ARTÍCULOS
El cadáver como texto estético (Avatares semióticos de la necroscopia)
The corpse of aesthetic text (Semiotic Journeys of Necropsy)
Eder García Dussá*
* Profesor de la Universidad de La Salle. edergarciad@yahoo.com
Artículo recibido el 31 de julio de 2007 y aprobado el 31 de octubre de 2007
Resumen:
Tomando como referencia principal el performance artístico Mundos corporales del médico alemán Von Hagens, se adelanta un esfuerzo por interpretar el suceso textual dentro de algunas pistas conceptuales del psicoanálisis. La visión museizada del cadáver actúa como un espejo del cuerpo humano a través del cual el espectador satisface una pulsión de muerte. El goce, ese excedente del enfrentamiento visual con ese tipo de texto estético, suscita una relación estrecha con un querer-saber sobre (el) ser humano que, a la postre, se acepta o se rechaza a voluntad del espectador.
Palabras clave: Performance artístico, goce escópico, pulsión de muerte, sociabilidad de la mirada, ready made.
Abstract
Taking the artistic performance "Bodily worlds" as a principal reference from the german doctor Gunther Von Hagens, an effort is advanced to interpret the textual event inside some conceptual tracks of the psychoanalysis. The museum-like vision of the corpse acts as a mirror of the human body across which the spectator satisfies his/her drive of death. The enjoyment, that surplus of the visual clash with this type of esthetic text, provokes a close relationship with a wish to know about the human being that its accepted or rejected by the spectator desires.
Keywords: Artistic performance, scopic enjoyment, dead pulse, glance sociability, ready-made.
El acontecimiento
El médico alemán Gunther von Hagens, de la Universidad de Heidelberg, ha sorprendido con un extraño espectáculo de cadáveres genuinos ordenados artísticamente y que ha llamado, desde 1996, Mundos corporales. La controversia no se ha hecho esperar y las críticas se concentran en evaluar el performance artístico como "macabro", y "morboso". A pesar de ello, la colección de 175 partes del cuerpo y 25 cadáveres, se ha presentado en muchas naciones, entre ellas Alemania, Japón, Suiza, Austria y Estados Unidos. Por ejemplo, sólo en Tokio, en marzo de 2003, reunió 2,022.653 de visitantes, con similar número en Austria. Sorprende constatar que, en total, la asistencia ya sobrepasa la cantidad de 17 millones de visitas en muchos países. Gunther Von Hagens no se cansa de justificar la intención artística de su muestra, afirmando el valor pedagógico de esta incursión en la "belleza interna" del cuerpo; al respecto advierte que esa forma de mostrar el cuerpo recuerda la mortalidad del ser humano de una forma decente, no alarmante.
Entre las piezas exhibidas, llama la atención la comparación que puede hacerse de un hígado sano frente a uno con cirrosis o estas dos muestras, contrastando con otro que deja ver los efectos de metástasis cancerosa en sus tejidos. Se puede apreciar, también, un jinete con el cráneo partido en dos y los músculos del cuerpo afinadamente tensados, o un cadáver apoyado sobre la cadera y con el vientre abierto mostrando los entresijos, el cuerpo diseccionado de una mujer embarazada de ocho meses que deja ver el feto muerto en su propio vientre o, incluso, un cadáver que lleva en el brazo extendido su propia piel, como si se tratase de un vestido del que se acabara de remover y que evoca la imagen del apóstol San Bartolomé, tal como lo representó Miguel Ángel en el fresco del Juicio Final (15361541) y que reposa en la Capilla Sixtina.
Pues bien, cuatro siglos después de la representación artística del mártir Bartolomé, se distingue "en vivo y en directo", una presentificación similar, y también en el marco de lo artístico: "arte anatómico", sin más. El agua y los lípidos de esos cuerpos exhibidos por el alemán son una resina elástica de silicón y rígidos de epóxicas, que los dejan ver en su textura y color reales, son inodoros y no emiten efluvios horripilantes; aún más, se pueden colocar en cualquier rincón del museo o de la casa. Por ejemplo, estéticamente dispuesto para adornar, el nieto podrá ver a su abuelo, o cualquier ancestro amado como un accesorio más de la sala de reposo. Así las cosas, el cuerpo, sin el peligro de que se muestre como la sustancial talega de excrementos que es, se plastifica para que los vivos lo podamos percibir, prístino y jovial... ¡Una auténtica algarabía! Sí, porque final-mente va en contra de la convención occidental de que lo valioso, el "gran tesoro del cuerpo", una vez estático, debe permanecer escondido. He aquí la intrepidez de Von Hagens: profanar lo sagrado, cuyo destino es permanecer o-culto y quizá por esto es fácil colocarlo como objeto de culto.
Comencemos de nuevo. Hay cadáveres que no tienen el fin de ser sepultados para, así, conservarlos simplemente en la memoria; sino que ahora se los sustrae de su ausencia predilecta como entes reales y se hacen circular en la lógica de los objetos estéticos. Sin duda, es una moderna forma de profanar los cuerpos inertes, con el permiso que ofrece una cierta estética actual, que cada vez más tiende a mostrar lo privado como público y lo sagrado como profano, haciendo que se intente satisfacer una curiosidad sobre la que han caído tantas advertencias, a saber: las entrañas.
