Formación y acción pedagógica de los maestros: vínculos entre educación y justicia social1
Training and Pedagogical Action of Teachers: Links Between Education and Social Justice
María Cristina Martínez Pineda2 y Carolina Soler Martín3
1 Los orígenes de estas reflexiones se fundamentan en el trabajo de las autoras como integrantes de la Red de Investigadores en Educación para la Justicia Social y el desarrollo de dos proyectos de investigación adelantados en el tema, ambos están en marcha (“Acceso y permanencia de los estudiantes de sectores más pobres y excluidos en las universidades de América Latina” y “Concepciones de justicia social de maestros y estudiantes de secundaria”).
2 Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá, Colombia. Correo electrónico: mcmartinez@pedagogica.edu.co
3 Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá, Colombia. Correo electrónico: csmartin@pedagogica.edu.co
Artículo recibido el 15 de octubre de 2014 y aprobado el 7 de abril de 2015
Resumen
Si entendemos la formación como un campo en el que se cruzan planos y múltiples vectores de fuerza, y al maestro como un sujeto de saber y poder en devenir constante, las preguntas que atraviesan las reflexiones son: ¿es posible que, desde el microescenario social que es la escuela, se deconstruyan formas de exclusión y desigualdad social y se promuevan iniciativas orientadas al reconocimiento y la participación de los excluidos? ¿Qué desafíos se presentan para la formación de maestros? El texto asume una lectura crítica frente a realidades que hoy gobiernan la escuela y que redefinen el quehacer del maestro por la “función docente”. Apuesta por reposicionar la escuela y el maestro como constructores de una cultura de la no exclusión y como agenciantes de justicia social. El primer apartado sitúa de manera panorámica algunas problematizaciones acerca de la formación de maestros; el segundo expresa tensiones y desafíos que se consideran estructurales para que la escuela reconozca comunidades históricamente excluidas y trabaje por su inclusión efectiva; por último, se esbozan algunas ideas también problematizadoras y esperanzadoras que buscan estrechar vínculos entre acciones educativas y justicia social a partir de la formación y acción pedagógica de los maestros.
Palabras clave: Formación de maestros, justicia social, derecho a la educación.
Abstract
If we understand training as a field in which planes and multiple vectors of force intersect, and the teacher as a subject of knowledge and power in constant evolution, the questions that punctuate the reflections are: Is it possible that from the social micro-scenario that is the school, forms of exclusion and social inequality could be deconstructed and initiatives aimed at the recognition and participation of the excluded could be promoted? What challenges exist for teacher training? The text assumes a critical reading against realities that govern the school today and that redefine the role of the teacher through the "teaching function". It bets on the repositioning of the school and the teacher as constructors of a culture of inclusiveness and as promoters of social justice. The first section gives a panoramic overview of some quandaries about teacher education; the second expresses the tensions and challenges that are considered structural for the school to recognize historically excluded communities and work on their effective inclusion. Finally, some more problematic and hopeful ideas are outlined which seek to make closer links between educational actions and social justice through the training and pedagogical actions of teachers.
Key words: Teacher training, social justice, the right to education.
Problematizaciones acerca de la formación de maestros
Si bien el panorama de las problematizaciones acerca de la formación de maestros es amplio, el ámbito que abordaremos en este artículo está relacionado con las demandas y exigencias que devienen de las políticas educativas orientadas a la equidad e igualdad y que se han instalado en los discursos hegemónicos atendiendo al incremento de los fracasos escolares, la baja relación entre educación y disminución de desigualdades sociales y la escasa modificación de condiciones estructurales, los cuales conllevan a la perpetuidad de la exclusión y marginación social y educativa. Problemas que se conectan con las violaciones al derecho a la educación4 y con el incremento de las desigualdades educativas afianzadas con la entronización de las lógicas economicistas en los sistemas educativos; hechos que tienen su correlato en algunas demandas a la formación y desempeño de los educadores.
Las realidades dan cuenta de los procesos educativos y pedagógicos que se han instalado por más de dos décadas como contenidos de las políticas educativas orientadas a la equidad y la inclusión, orientaciones que se introducen en la escuela formal con reformas que no han tenido eco en la mejora de condiciones educativas para los sujetos de estas políticas, las llamadas “poblaciones marginales y marginadas” o “especiales”. A la escuela y a los maestros se les exige atender estas “poblaciones”, se les exhorta a cumplir parámetros establecidos para ser evaluados, a contribuir en la disminución de las inequidades y de las brechas sociales, sin que se generen condiciones sociales, económicas, culturales ni políticas para ello. También, sin que se hayan construido otros referentes teóricos, conceptuales, ni mecanismos que contribuyan a crear articulaciones entre educación como derecho y disminución de injusticias, entre educación y justicia social.
