ARTÍCULOS
*Facultad de Psicología y Ciencias de la Salud. Universidad Católica de Valencia (España). Correo electrónico: ximo.garcia@ucv.es.
Artículo recibido el 13 de junio de 2009 y aprobado el 16 de octubre de 2009.
Resumen
En el presente trabajo, se desarrollan una serie de consideraciones sobre la experiencia religiosa desde una perspectiva fenomenológica. Con punto de partida en la estructura religiosa del ser humano, se centra en la experiencia religiosa como experiencia de encuentro personal con la trascendencia, para desembocar en la experiencia mística como culmen de tal encuentro, caracterizado por un conjunto de rasgos fenomenológicamente específicos. Se destaca, finalmente, la exigencia de cautela a la hora de valorar psicológicamente la experiencia mística, especialmente, cuando la valoración se realiza desde claves psicopatológicas.
Palabras clave
Experiencia religiosa, mística, fenomenología, psicología.
Abstract
In this paper, some considerations on religious experience are explained, from a phenomenological perspective. The starting point is the human being's religious structure, and focuses in religious experience as experience of personal meeting with trascendence, leading in mystic experience as eight of this meet-ing and characterized by a whole of specifics phenomenological features. Finally, it is emphasized the requirement of caution when mystic experience is valued, specially if valuation is carried out from psychopathology.
Key words
Religious experience, mysticism, phenomenology, psychology.
Introducción
La religión es un fenómeno humano complejo, polimorfo y poliédrico y, por tanto, difícilmente acotable y manipulable entre los estrechos márgenes de la perspectiva particular de las ciencias. A fe de tal complejidad, da variedad de definiciones que al tópico "religión" se han dado desde distintos supuestos epistemológicos y antropológicos, así como la falta de unanimidad acerca de la denominación que habría de tener la ciencia, o ciencias, de ésta (Duch, 1988, 2001; Fierro, 1979; Luckmann, 1973). Junto con su complejidad, puede afirmarse, sin lugar a dudas, que la religión es un fenómeno universal; las ciencias de la religión, especialmente la antropología de la religión y la historia de las religiones, atestiguan que en todo tiempo histórico y en toda cultura, si bien de modo diverso y con una mayor o menor complejidad o riqueza simbólica, mítica, ritual, doctrinal e institucional (Croatto, 2002a, 2002b; Elíade, 1999; Díaz, 1999; Díez de Velasco, 1995; Frazer, 2006; Smith, 1995; Vázquez Borau, 2003), el ser humano se muestra como criatura religiosa: desde la antigüedad hasta nuestros días, desde las primitivas sociedades perdidas en la oscuridad de los tiempos y los sistemas de creencias mínimas hasta nuestros días y religiones con complejos sistemas, expresiones e instituciones, desde el Oriente al Occidente, desde los límites habitados del sur a los del norte del globo terráqueo, desde las culturas de cazadores-recolectores a los hipertecnológicamente pertrechados ejecutivos de Wall Street.
En los posmodernos tiempos en que vivimos, para los que se ha profetizado catastróficamente el derrumbe de todo metarrelato, la superación de la metafísica, la erosión y el desgaste progresivo de las imágenes tradicionales del mundo, tiempos de pensamiento débil y fragmentario (cfr. Lyotard, 1987; Vattimo, 1996; Vattimo y Rovatti, 1988) en los que parece que lo religioso haya sucumbido a la profecía de la "muerte de Dios" (F. Nietszche) o, cuando menos, al "eclipse de Dios" (M. Buber), al tambaleamiento de los cimientos sobre los cuales se había construido la sociedad (P. Tillich), la religión sigue siendo, a pesar de la crisis en que se hayan inmersas las estructuras y las formas tradicionales, un fenómeno vivo y dinámico. Hay muchas señales de ello en la sociedad actual: pervivencia, renovación y revitalización de las grandes religiones, especialmente en determinados contextos socioculturales (el caso de la "vieja Europa cristiana", si bien en ese estado de crisis al que más arriba aludíamos; el caso del cristianismo en sus distintas variantes confesionales, en América del Sur), el surgimiento de nuevos movimientos religiosos, el movimiento de la new age, la práctica de la espiritualidad oriental por medio de la meditación trascendental o el budismo, entre otras formas no estrictamente religiosas de religiosidad actuales, valga la paradoja (cfr. Díaz-Salazar, Giner y Velasco, 1996; Tudela, 1995).