Ahora bien, antes de conocer el performance de Von Hagens, no había curioseado sobre la causa de la sepultura de cadáveres. Ni siquiera se me había insinuado la cuestión con la exagerada atención que presto a los especiales de Discovery Channel sobre la serie "Autopsia de una momia". Sin embargo, ahora, parece la pregunta fundamental. Ciertamente, el hecho de que se crea que existe un más allá, confundido con una visión dualista del ser humano (psique y soma), serviría para satisfacer la pregunta; sin embargo, aquí las posturas antropológicas sobre los ritos funerarios de tránsito quedan invertidas y el cadáver, ahora plastificado, descansa en el más acá, sin importar mucho qué pasa con su alma. El conjunto de beneficios sobre este hecho es apenas sospechable, siendo lo único cierto el hecho de que muchos espectadores sienten el ímpetu de ver el cuerpo humano eternizado en la muestra de Von Hagens, aunque luego se estremezcan al reconocer su funcionamiento interno, ese cuerpo interno tan... extrañamente familiar (Das Unheimliche: lo ominoso). Así que habrá que salir del campo de la antropología e internarse en la selva de algunos conceptos de la psicología profunda para intentar satisfacer alguna aproximación interpretativa sobre el asunto en cuestión.
Del cadáver a su est-ética: avatares semióticos del texto necroscópico
En septiembre de 1895 el joven Sigmund Freud, en su Esbozo de una psicología para neurólogos, concibe al sujeto como una máquina (al igual que el fisiólogo belga Vesalio) cuya directriz de funcionamiento es un principio regulador de equilibrio, llamado 'El principio del placer'. Con Von Hagens esto es un hecho visual. Tal intuición de Freud es de orden estético: el bien mayor que debe alcanzar el sujeto es la satisfacción de sus deseos, de lo contrario alcanza su descomposición. Lo bueno es lo bello. Pero el Freud de 1920 es otro; en su magno texto Más allá del principio del placer, algo se impone a su teoría: existe un fenómeno interno que atenta contra el aparato mismo, que azuza destrucción, con lo cual se inserta en el aparato psíquico la entropía. Se introduce así en la máquina humana el mal. Freud lo llama "pulsión de muerte", ser mítico y magno en su indeterminación. El resultado es que Freud no puede no evitar sacar a la luz la ley que mueve al sujeto: el ser humano no busca el placer, sino el dolor. Si esto es aceptable, entonces, se debe corregir: el sujeto busca placer en el dolor. Esta tendencia fue llamada por Freud "masoquismo primordial", colocada en su justo lugar en el mundo como el verdadero motor del cuerpo humano.
Jacques Lacan, el psicoanalista francés que tuvo por tarea releer a Freud desde las nociones saussurianas, le da otro nombre: goce. Y actualiza la ética freudiana al preguntar: "¿has actuado conforme a tus deseos?". Goce para Lacan es "la satisfacción de una pulsión" (Lacan, 1988). El goce es la acción de reparar un déficit orgánico, es la búsqueda al no-ser, la aspiración de ser-nada, de estar tranquilo porque se llega a pensar que no hay nada más que saber; porque se piensa que se ha profanado suficientemente el paraíso y ya nada más hay que hacer. En tal sentido, el goce es la satisfacción de la pulsión de muerte. A partir de ese descubrimiento se cierra el camino de regreso a lo-real y sólo queda el del destierro y la habitación en el lenguaje. Por eso muchas histéricas reemplazan el comercio carnal por un discurso: "háblame, dime" (parler pour), porque en los dos casos se suspende el deseo, hay goce parcial, hay satisfacción de la pulsión de muerte. Estas ideas permiten mantener nuestra cuestión dentro de la concepción est-ética: el sujeto no escudriña su bien, sino su mal: busca placer en lo malo. Tal como afirma Morales Ascencio: "Hay mucho más placer en hacerse y hacer el mal que en el bien" (Morales, 1996). Esta es la mala nueva, pero con antiquísimas raíces. Para los griegos hay marcas de maldad en el cuerpo, considerado la cárcel del alma. Mucho más tarde el fraile Martín Lutero, en el siglo XVI, recordaba que el hombre es malo por naturaleza, es pecaminosidad constitutiva. El pecado original se hereda, por abrazarse a él y hacerlo suyo. Incluso, aún muchos jóvenes consideran el autoerotismo un acto malo; el cuerpo integra la perversidad y "el sexo es mal consejero", porque gozar a través del cuerpo es manipular la sustancia que mueve la concupiscencia. Pero, el deseo tiende al mal y, abstenerse de hacerlo es renunciar a él mismo, motor de todo sujeto, pues ¿qué mejor prueba de no-ser, que no-desear?