Estas demandas de atención al área de la educación se ubican en los actuales discursos de la reforma educativa que insisten en la necesidad de incrementar la formación de maestros y propenden por la reubicación funcional de su rol. La política pública tiende a unificar por consenso sus campos de formación en términos de capacitación, reciclaje, reconversión y más recientemente hacia el desarrollo profesional; desde la economía política se definen las formas de evaluación y otras regulaciones acerca de su quehacer. En esta dinámica, las relaciones del maestro con la práctica, con el saber, con el orden institucional, se expresan por lo general en términos de exterioridad (Martínez, Calvo, Martínez, Prada, Soler, 2013).
Bajo la tendencia de profesionalización se ha producido un desplazamiento de la configuración de “ser maestro” hacia la de cumplir la “función docente”, lo cual no es solo un modo de nombrar y no se resuelve con un uso nominal, pues son dos modos opuestos de situar al maestro. Una lectura analítica colocaría al primero en proximidad a la enseñanza, en tanto que el segundo lindaría con las lógicas y demandas del aprendizaje. De esta manera, pensar hoy la formación de maestros exige deconstruir los presupuestos que la han instalado para configurar la “función docente” y para asumir los desafíos de la “calidad”. Vectores que se constituyen en presupuestos centrales de la modernización educativa (Martínez, 2004) y que reordenaron todo el proceso educativo. Algunos interrogantes que sitúan estas tensiones son: ¿se requiere formación o profesionalización? ¿A mayor formación más calidad de la educación? ¿Quién y cómo se define la formación de maestros en estos tiempos de globalización? ¿Qué desafíos se requiere enfrentar?
Tensiones y desafíos para abordar deconstrucciones en la formación y acción de maestros
Para todos es sabido que el momento histórico que atraviesan nuestras sociedades latinoamericanas está permeado por el incremento de las injusticias expresadas en desigualdades y exclusiones sociales. Para Fraser (2008), “el significado más general de justicia es la paridad de participación”. Alcanzarla o trabajar social y políticamente en su alcance exige:
Ante esta realidad, y reconociendo la afirmación de Bernstein de que la escuela no puede suplir las fallas de la sociedad, consideramos que es imperativa la pregunta de si es posible desde la escuela asumir acciones más categóricas para contribuir a la construcción de la anhelada “justicia social”. Si se reconoce que una de las tareas esenciales de la educación, cualquiera que sea el estilo y modalidad, es la formación de ciudadanos para la transformación social y contribuir a la construcción de sociedades más justas y equitativas, en este proceso y apuesta, la formación de maestros es fundamental, en cuanto que sus convicciones, compromisos, reflexiones, criticidad y prácticas, inciden directamente en las oportunidades de aprendizaje democráticos, en los cuales se respeten las diferencias, se desestimen las prácticas opresivas, se creen oportunidades para el reconocimiento como sujetos diversos y plurales y para el aprendizaje en condiciones que respeten y promuevan las diferencias. Una formación de maestros que lo reconozca y sitúe como actor social, como sujeto de saber y poder, capaz de trabajar con acciones justas y para la construcción de justicia social, le exige un proceso de deconstrucción orientada a revisar conocimientos y creencias sobre categorías, perspectivas de escuela y educación, del currículo y la evaluación (Krichesky et al., 2011).
Aquí cabe un amplio interrogante: ¿son posibles otros modos de formación de maestros y otros modos de hacer escuela si, en el caso colombiano, las políticas educativas se ubican en el marco definido por los organismos multilaterales cuyo horizonte de sentido es la rentabilidad económica y en estas los sujetos están diluidos? A modo de arriesgo, se presentan a continuación tensiones y desafíos, así como iniciativas para la formación inicial y permanente de los maestros y maestras.
La escuela y los maestros están en la encrucijada de atender lo establecido por los mandatos exógenos o atender las realidades de los sujetos de la educación. Se requiere descolonizar las formas de hacer educación y de hacer escuela.
