Santa Anita: la finca, el feudo y el territorio en la nación imaginada por el personaje Fernando Vallejo
Santa Anita: Farm, feud and territory in the nation imagined by the character Fernando Vallejo
Alberto Cueva Lobelle1
1Profesor del Departamento de Lingüística de la Universidad Nacional de Colombia. cueval@unal.edu.co
Artículo recibido el 7 de Abril de 2010 y aprobado el 30 de Agosto de 2010
Resumen
La finca de Santa Anita es un espacio emblemático que aparece constantemente en la narrativa de Fernando Vallejo; a través del recuerdo de la finca podemos observar una cosmovisión, una manera de ver el mundo ligada al territorio dentro de una escritura literaria que constituye una práctica social fuertemente contextualizada.
En este sentido, la imaginación puede ser entendida como un acto comprometido con la realidad y por ello se apreciará el mérito de las variaciones ideológicas y políticas de las agencias humanas y sociales que la escritura literaria pone en movimiento. Por tanto, se analizará el texto como un documento en el que la relación con el poder se presenta como un testimonio de la existencia de unas más o menos abiertas relaciones de lucha y conflicto.
Palabras claves: Territorio, imaginario, nación, paisa, Antioquia.
Abstract
The farm of Santa Anita is an emblematic place constantly appearing in Fernando Vallejo's narrative. Through the memory of the farm, we see a worldview, a way of seeing the world linked to the region within a literary writing which constitutes a highly contextualized social practice. In this sense, we consider the imagination as an act committed to reality and therefore we will appraise the ideological and political changes of human and social agencies that literary writing set in motion. Therefore, we will analyze the text as a document in which the relationship with power is presented as a testimony of the existence of more or less opened relations of struggle and conflict.
Key words: Territory, imagination, nation, paisa, Antioquia.
A lo largo de la obra de Vallejo hay un espacio que siempre estará en el recuerdo de quien narra, la finca de Santa Anita. Se trata de un espacio balizado por la pluma iluminada del escritor, de un espacio que queda resaltado como mojones de luz en la variada, profusa, desconcertante y, aparentemente, antagónica temática que conforma el turbulento discurrir de El río del tiempo.
Debemos preguntarnos qué es lo que representa la finca de Santa Anita, ya no sólo en el recuerdo de una persona que eleva su vida al estatus de obra de arte; sino más allá de los límites físicos de la superficie, en el imaginario de toda una nación. A través de la lectura de obras como El río del tiempo o La virgen de los sicarios podemos apreciar un espacio geográfico, una porción de terreno, un lugar que pertenece a alguien y que está en continua transformación por sus habitantes.
Pero en muchas ocasiones esa porción de territorio moldeado que rodea a sus lugareños, y que los ha visto crecer, transforma a los individuos sin que sean conscientes de ello. Por tanto, el imaginario de las sociedades humanas, su propio punto de vista, no es independiente de su localización; así, en la escritura y la imaginación, cualquier versión de los hechos está teñida por el atavismo hacia el espacio geográfico y la tierra.
En la narrativa de Fernando Vallejo, las imaginaciones y utopías territoriales tienden a crearse y recrearse a partir de frecuentes y avasallantes ráfagas de información cargada de estereotipos. Se divulgan imaginarios en los que la vida cotidiana guarda diferencias notables con la realidad del mundo actual; aflora continuamente en el texto el respeto profundo, sentimental y lírico por un espacio emblemático que sirve de eslabón entre el pasado y el presente.
Un espacio que constituye la herencia irrenunciable de un pasado en el cual se reflejan las costumbres, las leyendas, pasiones, dolores y alegrías. Resulta llamativo el contraste entre el interior de la finca y el exterior: cuando nos adentramos en ella encontramos un mundo cerrado y parroquial, con una fe inquebrantable que estigmatiza cualquier extravío.
La finca, el feudo, se erige en templo inmaculado donde oficia el narrador, sumo pontífice, que intermedia entre sus lectores, escépticos inquilinos del siglo XXI, y la realidad pretérita. El narrador quiere llegar a sus lectores por los caminos del espíritu, conducirlos hacia su destino por una escala musical, presentarse a sus anhelos sin otras armas que la escritura artística que funciona como un grito en un retazo de lienzo.