Lacan insiste en estas ideas al afirmar que "(...) El mal está en lamateria. Pero el mal también puede estar en otro lado (...) El mal puede estar en la cosa, en tanto ella mantiene la presencia de lo humano" (Lacan, 1988). La cosa, Das Ding, aquel vacío que, invocando la materia significante, es marcado por ella, se mueve entre lo real y lo simbólico, y puesta como vacío, precipita la realización estética. En otros términos, la (pulsión de) muerte, toma la vía de la creación. Freud relaciona la creación no con la cosa, sino con las cosas, Die sache, movida por la sublimación; es decir, aquel destino de la pulsión (de muerte) que convierte un fin sexual en un fin social. Y allí coloca el arte, la religión y la ciencia. Lacan coloca preferentemente la palabra (la lengua). La palabra es la muerte de la cosa que ella nombra, tal como lo sugiere Borges en su hermoso poema El Golem. Hablar o escribir, entonces, es una respuesta ante la muerte, y la respuesta siempre es una creación ( j'oui sens, es decir, jouissance). La palabra crea la cosa. Pero, paradójicamente, la cosa, una vez nominada, deja de importar porque ya puede dominarse con la palabra que la representa: En la palabra rosa está la rosa, y todo el río Nilo en la palabra Nilo. Y sabido es que, en el orbe humano, preñado de actos simbólicos, el olvido es la mejor forma de matar. El horror de la muerte es su recuerdo nostálgico; mientras la muerte radical consiste en que ya ni se recuerde su nombre o un nombre cualquiera.
Hora de precisiones. Una vez se ha reconocido el terreno de la pulsión de muerte, se justificó la vertiente estética del placer. Este recorrido llevó a las costas del mal y esto al lugar donde la creación y las cosas (Die Sache) se relacionan. Finalmente, con Freud se reconoce otro terreno: la sublimación, aquel acto donde las pulsiones (Triebe: Eros, Tánatos), se evidencian en fines ya no sexuales sino sociales ¿Cómo anudar todo este vericueto conceptual? El ombligo del asunto puede verse en la cuestión: ¿cómo puede sostenerse la relación de la creación con el mal? Desde la perspectiva freudiana la réplica es: porque hay posibilidad de crear, de con-figurar eventos culturales: "El acto creador, en tanto produce una innovación, introduce un desorden. Crear es desordenar y también desobedecer"(Morales,1996).Y, al crear, creando también desorden a lo ya dado, se usa la materia, fuente del mal. Es por eso que crear se acomoda en el mismo orden de lo maligno. Al transformarse la materia, ésta refleja su fuente maligna. Así las cosas, el origen de la creación tiene que ver con la muerte y el mal, pues lo que se sublima en la manipulación creadora es, finalmente, la pulsión de muerte. Eso se traduce en un cierto goce, en fruición. Sin más rodeos: ante la pulsión de muerte (Tánatos), emerge la creación (Eros). Cosa rara en apariencia: Eros, que es unión, surge de la pulsión de muerte-sublimada, del caos, de la desarticulación. Por tanto, la pulsióndemuerte no mata, sino que vivifica, eterniza, hace volver a comenzar, crea nuevas lógicas.
Si esto está bien re-flexionado, entonces habrá que cobijar otra premisa: el concepto de creación no excluye la presencia de la muerte, sino que justamente la con-tiene como germen. Con lo que se comprende que este rodeo fue importante en la medida en que Von Hagens promueve una estética, una estética de la muerte. Muerte, porque la escultura es la muerte de la piedra; la música, la muerte del silencio, etc. Pero, y he aquí lo novedoso del performance de Von Hagens: sus modelos son la muerte del cuerpo humano muerto. Mostrar un cadáver es ponerlo ante la muerte para exorcizarla. El performance Mundos corporales, entonces, como experiencia estética, al colocar el cuerpo, el textocadáverplastinado mata la cosa que representa: la muerte. Claramente, estamos entendiendo que es una muerte de la muerte. Es decir, la plastinación insiste en que la presencia somática del cuerpo muerto sea magnificada como una eternidad y vista como un objeto-fetiche, sirve para gozar. Poner la muerte muerta es la forma en que Von Hagens anuda de otro modo un goce: hace del goce desaforado de la pulsión de muerte, un goce que puede incluirse en el espectro de un sentido estético.
Así las cosas, antes que detenerse en pensar el acto funerario como un "rito de paso", basado en la creencia religiosa de un más allá, lo que muestra Von Hagnes es un más acá, cruzado por la idea de que, viendo un cadáver, se levanta un goce escópico de la muerte: se profana ya no el cuerpo, sino el límite de lo que a ojos vista, se ofrece, tal como lo pensó alguna vez el psicoanalista francés Charles Melman. Y lo que se ofrece no es una representación que evoca la muerte,sino una presentación lograda y por fin manipulable que permite satisfacer la pulsióndemuerte, a pesar de lo ominoso de la experiencia. A falta de poder gozar del sexo, que es tanático bajo el manto de Eros, ¿cómo no verse fascinado por la mirada de lo real de la muerte puesta en el cadáver plastificado?, y ¿cómo no gozar con ver "la muerte" de frente, que es la coronación del acto amatorio? Sí, porque amor y muerte obedecen a un único momento empírico: amor = muerte, psico-semánticamente expuesto en el verbo joder (con vecindad fonética de Gaudere: gozar). Esto lo han defendido psicoanalistas reforzando la tesis de que el motor del sujeto es el deseo, que mueve a satisfacer plenamente al sujeto. El deseo mueve el cuerpo hacia su completitud, hacia el ser. Y lo logra parcialmente en el acto amatorio por excelencia, el sexual, pues se supone que allí se llega a la satisfacción plena, aunque pasajera, del deseo. Quien no desea, como en el chico tiempo del comercio carnal, no-es, mejor dicho, es-nada. En otras palabras, abraza la muerte por instantes y luego vuelve al mundo de la necesidad, del des-ser. En el acto sexual, el sujeto satisface su mayor deseo: el de no tener que desear más, el de no-ser-más sujeto-deseante, y luego vuelve al camino de retorno hacia el paraíso perdido. La pulsión de vida hace compaginar su opuesto en un acto, y de resultas, la pulsión de muerte se hace con-fusión con él. Ahora, en ese momento de la observación del performance artístico del alemán, no hay embargo del goce, sino lo contrario, sólo satisfacción pública de la pulsión de muerte.