Constitutiva religiosidad del ser humano
Son muchas las notas que podrían considerarse constitutivas del ser humano, distintivas del resto de especies animales. Por "notas constitutivas" vamos a entender aquellos rasgos sin los cuales el hombre no es hombre, aquellas características que hacen que un ser humano sea tal y no otra cosa, aquellos atributos que le son intrínsecos y sin los cuales no podemos entenderlo cabalmente y en su justa y real medida. Así, resulta clásico afirmar desde Aristóteles, y con continuidad hasta nuestros días, que el hombre es un ser dotado de racionalidad y de capacidad lingüística y que es un ser de naturaleza comunitaria, entre otras cosas. Entre ellas, que el ser humano es un ser constitutivamente religioso. En lo que sigue trataremos de explicar qué significa esto, en su especificidad, y de justificar tal afirmación.
Afirmaremos en principio que el ser humano es un sistema abierto, en un doble sentido. Primero, en el sentido que desde su condición estructuralmente incompleta, contingente, limitada, insuficiente, finita y, por tanto, menesterosa, se interroga por la totalidad de la existencia. Segundo, en el sentido que debe buscar más allá de sí mismo, en algo que no es él mismo, en algo que trasciende su propia humanidad, las respuestas a sus interrogantes fundamentales, radicales, y en la medida en que no puede ser él mismo el referente de las mismas, puesto que todo proyecto humano que confíe en las solas fuerzas de la persona está abocado al fracaso, a la frustración y a la desesperación, en última instancia. La existencia humana se revela estructuralmente excéntrica (Pannenberg, 1993). Esta característica de la apertura, de la estructural excentricidad del ser humano vendría a relacionarse sustantivamente con la experiencia religiosa, por cuanto ésta puede ser considerada una "experiencia de apertura" (Duch, 1979):
La inquietud metafísica y los interrogantes que ésta suscita sobre la existencia en toda su amplitud, el carácter trascendental de la experiencia humana (Lotz, 1982), con todo lo que comporta, es la vía por la cual el hombre experimenta, primero en un nivel puramente experiencial, intuitivo o prerracional, y después, en un nivel abstracto, consciente, formalizado y racional -la experiencia religiosa o contexto de descubrimiento, y la teología o contexto de justificación de la misma, respectivamente, según Fraijó (2000)-. La presencia interpelativa de un "totalmente otro" trascendente, de "lo sagrado" (Otto, 1991; Van der Leeuw, 1975). Como ser incompleto, contingente, limitado, insuficiente, finito y en situación, por tanto, de menesterosidad existencial, el hombre ha tratado de hallar en un "absoluto", concebido de modos distintos en distintas tradiciones religiosas, el referente de la existencia, la respuesta a sus interrogantes radicales, fundamentales, esto es, relativos al fundamento de aquella (Kolakowski, 1985). "Absoluto" que permanece en una dimensión relativa al "misterio", como algo inabarcable, inalcanzable, inescrutable por el hombre con las posibilidades de su sola razón especulativa: "la referencia al misterio en general es un constitutivo esencial del hombre, es uno de sus 'existenciarios' (De la Pienda, 1998, p. 125). La religiosidad es una manifestación de la apertura de la persona a la trascendencia, interpelada por ésta y posible por un "sentido de lo sagrado" (Martín Velasco, 1993; , una experiencia del "lazo vital del hombre y la sociedad con la fuente de todo ser" (Vergote, 1973), de "relación a algo sobrehumano y supermundano" (Grom, 1994, p. 404), de religación con lo trascendente, constituyendo un "hecho originario, una experiencia y una intuición simbólicas inmediatas" (Vergote, 1973, p. 62), constituyendo un modo "a priori o vivencia originaria anclada en la profundidad del hombre anterior a sus relaciones con el mundo" (Duch, 2005, p. 19).
Que el hombre es animal religioso, homo religiosus, "anima naturaliter religiosa", parece algo incontestable (Ortiz Angulo, 2002; Ries 2001; Zubiri, 1935, 1998; Zunini, 1977). La característica estructural de tal condición es la tendencia, incluso tensión podría decirse, hacia lo trascendente, lo absoluto. Esto es cierto, aun cuando la religiosidad, la natural condición religiosa, no sea vivida conscientemente, sino que se halle velada, oculta, dormida, reprimida, en el "inconsciente trascendente" o "inconsciente espiritual" (Frankl, 1999) o cuando, incluso, sea conscientemente rechazada, como sucede en el caso del ateísmo militante, de la irreligiosidad como creencia asumida en autoengaño o cuando es objeto de beligerancia, como ocurre en el caso del antiteísmo, postura que, de suyo, supone asumir como real la creencia religiosa y por tanto su objeto, no se adhiera a los mismos. La cuestión es cómo cada cual, cómo cada individuo, vive su religiosidad: algunos consciente, integradora y madurativamente; otros bajo un prisma de sospecha; otros negándola; otros, simplemente, ignorándola como si no fuera con ellos. Pero una cuestión importante es que cada cual debe justificar, dar razón, de su actitud religiosa: el creyente de su creencia, el ateo de su ateísmo, el agnóstico de su agnosticismo y el indiferente de su indiferencia (Zubiri, 1998). A mayor abundancia, debe indicarse que puede haber aproximaciones a, y vivencias de, la creencia tanto como a la increencia dubitantes, vacilantes -considérese, por ejemplo, el caso paradigmático de fe dubitante, existencialmente tensional y agónica de Miguel de Unamuno con tanta claridad y sinceridad expuesta en Del sentimiento trágico de la vida-.