Porque la finca es la tierra donde crece el recuerdo de los abuelos, un entorno soñador, pastoril y caballeresco; un lugar donde el sol, la libertad y la azulada esfera descansan entre el verde de las montañas, los cafetales, las mazorcas, los anchos ríos y las altas sierras. Muchos coterráneos del narrador atesoran en la memoria, como sustento ante el incierto destino, el cielo, los aromas, la paz de los trapiches y el paisaje que un día los vio corriendo, persiguiendo ilusiones casi descalzas.
Los ojos turbios, vidriosos, inmóvil en su mecedora, la abuela espera a que le llueva del cielo, compasiva, la bendición de la muerte. Pero no la quiero ver así, es una imagen esa entre muchas. También la puedo ver, por ejemplo, en el corredor posterior de Santa Anita: feliz, limpiando café entre sus animales. Tiene vacas, gallinas, cerdos y el café lo seca en unos costales viejos que extiende sobre las baldosas rojas del piso. Es el café de Santa Anita dorado, impecable, sin un solo grano negro. Yo a escondidas, muy callado, me le acerco por detrás y la abrazo.
-Ay muchacho -dice-, me asustaste, estaba pensando en el abuelo.
El abuelo es Leónidas, su marido, y es abuelo mío y no de ella, y ya hace años que murió. Pero lo recuerda como si ella fuera uno más de sus nietos. De súbito, por una de esas maromas o burlas que me hace el tiempo, dejo de ser un muchacho y vuelvo a ser un niño, y en el mismo corredor, y en la misma situación, con la abuela limpiando café, de súbito irrumpe un estruendo. ¿Qué pasó? ¿Qué pasó? Era la gallina saraviada, o sea con manchitas de plumas amarillas sobre el fondo pardo y negro, su gallina preferida que pone, día a día, sin faltar, religiosamente un huevo y a veces dos. ¿Y ahora qué se trae ésta? Brusquedades, sacudidas, coletazos desprendiéndose de plumitas, pelusitas tiernas, la gallina saraviada se baña ante nosotros en un charco de polvo, en el oasis de la dicha. ¡Eh carajo, qué alharaca! ¡Ni que se fuera a bañar Luis XIV! (Vallejo, 2003b, p. 228-229).
Ante este panorama, la posesión de la finca se convierte en verdad, camino y razón eterna para la vida. Las pinturas más vendidas para decorar las salas de estar no retratarán ni los bosques, ni los desfiladeros, ni las marinas al atardecer. No. La figura pictórica por excelencia será la finca con su casa, sus galpones, sus cultivos y sus árboles frutales. Nos encontramos ante un país en permanente conflicto que lucha por una porción de territorio, por una finca.
La finca nos transporta al epicentro expresivo de una idea latente: la posesión y explotación de una porción de terreno que con mano dura y firme ocupa el sueño, todavía, de gran parte de los habitantes del país. La figura por excelencia es la del finquero, altivo y estricto, que luchará violentamente, si hace falta, por defender sus tierras; que llamará públicamente a sus capataces para que le rindan cuentas ante todos los trabajadores. Esta figura se erige en modelo; es un espejo en el que actualmente, en el año 2010, se mira una gran parte de los seguidores del Presidente de la República.
El recuerdo de la finca actúa en una doble dirección: palia y a la vez agudiza la angustia que acompaña la vida diaria de las masas de excluidos, porque no es más que una reminiscencia inaprensible e inalcanzable. El ideal de la finca provoca el encapsulamiento, el distanciamiento mental de los individuos respecto a su entorno más cercano. No es difícil encontrarse en el Distrito Capital con algún taxista, con un nivel adquisitivo paupérrimo, expresando su beneplácito hacia las políticas de Seguridad Democrática basadas en la guerra y la compra de armamento porque "ahora sí puedo ir a la finca".