Múltiples investigaciones afirman que en la escuela se invisibiliza la historia de los sujetos y sus experiencias de vida. Por seguir los mandatos preestablecidos desde afuera, se configura una escuela alejada de los contextos y las vivencias de quienes la habitan. También se afirma que se presentan grandes y sistemáticos procesos de exclusión, que se ignoran culturas presentes en la sociedad, que existen silencios acerca de realidades que conforman nuestro mundo y que se elimina la presencia y voces de los sujetos y sus realidades, facilitando, entonces, la reproducción de discursos dominantes, racistas, clasistas, sexistas, entre otros.
En la tabla 1, se contraponen algunas voces presentes, dominantes y colonizadoras, que guían a la sociedad y por ende a la escuela, con otras voces que han sido silenciadas, dominadas y colonizadas históricamente. Cabe reconocer que los avances en la visibilización de "voces ausentes" se han hecho por las luchas y reivindicaciones que ellas mismas han alcanzado en el plano de las políticas, de lo social y lo cultural.
En los procesos educativos e institucionales se desarrollan tácticas de exclusión sutiles, que no se problematizan y que se han naturalizado, por ejemplo, no dar la palabra, interpretar las realidades de los otros —lo que también es frecuente en los libros—, vigilar y censurar información dando el permiso y amplificando aquello y a aquellos que coinciden con la cultura dominante. Además, es común que a grupos que aparecen como transformadores y creadores de cultura, arte y ciencia se les etiquete como “cultura popular” o “cultura emergente” y se les contraponga con la “cultura oficial” (Torres, 2011). Lo anterior se entiende como colonización del sujeto, es decir, como una relación asimétrica que niega la condición de sujeto, que empobrece y degrada al que está en el lugar de colonizado, pero también degrada las relaciones entre unos y otros (Gallardo, 2010).
El desafío de la formación, y por ende de la acción de los educadores, es descolonizar el pensamiento, reconocer las formas de administrar y de promover las acciones educativas para derrumbar el dominio y la reproducción de injusticias sobre algunas culturas y algunos sujetos. Esta descolonización necesariamente se expresa como una apuesta por generar acciones de reconocimiento y participación5 de los excluidos. Un ejemplo consiste en analizar lo que se dice y hace mediante las herramientas que la educación utiliza (verbalidad, libros, textos), para identificar y combatir las condiciones y procesos que han hecho de la colonización un ideal a perpetuar.
Descolonizar implica también analizar en tono de deconstruir las recomendaciones de agencias y organismos multilaterales (FMI, Banco Mundial, BID, CEPAL) que se nos plantean como aparentes soluciones, pero que en la forma y en el fondo, solo afirman las formas de colonialidad:
El currículum escolar impone una cultura dominante a minorías étnicas, sociales y culturales. Se requiere formar maestros para que se asuman constructores de currículos contextualizados.
Las tendencias contemporáneas insisten en la necesidad de pasar de las acciones monoculturales a la diversidad e interculturalidad. La diversidad cultural requiere construir caminos para visibilizar y recuperar la voz de las comunidades y los actores, para pasar de la homogeneidad al reconocimiento de las diferencias.
Sin embargo, estas no son las realidades, la escuela, los currículos y en general las instituciones escolares no se han transformado de tal manera que se reconozca a grupos sociales, culturales, lingüísticos y étnicos en los contenidos y los recursos escolares. La investigación adelantada por Castillo y Caicedo (2012) en Colombia, “Yo no me llamo negrito” y otras investigaciones sobre textos escolares, son ejemplos de estas exclusiones. Torres (2011) afirma que los textos escolares y, en muchos casos, los currículos y las investigaciones educativas presentan informaciones distorsionadas, ridiculizaciones, tergiversaciones y desvalorizaciones de las comunidades que históricamente han sido discriminadas; y agrega que desde los currículos, las prácticas y los materiales educativos legitiman desigualdades.
Frente a estas realidades, es necesario reconocer los alcances de algunos movimientos sociales, comunidades locales, educativas, sociales, investigativas y culturales que desde sus luchas y resistencias han avanzado en que las escuelas hagan visible una educación propia, una educación en y para la diversidad. Sin embargo, estos son casos aislados, la mayoría de los currículos no se corresponden con esos referentes, las realidades educativas, las legislaciones, no logran frenar en los currículos el racismo, discriminaciones y desigualdades, tampoco construir nuevas miradas mediante las cuales se problematicen las situaciones y se generen nuevas formas de producción de conocimiento.