La cuestión es que sea religiosa o no, la naturaleza de la concepción de tal Absoluto, y sea teísta o no, pues ha habido y hay formas no religiosas y no teístas de concebirlo, la cuestión es que el hombre es, por naturaleza, criatura siempre tendente a "algo" o "alguien" que se sitúa ontológicamente por encima de él y que es entendido como subsistente en sí mismo. La religiosidad, como apertura del hombre a una dimensión trascendente de la realidad, tiene su fundamento en la necesidad, como se ha indicado más arriba, de dar sentido a sí mismo, a su existencia, a sus circunstancias gozosas y dolientes, a su muerte, de dar sentido al mundo -como totalidad de lo existente, de la realidad, de lo real- y de dar sentido a las relaciones entre ambos. La religión vendría a ser aquel fenómeno humano consistente en la "combinación de creencias y prácticas que tratan de dar coherencia a la totalidad de la experiencia humana" (Mendieta, 2002, p. 103). Esto no significa que la religión no sea nada más que un resultado de tales preocupaciones existenciales que desbordan lo estrictamente racional, sino que son un momento psicológico de toda experiencia religiosa -en tanto experiencia de trascendencia.
Momentos subjetivo y objetivo de la experiencia religiosa
Esta necesidad de sentido global, penetrador y explicativo de la realidad toda no puede ser satisfecha por la razón instrumental y sus productos, la ciencia y la técnica, sino que exige una "actividad interpretativa de la realidad", mediante el concurso de la capacidad simbolizadora (Croatto, 2002a, 2002b; Trías, 2001). Y es por medio de la relación que la persona establece con el "Totalmente Otro" cuando tal sentido puede tener lugar. Esta relación se expresa, se manifiesta, en dos momentos, subjetivo y objetivo.
En relación con el momento subjetivo ("mediación subjetiva", según J. Martín Velasco), la religiosidad adquiere el carácter de una experiencia personal de encuentro, de "cita" con aquel "totalmente otro", con "lo sagrado", con el "misterio". Experiencia que, integrada en la propia estructura personal, deviene verdadera actitud, transformación del acto de experiencia al hábito, pro-ducto de "una estructuración relativamente estable de todo el psiquismo, el cual toma posición frente al radicalmente otro, poniendo el juego todos los niveles de la conducta y todos los componentes (intelectivos, emotivos, afectivos, motivacionales, operativos)" (Milanesi y Aletti, 1974, pp. 22-23), pues la actitud religiosa supone la "estructuración de toda la personalidad en función de la relación con Dios" (Vergote, 1973, p. 313).
Cuando la búsqueda de significado asume como fuente del mismo el "totalmente otro" y se produce el encuentro con éste, tiene origen la experiencia religiosa, susceptible de ser entendida como una realidad radicalmente distinta de la que el individuo tiene cotidiana experiencia. El encuentro con el "totalmente otro" introduce a la persona en una dimensión existencial radicalmente diferente a la de la cotidianidad, en una realidad "totalmente otra". En relación con la experiencia de un "totalmente otro" a la que remite la estructura de la experiencia religiosa, Vergote (1973, p. 66) define ésta última como "La captación, en lo que es humano y terrestre, del impacto de lo totalmente-otro", el cual tiene un carácter y una presencia sagrados, en antítesis con una realidad profana, de la que se mantiene separado (Elíade, 1973). La realidad, en sus dimensiones espacio y tiempo, aparece escindida en dos mundos, el de lo sobrenatural, sagrado y trascendente, y el de lo natural, profano y ordinario, siendo esto lo que define la estructura fundamental del hecho religioso -y de la conciencia y la experiencia religiosas en la esfera subjetiva. Es este ámbito de "lo sagrado", y la escisión de la realidad, el lugar común en el que se inscribe todo elemento componente del hecho religioso.