La bandera política de Uribe es la "Seguridad Democrática", a la que recientemente se añadió la "Confianza Inversionista". Quizás el logro más contundente en esta primera etapa de gobierno– por lo menos el que más impacta el imaginario colectivo del país y que regala al presidente una popularidad duradera–es la manera como las fuerzas armadas logran retomar el control de las principales carreteras del país. A comienzos del nuevo milenio, Bogotá y las principales ciudades se encontraban prácticamente bajo estado de sitio, con retenes de los diferentes ejércitos en pugna a pocos kilómetros de las zonas urbanas. En cambio, a partir del primer gobierno Uribe, la clase media, luego de años de amenazas, extorsiones y secuestros, puede finalmente sacar el carro comprado con los ahorros de una vida e ir de paseo al campo sin demasiado peligro (Vignolo, 2009, p. 96).
Evidentemente, existe una conexión de muchos colombianos que habitan las grandes ciudades con el mundo rural y la estampa campesina. El campo, la finca, nos presenta un modelo de desarrollo basado en las materias primas y los recursos naturales, la mano de obra barata y la baja recaudación tributaria. La tenencia de la tierra se concentra en una élite escasamente interesada en invertir en desarrollo humano, o en tecnología.
Un somero conocimiento de la historia nos cuenta cómo millones de personas migraron del campo a las principales ciudades colombianas en la segunda mitad del siglo XX. Unas veces por la violencia de las armas, otras, por la misma violencia de los grandes movimientos económicos internacionales.
La migración del campo a la ciudad es un hecho determinado por la violencia. Entre 1938 y 1964, Colombia dejó de ser un país predominantemente rural para ser un país en acelerado proceso de urbanización. La violencia de los años 50 desencadenó una experiencia masiva de desplazamiento. Pequeños pueblos y muchas ciudades crecieron en forma acelerada, ya para 1964 esos procesos de desplazamiento habían hecho surgir las ciudades intermedias, características del desarrollo colombiano (Gómez, 2007, p. 65).
Nuestro narrador es coetáneo a la expansión de la ciudad de Medellín, la ha visto crecer a la vez que él; su infancia coincide con una época de expansión industrial en el Valle de Aburrá que trajo consigo la utilización de numerosa mano de obra procedente de los pueblos y veredas vecinos. A lo largo de la narración de su propia vida, el escritor antioqueño relata el progresivo deterioro e irremediable podredumbre de la ciudad que lo ha visto nacer, como un proceso que transcurre paralelamente a su propia vida.
Por ejemplo, la "vejez" de Fernando Vallejo (en el hipotético caso de que se considere vejez a la época en la que un individuo está a punto de cumplir cincuenta años), coincide con el declive de las industrias de Medellín, que fue consecuencia de las políticas de apertura comercial iniciadas en los años noventa por el entonces presidente César Gaviria2; también coincide con una altísima densidad de población, lo cual conlleva grandes niveles de descomposición social y la falta de identidad y pertenencia a un territorio contaminado, inseguro e intransitable.
Yo crecí con Medellín. Era yo un niño berrietas y ella una ciudad chiquita; crecimos juntos, nos corrompimos juntos, la vida nos echó a perder. La llamaban "la ciudad de la eterna primavera", y a mí "el niño Jesús": el niño Jesús resultó, un demonio, y su Medellín–con tanta fábrica, con tanto carro, con tanto ladrón respirando–un infierno en verano. Su clima, empero, en mi recuerdo es dulce y suave. Sin ir más lejos de la casa de las Marines (de las incontables visitas de Santa Anita), veo una calle larga larga, en sombra bajo la copa de los altos árboles: los árboles se los robaron para encender el fogón. Y el río Medellín que bullía de peces, claro y límpido, se fue muriendo, muriendo, hasta acabar en una turbia alcantarilla. La juventud, cuando no se le cruza la muerte, termina siempre así: en la vejez hijueputa.
En la oscuridad de las noches, en las montañas circundantes, empezaron a palpitar como estrellitas unos foquitos de luz; usted diría Venus o Júpiter; no, eran casitas campesinas. De foco en foco se fue haciendo una galaxia, y una noche vimos todas las montañas alumbradas: Medellín se desbordó del valle, y como osado ciclista se fue a subir y a bajar montañas. Del manicomio, por la carretera norte, como loco escapado sin camisa de fuerza, dando brincos se siguió hacia Bello, hacia Girardota, hacia Copacabana, y aún no la pueden detener. Envigado, que era un pueblo independiente, con carácter propio, se le convirtió en un barrio: de marihuanos. Y Robledo y Sabaneta e Itagüí. Poseída por el demonio del expansionismo soviético a todos se los anexó: quería que todo el mundo fuera Medellín. De tanto que creció, de tanto que cambió, un día no la reconocí. ¿Pero es que ya no me reconocía? Crecimos juntos, cambiamos juntos, yo había cambiado también. El niño se hizo joven y el joven viejo, y el pueblo una gran ciudad. Ahora le digo adiós: una señora de negro llama a mi puerta y le voy a abrir. Medellín seguirá so la su camino, hasta dar al mar (Vallejo, 2003ª, p. 130-131).