Con lo anterior, se desafía a los maestros como sujetos productores de saber para que produzcan nuevos lenguajes y prácticas que reconozcan, representen y vinculen verdaderamente la diversidad cultural. Aquí se demanda formación de maestros en perspectiva social e intercultural, para desarrollar, reconstruir prácticas y experiencias pedagógicas que incluyen saberes sobre comunidades tradicionalmente invisibilizadas y formas de hacer educación y pedagogía desde estos reconocimientos.
La revisión analítica de los currículos, textos escolares y proyectos educativos institucionales es fundamental en el camino de construir un sistema educativo justo y respetuoso con la diversidad. Hay que partir del hecho de que la educación intercultural no se reduce a aquella que es producida para los grupos indígenas, aborígenes o minorías sociales, sino que esta se encuentra en el centro de las acciones tendientes a generar identidades socioculturales de los diferentes grupos que componen la sociedad.
La escuela es excluyente, naturaliza el fracaso escolar de los excluidos culturalmente, fija criterios de éxito universalistas y niega particularidades. El desafío es construir pensamiento propio en donde todos tengan lugares de reconocimiento y participación igualmente valorados.
De todos es sabido que el mercado se ha convertido en el referente para definir los criterios de universalización en las metas educativas, de tal forma que aspectos como globalización de los mercados, competencias laborales, internacionalización, competitividad, productividad, desarrollo, capital humano, se alzan como los criterios que direccionan las acciones educativas. En esta lógica, la escuela ha tenido un fuerte direccionamiento hacia lo definido como criterios universales y se ha visto forzada a desconocer los planos de lo particular, lo local y específico. Hoy asiste a una compleja homogenización en la que, si bien algunas hacen esfuerzos por construir currículos y modelos pedagógicos propios, los criterios de éxito siguen ligados a aspectos universales en detrimento de los particulares.
Al fijarse en la escuela lineamientos y estándares para ser alcanzados por toda la población educativa se excluye automáticamente la posibilidad de reconocer y atender las particularidades por sexos, etnias, capacidades, origen, sector social y culturas, fomentando el fracaso escolar de estudiantes que por sus condiciones de inicio han carecido de oportunidades para acceder a lo que la educación les exige como condición de entrada. Sumado a estas tendencias, se encuentran las racionalidades que señalan dicho fracaso como producto de vacíos del estudiante, naturalizándolo en el caso de los sectores sociales desfavorecidos.
Los grupos sociales dominantes, a través de la escuela, hacen esfuerzos para naturalizar el fracaso de los más desfavorecidos ligándolo a factores como talento, mérito, cognición, incapacidad de meta-lenguajes, competencias, capacidades y discapacidades. La naturalización consiste en reinterpretar las realidades silenciadas desde la culpabilidad de los problemas como propia y hasta causante de los problemas de los grupos mayoritarios. Naturalizar el fracaso escolar de los más desfavorecidos también se cruza por políticas específicas que se implementan para, aparentemente, hacerle frente a las problemáticas, tal es el caso de la educación que se propone como compensatoria, que mira las carencias en las familias y en los niños de algunas clases y no en la institucionalidad. La compensación, en este caso, es otra forma de naturalizar la exclusión.
Los desafíos son múltiples, para construir salidas es necesario reconocer que el fracaso escolar es el producto de condiciones sociales, económicas y culturales desiguales: estrato socioeconómico, contextos, apoyos, condiciones familiares, promesa de movilidad, apoyo a trayectorias, y no de talentos o cogniciones individuales. Por lo tanto, para solucionar dicho fracaso hay que trabajar las condiciones de inicio,6 las cuales, entre otros factores, involucran la posibilidad de ingreso a cualquier institución, y con esto, redistribuir equitativamente el capital cultural construido, de tal forma que no continúe solo disponible para algunos (por lo general, quienes pueden pagarlo), mientras otros se mantienen en los círculos de pobreza material y cultural.
Estos reconocimientos reclaman cambios estructurales y también a un maestro investigador que asuma su trabajo pedagógico como una acción permanente de problematizar, reflexionar y construir alternativas en contexto, desde abajo, en y con sus comunidades. Asimismo, tales observaciones abogan por la construcción de comunidades de aprendizaje, la creación de redes y colectivos de maestros que asuman como objeto de estudio permanente las realidades de sus estudiantes, las diferencias, sus particularidades, y, desde estos reconocimientos, construyan alternativas para enseñar y para favorecer los aprendizajes. El trabajo colectivo potencia y anima a los maestros a emprender estos desafíos, a la vez que los anima a romper la insularidad de sus prácticas (Martínez, 2008).