Las miradas y el goce escópico
Ahora bien, antes de terminar con estas ideas, pretendo detenerme en cuatro aspectos que contribuirán a la digresión que he adelantado hasta ahora sobre el performance en cuestión, no para concluirla, sino lo contrario, para dejar el suspenso allí, donde es justo no acabar la cuestión, sino prolongarla como objeto de estudio dentro de las posibilidades de una cierta perspectiva transdisciplinar.
En algún momento de nuestra vida, hemos estado, inevitablemente, estimulados a ver un cadáver. En la calle, en el ataúd, en la pantalla televisiva o en el relato del descriptor. La experiencia no deja de ser extraña porque, la mayor de las veces, deseamos ver un muerto para luego rechazar en algún momento la mirada sobre él. Pero, no siempre sucede así. Con un objeto-escópico-neutro, un extraño, por ejemplo, puede pasar que hay, más bien, un momento de fascinación; la mirada se prolonga, incluso con curiosidad, más aún si está en la atmósfera de lo estético. Entonces, pueden suceder dos fenómenos:
a. Suscita la ad-mira-ción. El cadáver como discurso no moviliza un saber sobre el ser, sino un querer ver sobre el ser. Insiste en su ex-sistencia con fascinación. Fascinum; de esta expresión proviene el concepto de falo; término entendido como aquel significante o traza material que representa una falta (de completitud) el cual, como evento materializable, paraliza/petrifica/ mata por un momento al sujeto en algún momento de su vida y que Freud metaforiza con la cabeza de Medusa. El cadáver aquí actúa a guisa de falo, presentificándolo. Todos alguna vez en la vida, desde la infancia, hemos querido saber qué llevamos dentro, cómo es un cuerpo por dentro. El performance satisface esa curiosidad, aunque deje como efecto, la parálisis visual momentánea. En este caso, la acción de mirar se convierte en un juego de activo a pasivo que no puede pasar desprevenido para nadie: el sujeto, entonces, fascinado, se detiene a mirar y termina siendo mirado, re-conocido. Aquí es el otro, el otro-objeto quien reconoce al sujeto espectador. Es la mirada del otro el que permite entrever un deseo: el deseo de ser reconocido por el otro de la muerte. El sujeto, entonces, es porque no-es en el espejo. Esto lo que hace es comprobar esa tesis antigua de los psicoanalistas cuando afirman que la simbólica del cuerpo humano se enriquece a medida que se pasa de lo imaginario a lo real de los fantasmas sobre lo que es el sujeto; revela, pues que el cuerpo humano es siempre lenguaje visual y auditivo sobre el cuerpo, lo que comprueba que el cuerpo es algo que no se comprueba, sino algo que se construye, por ejemplo con el texto estético (cfr. Bernard, 1994). Así las cosas, el sujeto es, porque es-nada cuando es reconocido, y también porque es eternamente un organismo que es devuelto en el acto de la mirada, a su masa de tejidos mecánicos e in-mundos. Es, finalmente, la estética de lo antiestético, coloquialmente hablando. El repudio de lo que se es, a través de lo que ya no-se-es, queriendo ser en el espacio artístico. Esto nos lleva al segundo fenómeno:
b. Si el performance permite ver lo que se es, en el juego de lo que "no-es-siendo", se abre la posibilidad de explicar por qué el impulso de muchos espectadores que tan pronto ven un cadáver se inclinan a retirar la mirada bruscamente, o simplemente, presencian la conducta de negar a reconocer el suceso, que es, finalmente, una negación a reconocerse como masa de tejidos y fluidos asquerosos. Pues, tal como lo expresó Odon de Cluny: "Considerad lo que se oculta en las narices, en la garganta, en el vientre: por todas partes suciedades. Nosotros a quienes repugna incluso con el dedo el vómito o el estiércol, ¿cómo podemos desear estrechar en nuestros brazos el saco mismo de excrementos?" (Allouch, 1996). En este caso, hay, así, una sensación de rechazo- expulsión, de algo familiar, pero, no obstante, espeluznante, siniestro. Símbolo de una Ausstobung (represión por expulsión), pues tal como afirma Tamayo:
Ese ¡qué asco!, presenta una crítica que no es sino un ataque al espejo (...) Esa expresión también se produce en la ocasión de contemplar a otro realizando aquello que oscuramente deseamos, ante algo que, en ocasiones, ni siquiera ante nosotros mismos reconocemos desear. Es decir, la expresión ocurre, como en la histeria, también ante la ocurrencia de algo rechazado por y de nosotros (Tamayo, 2000).