Las ciudades crecieron y absorbieron la vida campestre de los alrededores; muchas personas se criaron en el entorno rural, otras pasaron allí vacaciones al lado de sus abuelos o de sus tíos. Lo cierto es que la finca es un recurso a un pasado no muy lejano que, aparentemente, fue mejor. Es un recuerdo que deviene en lamento melancólico, en nostalgia, cuando el nuevo habitante de la ciudad constata que el mundo urbano arrasa con la tradición. El sentimiento de fracaso y frustración emerge cuando la ciudadanía se estrella con exigencias y compromisos modernos que no puede asimilar; el espejismo de la metrópoli se desvanece ante los conflictos marcados por la progresiva descomposición social y alienación que sacan a flote la latente vileza del ser humano.
Pero de la finca de Santa Anita ya no queda nada, tampoco de otras fincas. Siempre estará presente la remembranza de algo que carece de constancia física y que obstaculiza un olvido pecaminoso. Una finca que ya sólo se encuentra etérea entre las tinieblas del recuerdo de una existencia desencajada; una existencia individual que se precipita inexorablemente hacia el final de sus días, doblegada por el vértigo de la velocidad.
Me falta por anotar a Santa Anita, la finca, que también murió, de la muerte más absoluta: tumbaron la casa y los árboles, y el altico donde se alzaba lo corta ron a pico para hacer una urbanización. No que dó ni la tierra: un terreno plano, irreconocible, con una barranca al lado (Vallejo, 2005, p. 53).
Dicen que Santa Anita ya no está, ya no existe, que a la pobre vieja finca de mi abuelo se la llevó el ensanche, se la tragó el tiempo. Dicen, dicen, tanto dicen... ¿Y quién los oye, y quién les cree? ¿Si no está dónde estoy? ¿No estoy pues con la abuela en sus corredores, meciéndonos en sus mecedoras? Van y vienen las mecedoras rítmicamente quejándose, arrullándonos en sus vaivenes (Vallejo, 2005, p. 185).
Cuando la vida evidencia el declive, cuando el río del tiempo señala a corto plazo la hora inevitable de la despedida; el gesto desafiante, la voz firme, el uso de la hipérbole, la agilidad mental y la visión del pasado, gritan de forma inconfundible que existe un remoto nexo de sangre, una huella racial indeleble que colonizó un paisaje de proyecciones verticales. La escritura se revela entonces por medio de la memoria, e intenta trascender de forma impetuosa el inédito silencio de una gaveta familiar: "¿Escribirán mis hermanos un libro tierno para recordarme? Ahora sé que no. El libro lo escribo yo o me tiran al bote del olvido" (Vallejo, 2003b, p. 139).
Colombia siempre estará peor y el campo no será la excepción; parece que hubo una época de esplendor, de grandes monocultivos de café, de grandes familias emprendedoras y terratenientes con casas blasonadas; sin embargo, todo ese esplendor ha fenecido lamentablemente. Los campesinos migran a la ciudad a formar grandes extrarradios de pobreza y delincuencia, muchas de las grandes familias terratenientes ven como sus negocios quiebran debido a la crisis y no tienen más salida que salir al extranjero.
La finca de los Echavarría, El Carmelo, constituye toda una metáfora de la decadencia, de lo que se tuvo, de lo que se quiso, de lo que no pudo permanecer. Echavarría es asesinado por alguno de sus conciudadanos tras décadas incansables de obras filantrópicas. Como consecuencia, la finca acaba en manos de un mediocre especulador, porque en Colombia sí ha existido un cambio en las élites, ya no son terratenientes de gran cultura humanista y autodidacta, ahora se trata de una élite que rinde culto a la tecnocracia, al dinero fácil, al consumo desenfrenado y a la barbarie. Se trata de una nueva élite nacida del fruto del capitalismo financiero y especulativo, actualmente al mando en la inmensa mayoría del planeta.