En virtud de tal escisión hay momentos, lugares, objetos y rituales sacrales que mantienen un evidente vínculo con lo trascendente, con lo divino, que apuntan al mismo y lo presentizan1 y momentos, lugares, objetos y rituales profanos, en los que "lo sagrado" no se manifiesta, no le son propios, al menos de una manera patente. Lo nuclear de la experiencia religiosa es esa toma de conciencia de la distancia que separa los mundos de "lo sagrado" y "lo profano".
De la Pienda da a ello el nombre de "orden trascendental" de la religiosidad (1998). Para este autor, lo sagrado se caracteriza por un "asintotismo on-tológico", y el conocimiento de lo sagrado por parte del hombre por un "asintotismo gnoseológico". Con ello pretende expresarse, por una parte, la condición de absconditus u oculto, velado del "totalmente otro", a pesar incluso de su autorrevelación al hombre, y, por otra parte, la nunca actualizable posibilidad de ser desvelado, de ser conocido y abarcable en su mismidad, en su esencia. La relación con lo trascendente se caracteriza, pues, por la ruptura de nivel ontológico (Elíade, 1973; Rodríguez Panizo, 1995; Sahagún, 1997, 2005). "totalmente otro" que puede ser experimentado, emocionalmente sobre todo, transracionalmente si se quiere, en términos de "misterio" (J. Martín Velasco), de "mysterium tremendum et fascinans" (R. Otto), que puede llegar a suscitar "temor y temblor" (S. Kierkegaard), "pasmo y temor reverencial" (R. Lowie), pero que puede, también, ser experimentado en términos de encuentro personal (J. Martín Velasco), en clave interpersonal y comunional "yo, tú" (M. Buber), a pesar de la distancia infinita ontológica y gnoseológica que le separa de la criatura humana y sin que ello signifique ni que ésta supere su condición de menesterosidad y trascienda el "asintotismo gnoseológico", ni que se pervierta la trascendencia del "totalmente otro" viniéndolo a convertir en una mera realidad objetual. Más bien, la experiencia religiosa auténtica "afirma la trascendencia de lo divino en la misma medida en que entabla con ella una relación personal" (Martín Velasco, 1976, p. 156). Relación en la que se asume 1. El carácter absolutamente trascendente de "lo sagrado", 2. La función de mediación, de presencialización que desempeñan las hierofanías, sin que "lo sagrado" se mundanice y cosifique y 3. El esfuerzo activo del hombre, vivido no obstante como dádiva divina.
En cuanto al momento objetivo, resulta claro que la religiosidad personal, en términos de experiencia religiosa, se las tiene que haber con un contexto social, histórico y cultural determinado, en el cual cristaliza "en un sistema de principios y de normas imperativas" (Milanesi y Aletti, 1974, p. 23), experimentando un proceso de formalización objetiva, de institucionalización, en sentido amplio, que la canaliza de manera que pueda formar parte de una experiencia colectiva, compartida. Es la religión entendida como la experiencia religiosa relativa a una determinada comunidad de creyentes a la que uno se adhiere y a la cual pertenece como miembro. El momento objetivo de la religiosidad es, pues, la religión en tanto que externalización de la religiosidad en relación con el contexto sociocultural más amplio en que tiene lugar. La religión vendría a ser, en resumidas cuentas, la religiosidad en su dimensión comunitaria, compartida, formalizada e institucionalizada, el "orden categorial o conceptual" de la religiosidad (De la Pienda, 1998); esto es, cuando un colectivo comparte un conjunto de símbolos, de ritos y de costumbres, de conductas, en relación con "lo sagrado". Esta dimensión o momento objetivo de la religiosidad como cosa de origen y naturaleza eminentemente social, formalizada e institucionalizada tendría para Durkheim (1982), como es sabido, un carácter de preeminencia sobre la religiosidad en términos de experiencia individual; para el sociólogo francés, la naturaleza social de la religión, "sistema solidario de creencias y prácticas relativas a cosas sagradas" con poder vinculativo, cohesivo y solidario de los individuos entre sí formando una comunidad, se impone a la experiencia y al análisis individual. En resumidas cuentas, pues, mientras que existe una sola religiosidad, la que es constitutiva del hombre, hay variedad de religiones, tradiciones religiosas y expresiones simbólicas institucionalizadas, socioculturales de la religiosidad.