Como se nota, en los dos casos se mira, para ser mirado en esa política estética de "ofrecer el hecho", de "presentar la verdad", en lugar de representarla. En el primer caso, se mira para quedar estático, absorto; en el segundo, para mirar y retirar la mirada para que quede re-primido el concepto de la mortalidad. El sujeto se cree inmortal, y rechaza la idea de finitud. Esta vocación de transparencia enunciativa que origina una confusión reflexiva, también sucede con la obra del pintor español Diego Velásquez, Las meninas de 1656. Al mirar al pintor, él mismo representado allí, vemos que Velázquez nos observa. En efecto, si evadimos parcialmente la representación del famoso espejo del cuadro y concentramos todos los esfuerzos en la representación autorretratada del artista, éste dirige la mirada hacia el (los) espectador(es). La mirada del propio Velásquez, atrapala esencia del voyerista. No obstante, en esa experiencia estética, el receptor gozado no recibe retroalimentación, queda atrapado en la pintura de la pintura sin poder reconocer su identidad, queda eternizado en la representación, en el lenguaje: en suma, queda paralizado, al tiempo que perseverado. Me atrevo así a hablar de una "sociabilidad de la mirada", porque aquí concretamente la experiencia sobre la obra es un exponerse (a no reconocerse), que pone a jugar órdenes de lo visible, vale decir, dis-positivos de visibilidad que excluyen o atrapan al otro como sujeto, sujeto que aquí queda reconstruido en su materialialidad como un nuevo cuerpo. De allí el carácter inscriptor de toda experiencia artística, o mejor decir: su carácter criptográmico, carácter de pro-vocación, cuando dicha exposición deja ver lo que no es visible, bajo la fórmula de la insinuación (Debray,1994). Pero también de desaparición de sujeto, porque si, particularizando, el modelo soy yo, no me veo representado; en ese sentido si quedo preso del artificio de la mano de Velázquez, no sé quién soy, es decir, quedo preso como una representación sin identidad. Atrayente resulta, pues, la duda que abre sustancialmente la captura de un Yo por parte de Otro...¿Quién soy Yo? ¿Qué es la representación yo? ¿Dónde reside el yo? ¿Acaso yo es el otro? De ser apresado por el retrato del retrato, me vería "al revés", evocando el otro lado de la psiqué (el inconsciente): ¿puedo verme o siempre me veo al revés? ¿Cómo me ve el otro?
Ahora bien, cuando comenté estas últimas reflexiones hace un tiempo al semiólogo Andrés Díaz-Viana, me preguntaba si eso también se podía emparentar con la observación de un porno-texto. Después de una prolongada reflexión sobre esta idea, que por unos días no pasó de ser un comentario insulso, recordé la tesis de que, en todo caso, el comercio carnal es un acto que involucra lo tanático en el manto de lo erótico y a muchos sujetos les sucede que al ver un porno-texto su reacción es la repulsión, y terminan retirándose de esos andamiajes texturales repetitivos. Para ajustar esto a mi problema personal con Von Hagens, resumí su querella en la cuestión: ¿se presentan los mismos avatares en la observación de un acto pornográfico y del performance vonhagensiano? Esto dio paso al segundo aspecto, de los cuatro que fijé hace un momento.
En principio, la visión de un texto porno-gráfico (incluso, un texto místico o religioso) se iguala a la visión del texto-cadáver agenciado por nuestro perversito alemán (¿?) Como género, la pornografía supone que revela todo cuanto hay allí en la coreografía carnal, esto es, que no oculta nada. Ésta es la misma intención que parece delinearse en el performance de Von Hagens. Indudablemente, casi todo es visto por el espectador del porno-texto y del performance. Pero hay una coincidencia más. Creo ver que en ese espectador de uno y otro caso no hay más sujetos radicalmente perdidos y elementalmente perversos1. Su perversión no coincide con su supuesta "suciedad textural"al tener contacto con ese tipo de eventos semióticos, sino por la propia naturaleza textual de esos productos est-éticos, ya que el espectador es forzado de antemano a ocupar una posición perversa. Me explico. En lugar de estar del lado de lo visto, su mirada recae sobre él mismo como espectador. No son los actores porno ni los cadáveres plastificados los objetos, sino el espectador, dado que éste es reducido a la condición de objeto-(de la)-mirada. No posee otra función la repetitiva estrategia de la mirada suspendida de los actores porno ni la mirada eterna y marmórea de las esculturas llenas de acetona. Por ejemplo, en muchas películas porno-gráficas lo habitual es que la actriz, en el momento del máximo placer, mire directamente a la cámara, encarando así al objeto paralizado de su mirada: el voyerista voluntario. La mirada femínea paraliza al espectador. Así, pues, este tipo de experiencias atrapan al sujeto y lo convierten en objeto de su juego escópico -simbólico-. Estas actrices son mujeres-Medusa y, por tanto, objetos feminizados, al igual que los cadáveres acetonados2. En otras palabras, la pornografía y la necroscopia pasan por alto al otro-sujeto, para dejarlo como él objeto; y esta omisión tiene la forma de un encuentro que falta. Al ir lejos tanto la película, como el cadáver mostrando todo de su interior, al mostrarlo todo, van demasiado lejos: omiten al sujeto que los mira. Los reducen a objeto-de-una-mirada-ominosa; y en la experiencia de ver a Velázquez autorretratado, pasa algo similar: el espectador queda en la posición de objeto (de (su) arte).