Un día las acciones de estas fábricas quedaron valiendo un carajo, y un zángano las compró. Compró infinidad de quiebras, que sumadas significan la máxima seguridad. Míralo, ahí va, en su Rolls Royce negro, flanqueado por cinco carros siniestros de guardaespaldas y dejándonos una nube de smog. A ése no lo habrán de secuestrar. Era un pobretón, que le quitó lo que tenía a su primera mujer, y como decíamos los niños de mis tiempos en el juego de bolas o canicas, se encabó. Empezó a ganar y a especular, a especular y a comprar. Él no es de esta comarca, es forastero. Aquí llegó porque las fábricas en quiebra estaban aquí. Y comprando, comprando, entre lo mucho que compró, compró El Carmelo. Ya vamos llegando Bruja, y lo que te voy a mostrar no me lo vas a creer. Mira El Carmelo: ahí está: dime qué ves. Ruinas, ruinas, ruinas y más ruinas, y el pasto verde que te prometí ya lo invade con sus ratas la maleza. ¿Y sabes por qué la tumbó? Porque descubrió que era el sueño de infinidad de antioqueños. Por eso la tumbó: para demostrar. Para demostrar lo pendejos que somos, su infame poder que nada había construido la tumbó. Me tumbó mi sueño. Está en su derecho: dentro de la ciega Ley. Cercando el lote de escombros queda un tramo de verja, y un trozo de la portada donde aún se lee, para enseñanza: "El Carmelo". Son los signos de los nuevos tiempos, Bruja, de una vieja y siempre nueva ruindad (Vallejo, 2003ª, pp. 114-115).
En El río del tiempo, los dueños de las fincas suelen ser personajes majestuosos y con aires de hidalguía, como es el caso de don Alfonso; pero ni siquiera la nobleza de don Alfonso resistirá el paso devastador del tiempo: una locura alienante se apodera de este personaje, que pasa de ser un buen vecino con modales exquisitos en las visitas, a ser un ermitaño energúmeno que sólo se asoma a la venta de su casa para insultar a los transeúntes.
Él sí es finquero, no como don Valerio, y sabe echar azadón. Anda de pantalón de dril sucio de tierra mojada, camisa blanca de manga corta y un sombrero negro abollado, de espantapájaros. Cargando siempre un racimo de plátanos o un costal. Pasa un momento a la cocina de mi abuela, a tomarse un café negro y a comentar. Cuestiones de finqueros: que hoy ordeñó tanto, que si va a llover o que si no, que si el tiempo va a empeorar, que tal abono ha subido a tanto, y que esto se siembra así. Toca melodías en una hoja de naranjo, su "dulzaina" y no puede hablar dos palabras sin citar una vida de santo o un pasaje bíblico. Aunque está viejo es soltero, pues nunca se casó: por sostener una familia inmensa de hermanas huérfanas, que han tenido cientos de hijos y de nietos con papá y mamá. Jamás dice una grosería, una mala palabra. En esto se parece a mí abuelo, y por eso son tan buenos amigos. Antes de irse pasa al comedor a conversar un ratito con él, con don Leónidas, a oírle el memorial que acaba de redactar. Los vínculos de la honradez, de la corrección, de la bondad y del bien, sellan entre don Alfonso y mis abuelos una amistad apacible, feliz. Gran señor, todo un hidalgo, gran caballero, algo de Don Quijote tiene el vecino de mi abuela, don Alfonso el Bueno. Años después don Alfonso cambió. Dejó de trabajar, y empezó a callar, a rumiar. No volvió a salir de sus labios una sola parábola, un solo sermón, y dejó de venir a Santa Anita. Taciturno, montaraz, reconcentrado, si abría la boca era para soltarle a alguien una sarta de palabrotas, para echarle encima un baldado de vulgaridad. Una vez le oí gritarle, desde el corredor de su casa, a una mujercita embarazada del barrio de Las Casitas que pasaba frente a su casa, por la carretera: "¿Adonde vas? ¡Pua! ¡Que llevas en esa barriga!" Le arriaba la madre hasta a Su Santidad (Vallejo, 2003ª, pp. 72-73).