La experiencia religiosa
Hemos situado el fundamento de la experiencia religiosa en la relación del hombre con el Misterio, en la convicción profunda de hallarse ante "algo" -alguien- trascendente, numinoso, tremendo y fascinante, arrobador. Esta relación es vivenciada desde la distancia y la diferencia ontológica y la imposibilidad de acotación a esquemas racionales y fórmulas lingüísticas. La experiencia religiosa supone el acceso a un modo radicalmente original e irreductible, caracterizado por el reconocimiento y la vivencia profunda y convencida de la trascendencia, de hallarse ante una presencia, la presencia de "lo sagrado", la presencia.
Siendo homo religiosus, resulta natural que exista en el repertorio experiencial del ser humano la posibilidad de tener experiencias propiamente religiosas, como la hay de tener otro tipo de experiencias -estéticas, morales, etc,- pues las notas estructurales, constitutivas del ser humano se formalizan, se manifiestan y se expresan por medio de las distintas dimensiones funcionales de la persona: cognición, afecto, voluntad, comportamiento. ¿Qué es la experiencia religiosa? ¿En qué sentido es religiosa una experiencia? Estos interrogantes hacen referencia directa a aquello que de específicamente religioso tiene una determinada experiencia humana, individual o colectiva, y que la distingue de otros tipos de experiencia, como puedan ser la estética o la intelectual. El hecho religioso es diferente y no reductible a otros hechos humanos, es original, específico y la experiencia religiosa es un tipo específico de experiencia humana distinta de otras experiencias humanas, como la científica, la filosófica o la estética, y que podría ser caracterizada como una experiencia vivenciada como un hecho extraordinario y decisivo que queda impreso en la memoria personal como algo significativo (Hernández-Sonseca, 1995a; Martín Velasco, 2007a). La persona tendría conciencia clara de hallarse inmersa en una situación y un estado fuera de lo ordinario, infrecuente y que no responde a las claves y criterios de la experiencia cotidiana. Además, esta experiencia no se daría en un nivel superficial o anecdótico, sino que sería lo suficientemente importante porque estaría cargada de una fuerza vivencial tal que dejaría su impronta en la persona difícil de olvidar.
El misterio se hace presente y patente a la conciencia personal. Presencia y patencia que resultan absolutamente ciertas para el individuo, el cual tiene clara conciencia y convicción de su realidad. La experiencia religiosa no sería vivenciada como un producto de la imaginación o la ensoñación, de la fabulación o el delirio, de condiciones fisiológicas, cognitivas o emocionales relativas a un momento o estado particular, sino como poseyendo absoluta realidad. Pese a su carácter fenomenológicamente subjetivo, a la experiencia religiosa se le otorgaría un origen y naturaleza objetivos. Además, sería una vivencia de relación personal, íntima e intensa en el profundo centro personal con ese algo o alguien misterioso. La persona se ve implicada en la experiencia religiosa en su totalidad y la expresa mediante estados emocionales infrecuentes. La experiencia religiosa se caracterizaría por tener un carácter envolvente y penetrante, de tal manera que la persona se sentiría afectada toda ella en toda su profundidad, hasta lo más recóndito de su intimidad. Además, provocaría reacciones desacostumbradas, de naturaleza emocional más que intelectual.
El lenguaje, en sus registros ordinarios, se revela absolutamente inadecuado e insuficiente para comunicarla. La experiencia religiosa es, en su esencia, inefable, inexpresable, sólo comunicable mediante el lenguaje ordinario en sus aspectos más superficiales sin poder penetrar en su esencia. El lenguaje no sólo se revela instrumento insuficiente, deficiente sino, incluso, deformante de lo propiamente genuino y extraordinario de la experiencia religiosa.
Tiene un carácter dinámico y dinamizador ("vivencia dinamogénica", según W. James). La experiencia religiosa, a la vez que es vivenciada en términos de vivencia pasiva, sobrevenida, no buscada y no provocada por el propio individuo (tiene un carácter teopático), tiene un carácter dinamizador de la persona, esto es, impulsa a actuar de un determinado modo en respuesta a la naturaleza de la experiencia. La experiencia religiosa no permanece enclaustrada estáticamente en el fuero interno, subjetivo, sino que moviliza y llega a externalizar, y a encarnarse. En definitiva, la experiencia religiosa posee una fuerza propia por la cual necesariamente se expresa.
Se da una percepción íntima de Dios, de su presencia y efectos. La experiencia religiosa es vivenciada con carácter de intimidad, de apelación estrictamente personal, de presencialidad y efectividad. Asimismo, se produce una vivencia profunda de unificación total de la persona y de integración absoluta. La experiencia religiosa provee a la persona de un sentimiento de unidad y totalidad pero también de "ser" con carácter completo y en plenitud.