Entonces, si alguien se precipita al querer mostrarlo todo del cuerpo, necesariamente se pierde lo buscado y el efecto puede pasar a ser depresivo, como sucede con géneros pornográficos extremos (Extreme Gang Bang, el Bukaki o más fielmente el cine Gore, donde el acto del amor se iguala a la muerte, saltando de lo imaginario a lo real del acto), al igual que el cadáver apoyado sobre la cadera y con el vientre abierto mostrando los entresijos y el cuerpo diseccionado de una mujer embarazada de ocho meses con su feto dentro. E, igualmente, en las dos muestras, su mirada produce un terror sutil, pues tal como afirma el semiólogo francés Barthes, el striptease está fundado en una contradicción: desexualiza a la mujer en el mismo momento en que la desnuda. Por tanto, se trata de un espectáculo del miedo, o más bien, del "me das miedo", como si el erotismo dejara en el ambiente una especie de delicioso terror, como si fuera suficiente anunciar los signos rituales del erotismo para provocar, a la vez, la idea de sexo y su conjura.
Así las cosas, estos dos tipos de texto,no son más que una variante más de la paradoja de Aquiles y la tortuga. Aquiles, el de los pies ligeros, puede dejar la tortuga en una carrera, pero no puede darle alcance, unirse a ella y contar dos corriendo. Se va muy despacio o muy rápido. En cuanto se muestra el acto sexual o el acto tanático, su encanto se desvanece, se ha ido muy lejos, queda una fornicación sin sentido o la observación de un cadáver expuesto. En ese momento de lectura, los modos narrativos pierden toda funcionalidad y terminan sobrando, pues es sabido que en las cintas XXX, antes de que se pase a la actividad sexual, se necesita una introducción, generalmente tramas estúpidas que sirven de pretexto que los actores empiecen su comercio sexual (v. gr. El ama de casa llama a un plomero, una secretaria se presenta ante el gerente, el pizzero que lleva "el pedido" a domicilio...); igualmente, en el performance de von Hagens, sobra todo comentario y sólo queda el estremecimiento, el silencio que atrapa todo de la experiencia. La mujer desnuda gozando y el cadáver petrificado y petrificando muestran el mal para perturbarlo con más facilidad y exorcizarlo. En términos de Barthes (1957). "(...) Algunos átomos de erotismo, recortados por la propia situación del espectáculo, son absorbidos por un ritual tranquilizante que borra la carne de la misma manera que la vacuna o el tabú fijan y contienen la enfermedad o la falta".
Por otra parte, se puede constatar en el performance vonhagensiano una creciente devoción al cuerpo, pero con objetivos no necesariamente materiales, como el del acceso a una verdad que se mantiene oculta desde la infancia (¿qué llevo dentro?, ¿quién soy en mis entrañas?, ¿qué escondo en mi interior que es tan sagrado como para guardarlo después de su defunción?). Esto ya tiene sus raíces en algunas mentalidades y sus comportamientos de la Edad Media. En ese entonces lo que se hacía con el cuerpo era el medio para acceder a la salvación/ redención, incluso a la verdad divina. El cuerpo era visto ya no como prisión o tumba, sino como vehículo de efusión mística. Eso parece comprobarse si se ojean actividades de la Baja Edad Media, donde los sujetos piadosos torturaban sus cuerpos con fines religiosos como un medio para unirse con el cuerpo de Cristo, tradición que se conserva en la actualidad en algunos rituales de Semana Santa en comunidades católicas. No era de extrañar, entonces, que se materializaran elementos simbólicos religiosos como la hostia consagrada o imagen del cuerpo de Cristo en el cielo, con lo cual se insistía en desdeñar la materia corporal humana e incluso en transformarla, siguiendo el pensamiento cristiano de desestimar la fuente de lo malo para salvar lo espiritual y alojarlo en el orbe paradisíaco. Incluso, determinados órganos del cuerpo de Cristo eran venerados por los devotos de forma que hoy día parece asombrosa:
(...) los artistas del siglo XV llamaban fuertemente la atención sobre el pene del cristo joven o adulto. También el culto al santo prepucio gozó de gran popularidad en los últimos años de la Edad Media (...) Birgitta de Suecia recibió una revelación de Dios que le decía donde se conservaba el prepucio de Cristo en la tierra; y la beguina vienesa Agnes Blannbekin, en una visión, acogió el prepucio en su boca y, al probarlo, lo encontró tan dulce como la miel (Bynum, 1990).