Las políticas de inclusión se han desarrollado bajo la expresión y afirmación de una profunda desigualdad social. El desafío es asumirse como sujetos constructores de la política educativa.
La globalización neoliberal y los factores que esta conlleva de orden económico, político, cultural, entre otros, está centrada en el primero de estos, es decir, el desarrollo económico, arrasando los intereses y necesidades de los sujetos sociales, por tanto, no posicionan como necesidad las luchas contra las desigualdades sociales ni el desequilibrio social y cultural. En esa encrucijada, quienes deciden las macropolíticas, la ocde especialmente, han involucrado a los sistemas educativos; a los que, por una parte, se les insiste y exige elevar los índices de calidad educativa, bajo el supuesto de invertir los esfuerzos necesarios para garantizar que los beneficios de la educación se extiendan a todos, pues todos tienen el derecho a educarse; de otra parte, se les exige delimitar los currículos y formar para el trabajo.
En el primer caso, desde el enfoque de derecho,7 la educación inclusiva podría ser la estrategia que, mediante la aceptación, reconocimiento y participación de diversas culturas, grupos religiosos, étnicos, capacidades, entre otros, derive y aporte a una sociedad cohesiva, democrática y educada (Parrilla, 2002). En Colombia, a partir de los años noventa, aunque con mayor trascendencia en la última década, las estadísticas evidencian un avance en el acceso a la escolarización de niños, niñas y jóvenes, que histórica y sistemáticamente habían sido sujetos de exclusión educativa o bien de prácticas educativas segregadoras. Las políticas y normativas de los últimos gobiernos han enfatizado en la estrategia de inclusión escolar como aquella que garantiza su derecho a la educación.
Sin embargo, las realidades educativas respecto a “la inclusión” muestran que aunque hay avances en algunos casos particulares de instituciones, aulas o sujetos en cuanto al reconocimiento y respeto por las diferencias, aún persiste la marginalidad y la discriminación para los típicos sectores afectados. Con relación a esto, Blanco (2009) es enfática en afirmar que la exclusión en la educación no se limita a quienes están fuera de la escuela, la abandonaron o nunca han accedido a esta, “la exclusión también afecta a quienes estando escolarizados son segregados, discriminados por su etnia, género, su procedencia social, sus capacidades o características personales y a quienes no logran aprender porque reciben una educación de baja calidad” (p. 24). Es decir, la inclusión excluyente desde la cual persiste el rechazo, las prácticas degradantes y la subvaloración a algunos sujetos por algún o algunos atributos.
Esta inclusión excluyente se deriva, en parte, de la vulneración a la seguridad que brindan los bienes histórica, social y culturalmente producidos para y por la escuela, basados en la pretendida homogeneidad y sus correlatos de orden y control. Así, cuando ingresan sujetos y comunidades para quienes la escuela no ha sido pensada, e irrumpen en dicho orden, emergen acciones sutiles o visibles que minimizan a ciertos estudiantes y a las expectativas sobre sus aprendizajes, que los consideran un riesgo y un perjuicio para el aula, que los excluyen de la construcción de lo común, constituyendo así a un sujeto peligroso para la escuela (Soler, 2011).
En la segunda línea de regulación, educar para el trabajo se encuentra en el transfondo de la política educativa colombiana de los últimos años, así se corrobora la presentación de las competencias laborales por parte del Ministerio de Educación Nacional en los últimos periodos de gobierno. No obstante, y a pesar de estas normas, el desempleo y el detrimento de las oportunidades laborales de los jóvenes se incrementan. En la actualidad, una amplia proporción de jóvenes que egresan de la educación media deben enfrentarse a la búsqueda de empleo y a la inminente necesidad de generar ingresos para su subsistencia y la de sus familias, sin haber recibido una formación orientada para ello. Esto sin contar aquellos que deben abandonar la escuela a edad temprana.