Este tipo de experiencias vendrían a coincidir "en muchos de sus rasgos con las denominadas "peak experiences" (A. Maslow) y con las denominadas por otros autores "experiencias oceánicas" (S. Freud) y "experiencias-límite" (K. Jaspers), y tienen como rasgos comunes a todas ellas el ser meta-motivadas, el situarse más allá del nivel de lo objetivo-subjetivo, el pertenecer más al orden de lo expresivo que de lo funcional y una honda repercusión afectiva que despierta sentimientos peculiares" (Martín Velasco, 2001, p. 75; Martín Velasco, 1989). Se caracterizarían por la profunda convicción personal de contacto con el mundo de lo sobrehumano, el Misterio, y por la realización de conductas rituales como medios expresivos de la vivencia de relación o para el contacto con lo trascendente. La "estructura ideal" de la experiencia religiosa se caracterizaría según Martín Velasco por una intervención peculiar por parte del individuo, el cual es afectado e implicado en su centro y totalidad; poseer un carácter extraordinario que jalona decisivamente el curso biográfico; ser vivenciada, a la vez, como insuperablemente oscura y sumamente cierta; repercutir sobre todas las facultades y desencadenar fuertes reacciones afectivas, con sentimientos de paz, sosiego, sobrecogimiento y maravillamiento; tener un carácter peculiar: su fuente es el misterio y el individuo se descubre en actitud pasiva más que activa, de aceptación, recibimiento y reconocimiento del mismo, a la vez que supone una ruptura radical con la actitud que se tiene con respecto a los objetos del mundo (dominación, uso) y un carácter extático que supone modos nuevos de ejercitar las facultades.Tener una actitud con carácter fundamentalmente oblativo y salvífico que supone una forma nueva de autorrealización; relacionarse con ritos, cultos, gestos, etc., religiosos, si bien en ellos no se hacen visibles, de manera inmediata, los elementos de la experiencia religiosa; darse en grados y niveles de perfección variables en cada tradición religiosa; en ocasiones, las experiencias y comportamientos aparecen compuestos de elementos de procedencia y calidad variados que imposibilitan decidir la autenticidad religiosa o su carácter mágico-supersticioso (Martín Velasco, 2001).
La experiencia mística, cumbre de la experiencia religiosa
Si bien se ha puesto en duda la universalidad del misticismo, y que sea un elemento sustancial a toda tradición religiosa, a pesar de que se haya polemizado sobre las relaciones religión-mística y sobre si existe una mística filosófica y estética, profana en definitiva e incluso atea, en toda religión se pretende una relación y una comunicación personal, íntima y directa con la trascendencia. La experiencia mística podría ser considerada el culmen, el punto cenital de tal relación (Martín Velasco, 2003):
En toda tradición religiosa existen individuos que experimentan, o buscan experimentar, una relación y comunicación especialmente intensa y significativa con la trascendencia, denle el nombre que le den y se la figuren como se la figuren. Así, los místicos hindúes pretenden alcanzar el samâdhi, la unidad Atman-Brahman, los budistas el dhyâna o el nirvana, los sufíes la unión con Allah y los cristianos el éxtasis contemplativo o la unio mysthica. Al respecto, J. Ferrater Mora señala que la mística puede ser definida como aquella "actividad espiritual que aspira a llevar a cabo la unión del alma con la divinidad por diversos medios (ascetismo, devoción, amor, contemplación)" (Ferrater Mora, 1982, pp. 2234).
A pesar de las polémicas y sutilezas teóricas, de lo que no cabe duda es que para alcanzar un conocimiento cabal de la religión es necesario considerar la experiencia mística. No es posible "conocer de verdad la religión sin pasar por el conocimiento de la mística. Sin la referencia a la mística pueden saberse muchas cosas sobre la religión, pero se está condenado a ignorar el núcleo más íntimo, la verdad definitiva de la religión" (Martín Velasco, 2003, p. 10). En cuanto al origen y significado del término "mística", Hernández-Sonseca (1995a) señala su ambigüedad semántica:
De este carácter amplio y ambiguo del término se hace también eco el Nuevo Diccionario de Espiritualidad, definiéndolo del modo siguiente (Moioli, 1983):
En el Diccionario de la lengua española, editado por la Real Academia Española (2001), se nos ofrece la siguiente definición del término "misticismo":
En estas definiciones encontramos los elementos nucleares de la expe-riencia mística, a la vez que la amplitud de su significado. También Martín Velasco se hace eco de la dificultad para precisar su significación, pues se trata de un término utilizado en variedad de sentidos, tan distintos y distantes que lo convierten en impreciso y vago. Sucede con este término lo que con otros, que a fuerza de sobreutilizarlos acaban por perder sus límites. Aparte de ello, se ha interpretado desde tal pluralidad de sistemas que se ofrecen valoraciones muy distintas del fenómeno místico. Este autor señala que el término "místico" procede del griego mystikos -lo relativo a los misterios- y define la mística como aquellas "experiencias interiores, inmediatas, fruitivas, que tienen lugar en un nivel de conciencia que supera la que rige en la experiencia ordinaria y objetiva, de la unión -cualquiera que sea la forma en que se la viva- y del fondo del sujeto con el todo, el universo, el absoluto, lo divino, Dios o el Espíritu" (Martín Velasco, 2003, p. 32; Martín Velasco, 2007b).