Así, todo lo que se hacía al manipular el cuerpo, era causa de la búsqueda de un encuentro con lo escondido, con lo íntimo y verdadero. No es gratuito, asimismo, que se plastifiquen imágenes divinas (vírgenes, santos o espíritus), y se usen "mágicamente" para intentar así acceder a la luz-sabia del otro orbe. Igualmente, se puede especular que el intento de divinizar nuevamente el cuerpo humano o partes de él al plastificarlo, es una fórmula antigua traída ahora con fines adoradores: el cuerpo plastificado sería la prueba de un deseo de fusión con el mundo supra-terrenal.
Finalmente, el cuarto aspecto, que pretende movilizar alguna razón de por qué el performance artístico Mundos corporales es definido testarudamente como una experiencia est-ética. Es fácil aceptar que la experiencia está inscrita en una realidad semiótica, porque es un juego sígnico que suscita interpretaciones, se construye con sus propios términos y según sus propias leyes. El texto visual muestra lo escondido y así actualiza una gama de saberes, percepciones y habilidades de interpretación. Estéticamente, actúa como una fotografía, pues congela el tiempo, y a la vez resulta ser una apropiación plástica del espacio. Es, entonces, una suspensión y una actualización.
Sánchez Vásquez (1992) propone tres condiciones para que un arte-facto sea estético: a) propiedades físicas. Hay objeto estético donde hay objeto físico. b) Propiedades icónicas. El objeto-imagen es un objeto sensible y por eso debe contar con condiciones de aprehensibilidad sensorial para que alcance su estatuto y sea visible. c) Institucionalización cultural. Las anteriores propiedades deben hacer parte de un reino de ideas materializadas compartidas, de la enciclopedia de una cultura. El cadáver plastificado tiene las condiciones físicas que lo hacen visible y cuenta con los principios culturales que nos permiten ya verlo como en el museo. Von Hagens lo ha elaborado icónicamente y, así destaca lo imaginario de ese real y queda a la espera de un encuentro entre observador dispuesto y el objeto estetizado al cumplir con tales condiciones. Pero, esto está inscrito en una novedad, a saber: no se trata de una semejanza con la realidad, es la realidad en reglas textuales que detentan la gramática real del tejido corporal. No una gramática mimética, sino una gramática de la veracidad, auspiciada por una tecnología médica.
Como se nota, la relación estética establece así un novedoso contrato entre sujeto-objeto (auditorio) y objeto-sujeto (cadáver). Se trata de seguir defendiendo la idea de que en la inauguración del acto como tal, desde la mirada inicial, ya no hay sujetos, de ningún lado, sino lo que queda es la presencia de unos objetos. Es que, ciertamente, los cadáveres ya no son sujetos, sino objetos Ready-made3. La perversión la estira Von Hagens hasta hacer del muerto, de las cosas (Die Sache), lo-bello-eterno, incrustadas en el marco del invento del dadaísta Duchamp. El cadáver es idéntico al urinario, al portabotellas o al accesorio de la bicicleta que sirvieron de esculturas al francés. Esta es la justificación de por qué estamos viendo en 25 muertos plastificados una obra de arte: el arte consiste en dar forma, y por este camino hacer objetos en el espacio. Pero el arte contemporáneo consiste en hacer otra cosa, a saber: la representación icónica cede paso a la presencia textural, en un espacio-tiempo que no respeta límites. Como indicó Pere Salabert, en el Museo de Arte Moderno, en Cali, "la presa del arte contemporáneo es ahora el tiempo extendido". Y, si confiamos en Omar Calabrese, lo neo-barroco es lo actual, y esto equivale a decir que el adorno satura (Calabrese,1989).¿Qué mejor ejemplo de la saturación del espacio textual que la infinidad de entre-tejidos que puede revelar el cuerpo humano? Arte neobarroco, entonces, inscrito en la dicotomía distorsión-perversión: cadáveres que muestran presentaciones sin límites con dispersión del patrimonio.
El cuerpo plastificado se ha extraído de la vida real (igual que el cuerpo roído que se expone en vivo en los Reality Show), para estar en otro espacio y que, a través de la hiperrealidad inefable se hace Ready Made, porque "(...) objeto, individuo o situación es un Ready made en la medida en que de cualquiera de ellos puede decirse lo que Duchamp dice del portabotellas: existe, lo he reencontrado" (Baudrillard, 1996). Y con el cuerpo plastificado, ahora en el museo, decir algo más, muy sustancial al ser humano: "ya sé que es el cuerpo por dentro", "ya se quién es mi cuerpo".
Patente determinación en la exposición estética del artista paisa Juan Fernando Ospina con su exposición Lugares del reposo (2004), donde el estudio, hecho funeraria, muestra cómo el ataúd es la mejor expresión para desmitificar el cadáver, de "jugar con la muerte, reírse con ella, verla como un elemento cotidiano; hablar a través de ella de lo que sentimos, de lo que nos pasa, de lo que tememos o deseamos, de lo que vemos, de lo que nos tocó en suerte vivir" (González, 2004). Se sabe que para el día de la inauguración del performance, el estudio se convirtió en sala de velación. Le prestaron a Ospina un carro fúnebre que se parqueó al frente, presentó grandes ampliaciones en color de las puestas en escena y, en mitad de la sala, puso un ataúd en el que, al abrir la ventanita por la que se mira la cara de los muertos, se encontraba una pantalla de televisión en la que se veía un video que mostraba la forma en que se montó la exposición.
