pero ¿son "lados" de un mismo sein, del Dasein? En fin, ¿pura existencia?
Ahora bien, se puede hablar de un "tiempo lógico" sin duración, es decir, un "tiempo sin tiempo". Al parecer, el tiempo lógico "vive" de tres conceptos esenciales: instante (de ver), lapso (para comprender) y momento (de concluir). ¿Por qué llamar "tiempo lógico" a lo que solo se le puede atribuir valor de tal desde fuera del contexto lógico? El instante de ver deja una incógnita. Se precisa responder ex post. Ese instante tiene que resolverse en el devenir, como la resolución de la trama, con su propiedad de "huella". Esta resolución requiere un tiempo-no-cronológico.
El transcurrir del tiempo revela o eleva a significación lo dado en la experiencia. El tiempo lógico es una torsión. No es, pues, que no haya tiempo, sino que está reprimido. Aquí, entonces, puede decirse: hay "tiempo libidinal", un tiempo del goce; en su radicalidad el "mí" de la expresión "mi tiempo". Aquí, quizá, es donde devienen las identidades, en su propio quehacer. En él se despliega el ser como temporal en un darse que mide; este no se puede determinar, de una vez por todas, ni como constitutivo, ni como constituido, sino como una suerte de quiasmo, una "pura x" -centro del quiasmo- que termina con un valor relativo, en cada caso.
La formación del sujeto, su constitución, es la puesta en libertad del ente (su goce), que es cada quien; es el tiempo del yo puedo que se despliega en cada caso, constituyéndose. Es la esfera del tiempo inmanente (¿emanante?) de la conciencia.
Y, de nuevo, para el sujeto lo que queda es un tiempo para agradecer, el tiempo de acogida (Khôra).
Pie de página
1Otros fragmentos de este diálogo se han expuesto en: www.profesorvargasguillen. wordpress.com, específicamente en relación con títulos como: resistencia, exilio, éxodo; cognitariado, pobreza.
2Virno desarrolla su estudio -o fragmentos del mismo- sobre la constitución del sujeto en Multitud y principio de individuación (Virno, 2001). En este escrito, con la dirección indicada, discute la teoría de la individuación de Simondon. En este contexto, el título sujeto refiere un proceso de individuación, a una parcial e incompleto. ¿Por qué? Porque el sujeto no solo es potencia y despliegue de la racionalidad, sino también de las fuerzas inconscientes; porque el sujeto no se autoconstituye, sino que deviene y deviene temporalmente. Así, pues, hay una base fenomenológica para comprender no solo lo preindividual, sino para comprender cómo sobre ella se despliega la constitución.
Esta base fenomenológica es estudiada, tanto por Simondon como por Virno, a partir de M. Merleau-Ponty -lector de Ideas II de Husserl-, desde su obra cimera, Fenomenología de la percepción.
La constitución subjetiva radica en el proceso que lleva a individuación lo dado, todavía preindividual, en cuanto general intellect -a saber, "la percepción, el lenguaje, la memoria, los afectos. Roles y funciones, [en] en el marco del posfordismo, coinciden profundamente con la 'existencia genérica', con el Gattungswesen" (Virno, 2001, p. 4)-. El general intellect está, pues, conformado por "cualidades universales", solo que este es condición de posibilidad de una época: la postmoderna, la posfordista -Virno las hace coincidir-.
Precisamente porque el sujeto está entre (cabe) las aguas, en cierto modo natatorias, de la preindividuación y las tierras -o costas- de la individuación, en permanente vaivén, se habla de él como anfibio. En ese proceso se singulariza al captar y hacer racional lo pre-dado y se des-singulariza al sumergirse en las potencias de lo inconsciente.
Deviene necesaria una distinción entre "individuo" y "sujeto". Mientras el primero es un despliegue de diferenciación de "lo Uno", "primordial", "natural", el segundo es "anfibio": punto medio entre natura -preindividuación- y cultura -individuo-. A la diferencia entre "individuo" y "sujeto" se le tiene que integrar la noción "singularidad" y el respectivo despliegue de la misma, a saber: singularización. ¿Qué es la singularización? Exactamente un estar en tránsito de preindividuo a individuo; proceso que no termina y no termina por la condición anfibia de ser sujeto. Este nunca termina de racionalizar o hacer plenamente conscientes las fuerzas inconscientes, en fin, lo preindividual. Este es el juego irreductible de la temporalidad: ser sujeto que se individua, a costa de su preindividualidad, singularizándose, en un proceso infinito e in fieri.
El problema que se deriva de este análisis para la fenomenología es que ella no ha mostrado al sujeto en su estructura anfibia, no ha dado el debido puesto a lo inconsciente, a las pulsiones; queda, entonces, presa de un racionalismo acrítico. A este contrapunto se vuelve en el cierre de este estudio (III).
3Mis resultados de investigación, en este punto y con otros argumentos, llegan a conclusiones semejantes a las obtenidas por P.J. Aristizábal en sus estudios sobre intimidad y temporalidad en las obras de Kafka, con perspectiva fenomenológica (Aristizábal Hoyos, 2003). Mi principal crítica a la elaboración de este autor es que deja fuera del marco de sus consideraciones la literatura latinoamericana. Justamente en el horizonte de llenar ese vacío se desarrolla la segunda parte de este estudio. También esta dirección del análisis se ha efectuado en Ausencia y presencia de Dios (Vargas Guillén, 2011), así como en Mundo de la vida. Literatura latinoamericana (Guevara Amórtegui, 2012).
4Aquí se puede decir con Virno-Simondon: preindividuado, sujeto en las aguas natatorias de lo inconsciente, de lo no racional
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