Para C. Kaufmann, la mística, tanto la religiosa como la filosófica, consiste en una relación con el misterio, inalcanzable de suyo al entendimiento humano, una:
Kaufmann señala sus elementos ascético, iluminativo y unitivo comunes a todas ellas. Podríamos proseguir con infinidad de definiciones, pero las expuestas nos parecen suficientes para dar una idea del significado tanto de la experiencia mística, como de su complejidad.
Nos centraremos en las experiencias místicas de naturaleza religiosa, considerándolas experiencias cumbre que fenomenológicamente se caracterizan por un estado de la conciencia extraordinario, de profundo recogimiento a la vez que de profundo éxtasis y en el que se pueden llegar a experimentar acontecimientos, sensaciones y revelaciones inusuales, tales como audiciones, visiones e, incluso, levitaciones, exhalación de fragancias sobrenaturales, irradiación de luz, aparición de estigmas e inedia o ayuno místico. Además, se accede al conocimiento, inefable por otra parte, de verdades ocultas y misteriosas a la razón ordinaria, racional, discursiva. No obstante, estos fenómenos extraordinarios son considerados por los individuos que experimentan un estado místico como meros accidentes con carácter secundario, respecto a la vida mística, llegando incluso a esconderlos y a desear que no se produzcan. El elemento nuclear de la experiencia mística es la experiencia de una "presencia", que se hace patente al individuo de un modo no ordinario, suprasensorial y transrracional (a falta, posiblemente debido a ignorancia de los autores de este trabajo, de un término más adecuado). Quizás por medio del oculus fidei u oculus contemplationis, y no el oculus carni o el oculus rationis de los que hablaran teólogos como San Buenaventura o Ricardo de San Víctor.
Por otra parte, se trata de fenómenos que exigen una cuidadosa tarea de explicación, compleja, difícil y que incluye no sólo al individuo que los padece, sino también el contexto histórico, social y cultural. Ciertas prácticas como la meditación trascendental, la oración, la concentración contemplativa en deter-minadas escenas o imágenes piadosas, el ayuno y, en general, lo que conocemos como prácticas ascéticas, serían facilitadoras de la experiencia mística y, según tradiciones religiosas, incluso necesarias para alcanzarlas.
La experiencia mística supone una ampliación de la existencia que trasciende los límites de las restricciones racionales y técnicas (Vergote y Dupré, 1975), un carácter mistérico e insondable (Hernández-Sonseca, 1995b):
Lo místico se sitúa, pues, más allá de la racionalidad conceptual-discursiva y científico-técnica. Resultaría pretencioso tratar de exponer de una manera exhaustiva ejemplos de experiencias místicas propias de distintas tradiciones religiosas; baste recordar los nombres de Eckhart, San Agustín de Hipona, San Francisco de Asís, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, Buda y Sankara, entre otros muchos (Martín Velasco, 2007a).
Según James (2002), quien registra un buen número de casos de experiencia mística en su clásico libro Las variedades de la experiencia religiosa, los estados de conciencia místicos son raíz y centro de la religión personal (conferencias XVI y XVII); preguntándose por el significado de la expresión "estado de conciencia místico". James considera que una experiencia puede ser considerada mística con propiedad cuando reúne las siguientes cuatro características ("conjunto místico" lo denomina, de las cuales las dos primeras son más adecuadas al estado místico que las otras dos).
Por otra parte, hay variedad de estados místicos según James, que varían en una gradación que va desde aquellos que no poseen significado religioso hasta aquellos otros con un significado religioso extremo: sentido profundo del significado de una máxima (filosófica, por ejemplo), dejà-vú, estados hipnoides, sensación de haber alcanzado un estado puro, absoluto y abstracto en estado de trance, estado alterado de conciencia por ingesta de drogas estimu-ladoras del "sentido místico".