Pero también con el performance de la artista Virginia Errázuris (1980), quien mostró una línea de bolsas plásticas transparentes, moldeadas en fila, tal como se entregan los cadáveres de aquellos sujetos caídos en guerra o bajo actos de terrorismo urbano, que en la actualidad, con tanta frecuencia, se actualiza en imágenes que resumen los atentados terroristas y bélicos internacionales y que es frecuente en la prensa y la televisión de países como Colombia (Merewether, 1991). Se desenmascara, entonces, un espacio cultural donde el sujeto se vuelve objeto y su cuerpounmaterialde exhibición, como el mentado caso de aquel médico alemán Güunter von Hagens, autor de una macabra exposición de cadáveres humanos plastificados.
Así, pues, este trabajo artístico resulta ser una forma de estetizar la muerte, al tiempo que una conceptualización del cuerpo biológico inanimado como superficie dividible, vulnerable, sometible y torturable en la topografía del cuerpo social. El arte, entonces, denuncia ese terror tan cotidiano, para que alguien como auditorio quede aterrado. El espectador, atrapado en las huellas fotográficas de imágenes de lo diarios, sabe de su vulnerabilidad y ni siquiera le da nombre: el cadáver arreglado para la foto, descompuesto pero bien plantado, vestido para la ocasión. Belleza turbia, congelada, ambigua, a veces no exenta de erotismo (¿necrofilia?). Terror casi imperceptible, haciendo las veces de compañero audaz y anónimo, siempre ahí, mirando, vigilando, controlando y que no hacen más que recordar la tesis foucaultiana de una ciudad panóptica.
Así las cosas, la labor est-ética del médico alemán no es más que la escenificación de la materia significante de la muerte la cual, puesta en rituales, en espectáculos mitificantes en vivo y en directo, funciona para contrariar la provocación del propósito inicial del terror visual de la muerte y terminar por sepultar todo en la insignificancia: se muestra el mal para perturbarlo con más facilidad y exorcizarlo. Mientras esto ocurre, el espectador, mero objeto de la perversión allí inaugurada, levanta un goce; esto es, satisface públicamente su pulsión de muerte.
Notas
1 Lacan aclara que la posición del perverso está determinada en el núcleo más íntimo de una acción: él no realiza un acto (como el sexual) para su propio placer, sino para el goce del otro. Por eso el comunista es perverso, porque al atormentar a sus víctimas lo hace en nombre del otro, a saber: la necesidad del progreso histórico.
2 Bataille (1976) afirma que en el erotismo, el hombre se siente atraído en esa confusión vida-muerte, y que se sintetiza en el cuerpo-femenino, especialmente, su vulva, mera "llaga": "El objeto del deseo tiene un contenido esencialmente horrible, es el objeto erótico viscoso en el que la virulencia de la vida coincide con la descomposición de la muerte".
3 El teórico del surrealismo André Breton define los ready-made como "objetos prefabricados elevados a la categoría de obra de arte por deseo del artista". Marcel Duchamp es el primero en designar con este nombre a un grupo de obras creadas por él entre 1913 y 1921. Para ello eligió objetos contemporáneos fabricados en serie y los expuso con una intención estética y provocadora. Entre sus ready-made célebres cabe citar la Rueda de bicicleta (1913), colocada sobre un taburete, así como la legendaria Fuente (1917): un urinario de cerámica esmaltada firmado como R. Mutt, nombre de un fabricante de sanitarios neoyorquino.
Bibliografía
Allouch, J. (1996). Erótica del duelo en el tiempo de la muerte seca. Buenos Aires: Epeele.
Bataile, G. (1976). Historia del erotismo Barcelona: Antrhopos.
Barthes, R. (1957). Mitologías. México: Siglo XXI Editores.
Baudrillard, J. (1996). El crimen perfecto. Barcelona: Anagrama.
Bernard, M. (1994). El cuerpo, un fenómeno ambivalente. Barcelona: Paidós.
Calabrese. O. (1989). La era neobarroca. Madrid: Cátedra.
Debray, R. (1994). Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente. Barcelona: Paidós.
Feher, M.; Naddaff, R. y Tazi, N. (eds.) (1990). Fragmentos para una historia del cuerpo humano. Madrid: Taurus.
Freud, S. (1990). Obras completas. Buenos Aires: Amorrortu.
González Uribe, G. (2004). Lugares de reposo. Revista Número, 41.
Lacan, J. (1988). La ética del psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós.
Merewether, CH. (1991). El arte de la violencia. Revista Arte en Colombia, 40.
Montoya, J. (comp.) (2000). La escritura del cuerpo/el cuerpo de la escritura. Medellín: Universidad Nacional de Colombia.
Morales, H. (1996). El psicoanálisis y los tiempos modernos. En: Braunstein, N. (comp.). Constancia del psicoanálisis. México: Siglo XXI.
Sánchez Vásquez, A. (1992). Invitación a la estética. México: Grijalbo.