¿Qué esperanzas de una mejor y mayor justicia social se crean e incrementan estos modelos de educación pobre para pobres? Apostar en la educación básica y media solo por la formación para el trabajo es apostar por la capacitación de mano de obra barata y por sujetos sin voz y, así, incrementar la marginación social. Tal formación, a la vez que excluye a muchos que no alcanzan estas competencias o que no caben en estos sistemas, disminuye la posibilidad de su derecho humano a potenciar todas sus capacidades; es hacer más pobres a los tradicionalmente desfavorecidos, porque con la enseñanza que se les ofrece no se contribuye a mejorar sus condiciones sociales, se les saca de la órbita profesional en la que quizá contarían con mayores posibilidades para mejorar sus condiciones sociales; es pasar de lo aparentemente universal al vacío, al incremento de voces ausentes, al grupo de marginados sociales, ausentes de representación paritaria; es decir, es afirmar injusticias.
Frente a estas realidades se interroga por una verdadera política de educación inclusiva, que esté acompañada de iniciativas pedagógicas y organizativas que promuevan la cohesión social y que esté en consonancia con acciones políticas y sociales que garanticen una igualdad real de oportunidades y de disminución de las brechas sociales, de manera que se garantice una efectiva democratización del conocimiento y de los mecanismos para una participación en la vida social.
Los desafíos de formación en esta tensión son amplios, se reclama al maestro posicionado como sujeto de saber y poder, al sujeto político. Capaz de establecer relaciones con su entorno institucional y local (escuela, municipio), con las políticas (institucionales, municipales, departamentales, nacionales) para interrogarlas, cuestionarlas y para intervenir en la formulación de otras, no excluyentes y posibilitadoras de otros modos de pensar los sujetos de la educación. Maestros que asuman como principio pedagógico el reconocimiento de la diversidad y la diferencia, que no tiene estudiantes iguales y que no puede esperar rendimientos iguales. También, que promuevan y hagan posible la participación de quienes hasta ahora han sido excluidos, en las regulaciones y formas de hacer escuela. Un maestro que construya un contexto de apertura institucional incondicional, en el cual se resignifiquen las diferencias y no se lean como déficits, se construyan experiencias en común que rompan jerarquías, se privilegie el encuentro con el otro y la escucha mutua, y se mantenga la convicción del maestro por seguir aprendiendo junto con los otros. Con lo anterior, acercarse en la escuela a la constitución de un sujeto reconocido (Soler, 2011).
En todos los casos, se hace necesario un trabajo bidireccional, mediante el cual se fijen criterios de éxito universalistas (elevar el nivel cultural hacia lo universal) y también particularistas (elevar el nivel cultural hacia lo particular), que coloquen “las culturas” (su apropiación, crítica, construcción) en el centro de las prioridades y posibiliten emancipaciones que rompan y desafíen los discursos unidireccionales (Giroux y Flecha, 1994). Se demandan maestros que desde su accionar configuren prácticas emancipadoras mediante las cuales se escriba, hable y escuche en el lenguaje de la diferencia (Giroux, 1992), teniendo presente que la crítica, interculturalidad, multiculturalidad y las posibilidades de emancipación son componentes esenciales del derecho a la educación. La salida, entonces, sería la distribución y también el reconocimiento.
Repensar la formación de maestros en clave de contribuir a la construcción de justicia social
Si entendemos la formación como un campo en el que se cruzan planos y múltiples vectores de fuerza, en el caso de la formación de maestros dicho campo es posible pensarlo como un espacio amplio y abierto de posibilidades, relaciones y propuestas que no lo diluyan8 sino que lo tensionen, en el que sea posible la articulación de vivencias, eventos diversos, la problematización de las realidades y el reconocimiento de los desafíos a que está enfrentado en su cotidianidad. Campo de problematización en relación con los conocimientos que enseña para preguntarse qué enseña, como enseña, cómo aprenden los estudiantes; en relación con el poder: el Estado, la institución, la Ley, los estudiantes, con sus pares; también en relación con su propia subjetividad, si se reconoce en devenir continuo. Estas dimensiones, constitutivas de la formación le exigen estrechar los vínculos con su entorno, con su oficio, con sus pares, con los sujetos que forma, con lo que es, pero también con sus proyectos y apuestas (Martínez et al., 2013).
En el ámbito de las reflexiones que nos ocupan en este texto, es decir, los vínculos entre educación y sus aportes a la disminución de las exclusiones e inequidades, se requiere asumir las acciones educativas y, por ende, la formación de maestros desde una alternativa contrahegemónica. La escuela necesita cuestionarse en sus acciones, reconocer que el currículo y su organización produce efectos sociales y que, desde este, con sus lenguajes, sus prácticas de enseñanza y aprendizaje, su apropiación individual como parcelas de conocimiento abstracto, organizado de forma jerárquica y desde su evaluación competitiva, se están generando acciones que incrementan y afirman las desigualdades sociales.