Las notas más características de la experiencia mística serían en síntesis las siguientes (Hernández-Sonseca, 1995b; Martín Velasco, 2003):
Para Martín Velasco, estas características parecen remitir a un término focalizador a un núcleo originante que contiene como expresiones propias la contemplación, el éxtasis, la unión mística y el estado teopático.
Según lo visto, pues, la experiencia mística podría ser considerada como una experiencia religiosa que afectaría a la persona en toda su extensión y profundidad, cargada de intencionalidad y viveza fenomenológicas a la vez que caracterizada por la pasividad, el ser cautivado y el arrebatamiento tanto de naturaleza como de contenido religiosos, de profundo arrobamiento, recogimiento y autotrascendencia a la vez, en la que se experimenta con una elevada intensidad la presencia de la Trascendencia, que acompañándose de sensaciones y experiencias sensoriales, cognitivas y emocionales que exceden lo ordinario, toda vez que no puede ser expresada con los recursos conceptuales y lingüísticos cotidianos. Teniendo en cuenta las características de la experiencia religiosa vistas más arriba y las de la experiencia propiamente mística, comprobamos que se trata formalmente de las mismas, con lo que la segunda vendría a suponer el grado cenital de la primera.
Finalizamos con una llamada a la prudencia a la hora de juzgar si las experiencias místicas contienen un momento de autenticidad trascendente o si, por el contrario, no son más que síntomas, expresiones de un trastorno psicológico más o menos severo2. Con respecto a las explicaciones psicológicas del fenómeno místico, debe evitarse todo reduccionismo, especialmente el psicopatológico (García-Alandete, 2003). Este tipo de reduccionismos no han faltado en la historia de la psicología de la religión. Considérese, por ejemplo, la interpretación freudiana, que considera la religión una neurosis colectiva, análoga a la neurosis obsesiva individual, una expresión del complejo de Edipo, etc. Las siguientes palabras de Martín Velasco (2003) expresan la cautela que ha de presidir toda investigación psicológica de la experiencia mística:
Se impone la cautela, tanto en la descripción como en la explicación del fenómeno místico, en la consideración del modo en que se expresa y se mani-fiesta según los individuos que lo experimentan, las circunstancias y el contexto personal, social, cultural e histórico en que tiene lugar y los aprioris teóricos sobre el fenómeno o sobre la existencia y la naturaleza de su objeto. El fenómeno místico es lo suficientemente complejo, en su naturaleza y expresión y en la de su objeto y motivación, como para que ninguna ciencia en particular pueda arrogarse la suficiencia epistemológica de explicarlo en su totalidad (García-Alandete y Pérez-Delgado, 2008). La Psicología y las neurociencias deben investigar el fenómeno místico en su intento por comprenderlo y explicarlo, en sus márgenes epistemológicos, con la prudencia de no excederlos y reducir el posible reduccionismo. Fundamentalmente se orientará a la descripción, en términos cognitivo-emocionales, de la experiencia mística tal como ésta es narrada por quien la experimenta. La explicación en términos neurobiológicos (García-Alandete, Pérez-Delgado y Gallego-Pérez, en prensa) y, si cabe, psicopatológicos, debe extremarse en la prudencia, so pena de reducir la experiencia mística a meros epifenómenos de procesos cerebrales, normales o perturbados, o productos de la patología mental. Como señala Pöll (1969):
Y, a juicio de Albrecht (1958, p. 69, citado en Pöll, 1969):
En definitiva, como señalábamos más arriba, debe evitarse emitir juicios acerca de la realidad de la experiencia más allá de lo estrictamente psicológico. Como toda ciencia, la Psicología de la Religión debe proceder en sus investigaciones con extrema cautela, sin exceder los límites de lo estrictamente científico.
Notas
1 "Hierofanías" o manifestaciones de lo sagrado para M. Elíade, "mediaciones objetivas" según J. Martín Velasco, la "transparencia" de la que habla Leonardo Boff como puente sacramental que vincula trascendencia e inmanencia.
2 Paradigmática al respecto es la postura de Sigmund Freud, para quien, como es sabido, la religión no es más que neurosis e inmadurez psicológica y cultural. Al lector interesado remitimos, para la lectura de sus obras más emblemáticas sobre el tema (Los actos obsesivos y las prácticas religiosas, Totem y tabú, El porvenir de una ilusión, El malestar en la cultura, Moisés y el monoteísmo) a Freud (2007).
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