La formación de maestros, también contrahegemónica, apuesta por el liderazgo individual y colectivo para promover la construcción de currículos diversificados, que generen condiciones para reconocer necesidades e intereses de los grupos sociales desfavorecidos y al tiempo la inclusión de conocimientos no generalizados; currículos que garanticen la participación real y efectiva de comunidades tradicionalmente excluidas en la toma de decisiones, que abran espacios de discusión desde las tensiones y conflictos de movimientos sociales que luchan por mayor igualdad y exaltación de sus intereses. Currículos diversos que contribuyan al equilibrio entre igualdad de oportunidades y reconocimiento de diferencias. Estas iniciativas coinciden con los principios que Connell (1997) propone para currículos contrahegemónicos.9
La formación de maestros con y para la justicia social reafirma que la tarea fundamental en el reconocerse maestro es la construcción de conocimientos en y desde la participación auténtica y permanente, desde acciones en las que se asuma sujeto protagónico y corresponsable en la forma de abordar los problemas de la enseñanza y el aprendizaje. El ejercicio democrático y su posicionamiento de sujeto de acción política se exaltan al asumir criterios de orientación práctica desde los ideales de justicia, como por ejemplo criterios de inclusión, flexibilización curricular, multiculturalidad, entre otros, con la intención de dar lugar a la paridad participativa.
Aquí la propuesta de formación parte del supuesto desde el cual:
La formación de maestros que tome como vector la transformación social y apueste por contribuir a la construcción y alcance de una justicia social para todos, necesariamente pondrá en debate las diferentes concepciones sobre igualdad de oportunidades y justicia que circulan en la educación y en las escuelas. Esto, en cuanto elemento para reflexionar y tensionar discursos que históricamente se han instalado y naturalizado como los más apropiados social y educativamente y que hoy derivan en afirmar o generar injusticias para muchos de los sujetos que habitan las escuelas y también para aquellos que no ingresan o que han sido expulsados de las mismas.
Al respecto, Rodríguez (2003) enuncia que un currículo justo se materializa o concreta desde prácticas de los maestros encaminadas hacia la justicia; para seguir estos caminos, se hace necesario invitar y posibilitar a los maestros a reflexionar-se y comprender-se desde la estructuración de sus propias historias de vida, su autobiografía, la construcción de su trayectoria como sujetos maestros, en las cuales, diferencias tales como el género, la raza, la orientación sexual, la cultura entre otras, han influido en sus prácticas pedagógicas. Con relación a los estudiantes, dichas diferencias también conllevan formas de comprender y significar lo que ofrece la escuela de formas variadas, variación que se convierte en potencia si los maestros creen en las posibilidades que tienen todos sus estudiantes para aprender, y esta convicción los moviliza a construir y reconstruir sus prácticas de forma permanente.
Así, en el centro del debate de las propuestas de formación se pone como objeto de reflexión la propia práctica pedagógica, reflexión entendida como aquella acción desde la cual el maestro se reconoce y gesta, en consonancia con los otros y los contextos que comparte, las transformaciones pertinentes en su aula e institución para una educación justa que se direccione a una sociedad justa.
A manera de breve síntesis, de acuerdo con Villegas y Lucas citados por Zeichner (2010), el trabajo desde la justicia social es desarrollado por maestros que reconocen que hay múltiples caminos para acercarse a las realidades, las cuales están influenciadas por el orden social. Tienen una idea positiva de los orígenes de los estudiantes y consideran los recursos de estos para aprender. No ven las diferencias como un problema. Se ven a sí mismos/as, como responsables y capaces de producir el cambio educativo que conlleve a las respuestas para todos los estudiantes. Comprenden cómo los estudiantes construyen el conocimiento y promueven la construcción de aprendizajes. Conocen la vida de sus estudiantes y sus comunidades. Usan el conocimiento sobre la vida de sus estudiantes para el diseño de la instrucción basándose en lo que ya saben, extendiéndose más allá de lo familiar.
Finalmente, para repensar la formación de maestros y contribuir a la justicia social, si retomamos aquí la noción de justicia social propuesta por Fraser (2008), alcanzar paridad participativa, una de las tareas inmediatas de la escuela y los maestros consiste en reconocer los obstáculos a la paridad participativa, que son a la vez obstáculos a la justicia, que se reconocen como limitaciones y que se expresan en formas de injusticia. Para adelantar esta acción, esta autora nos ofrece tres dimensiones que pueden usarse como categorías metodológicas y analíticas.
Las primeras, son limitaciones relacionadas con la dimensión económica de la justicia, es decir, las causadas por las estructuras económicas existentes, que generan exclusiones y niegan las condiciones de participar en condición de pares a un grupo social que cada vez se hace más amplio y mayoritario. Estas limitaciones se expresan en una “injusticia distributiva” (maldistribution) derivada de la mala distribución de recursos y genera exclusión social por desigualdades económicas. Mirada que exige a la escuela y los maestros una compenetración mayor para reconocer las exclusiones o marginaciones que hace la educación por condición social. Aquellas que siguen afirmando que existen dos clases de educación, una para ricos y otra para pobres; controvertirla sería hacer propio el principio que orienta el trabajo de Fe y Alegría: “no más escuelas pobres para pobres”.
Las segundas son limitaciones relacionadas con la dimensión cultural de la justicia, es decir limitaciones de reconocimiento (misrecognition). Aquí, según Fraser, las personas se ven impedidas para interactuar en condiciones de paridad “por jerarquías institucionalizadas de valor cultural que les niegan la posición adecuada; en este caso, sufren una desigualdad de estatus, o un reconocimiento fallido” (p. 40). Reconocimiento fallido que no deviene de la desigualdad económica o mala distribución, sino de la ausencia de reconocimiento. Es en esta dimensión que la escuela tiene un extenso trabajo a realizar y en el que hasta ahora se registran las mayores violaciones al ejercicio pleno del derecho humano a la educación. Las luchas por la inclusión son luchas por el reconocimiento y en estas la educación tiene una amplia tarea por realizar.
Las terceras, son limitaciones relacionadas con la dimensión política de la justicia. Si bien las anteriores dimensiones también están relacionadas con lo político, aquí la autora se refiere a las luchas por la representación (participación) de los excluidos en espacios de definición de lo político y la política. Luchas en los que también se espera el accionar político de los maestros y de las escuelas contribuyendo a crear otras políticas, en las que la no exclusión y la disminución de injusticias sean su horizonte.
Quizá los desafíos son más grandes que las posibilidades, pero de eso trata, de mantener activo el principio de esperanza y de apostar por la construcción de otro mundo posible, más justo y con mayores oportunidades; y en esa tarea, es necesario hacer visible nuestra acción pedagógica, ética y política como co-constructores de esas utopías.
Notas
4 En el caso colombiano, se puede afirmar que la noción de “derecho a la educación” ha estado ligada a una connotación jurídica imbricada en los marcos de la institucionalidad y no consustancial a los sujetos de derecho. Es decir, lo jurídico (el derecho) defiende prioritariamente los intereses de los gobiernos y no de los sujetos. Se reconoce la existencia de un gran número de normas pero con vacíos jurídicos y una ausencia de políticas claras y de respaldo financiero para garantizarlo. Prevalece un modelo de educación sostenido en las teorías del capital humano, en el marco de un modelo de desarrollo que busca maximizar una concepción estrecha de política social que se expresa en una disminución progresiva de los recursos fiscales que se le destinan al sector (Martínez, MC y Soler, 2012).
5 Reconocimiento y participación se conceptualizan más adelante en este mismo documento.
6 Comprendidas como las oportunidades para romper círculos de discriminación.
7 Enfoque de derecho que a nuestro juicio es excluyente e incompleto.
8 Cuando se habla tanto del maestro ya no se sabe qué es lo que se dice de él. Algunos creen que lo saben todo, que lo comprenden cuando le definen su oficio o su perfil ideal fácilmente. Pero reconocer la nueva disposición del papel del maestro en tales signos es equivocar la disposición fundamental, es descuidar por completo las relaciones en las que entra el maestro entre tales manifestaciones y lo que las hizo posibles (Martínez, 2010).
9 Citamos entre estas: materializar intereses y perspectivas de los menos favorecidos sin abandonar aspectos generales que permitan el acceso a múltiples conocimientos; generar prácticas de aprendizaje no jerarquizadas, de cooperación, y de participación, eliminando, entonces, pruebas competitivas; y un currículo estructurado con la intención de disminuir situaciones de desigualdad.
Referencias
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