¿Qué es lo que acabó con aquel mundo idealizado, con aquella Antioquia "grande y altanera", con aquella "raza que odiaba las cadenas"?3: El peso de la demografía, la ruina del campo, los conflictos armados y, en definitiva, los odios, las venganzas y las luchas políticas encarnizadas que han cruzado sus coordenadas de sangre sobre la martirizada topografía de la patria.
Quien tiene la culpa de ello, según el narrador, es el ansia reproductora del pueblo, sus pocas ganas de trabajar, sus muchas ganas de robar y asesinar; parece decirnos implícitamente que la cultura paisa, que ha sido el norte de la economía, de la industria, de la política y de la supuesta grandeza del país, tendrá que ser la última tabla de salvamento, el norte cultural de la nación.
Ellos han provocado el narcotráfico porque arrinconaron a la gente y a nuestra raza antioqueña que era muy emprendedora, a eso, porque le cerraron todas las puertas a la industria. Primero, con toda clase de trabas burocráticas y con demagogias. Luego porque... Gaviria, este personaje siniestro y nefasto que ha tenido Colombia, llegó y le dio el puntillazo final y la acabó (Entrevista a Fernando Vallejo en Caracol Radio 2005, Sobre Manualito...)
En medio de todo este fracaso de la nación colombiana, habría que pensar también en otros factores que no menciona nuestro narrador, pero sobre los cuales se ha reflexionado en otros escritos: el fracaso de las rancias estructuras basadas en el feudalismo gamonal autárquico y en el monocultivo del café; la inexistencia de grandes obras públicas que jamás se llevaron a cabo para unifcar el país y vencer a la inexpugnable geografía antioqueña; el aislamiento siempre favorable a grandes dinastías en los poderes locales.
Además, el mestizaje selectivo favorecedor de la vida provinciana, el rechazo al carácter pluriétnico y pluricultural de la nación colombiana; el mal reparto de la tierra; el inequitativo acceso a los medios de producción; y, en definitiva, una burguesía que impidió toda reforma agraria, todo afán de progreso, que impidió cualquier proceso de industrialización, de apertura comercial, de movilidad social; una burguesía que lo único que fomentó fue la debilidad de un Estado desentendido y falto de liderazgo.
Quizá, el desalojo del campo se inició con el café y la vasta zona cafetera que promovió primero el crecimiento de Antioquia y de Medellín, su capital, hasta convertirse en el inconveniente monocultivo de Colombia, que frenó sus potencialidades agrícolas y que, de manera indebida, llegó a consolidarse como emblema nacional; fue una de las características "bonanzas" del país, incluso se pregonó y enseñó que el país motocultivador (solo en la zona cafetera, no podía cultivarse en otras áreas, no importa que llenaran las exigencias geográficas para la prosperidad del grano) dependía del fruto; tanto se hablaba, que aprendimos la distinción entre "caturra" y "arábigo" y el hilo de la "patria" estaba pendiente de las heladas del Brasil, como después lo estaríamos de otros productos y otras bonanzas. Café y Colombia se confundían; podía decirse que Colombia y café eran una misma cosa (Yunis Turbay, 2000, p. 76).
Las propuestas del narrador en ningún caso construirán un puente de concordia, tampoco recetarán ningún sedante para la falta de cordura; en todo caso, alimentarán la crítica destructora, la indiferencia corrosiva, la ausencia de visión lógica y de justicia. La reparación de tanto desgarramiento no reside en la construcción de principios y valores universales de solidaridad, igualitarismo y modernidad4; el único paliativo para la infamia es un alegato incondicional que nunca cuestiona los valores y contradicciones de la cultura paisa, como se pueden apreciar en las dos intervenciones citadas a continuación, respecto a los paramilitares y los campesinos5.
Ya tú sabes mi opinión sobre los paramilitares: cuando el Estado desapareció del campo, de los pueblos, de las ciudades, en tiempos de Gaviria, de Samper y de Pastrana, ellos (los paramilitares) fueron los que evitaron que Colombia se convirtiera en otra Cuba, en otra cárcel inmensa bajo un solo tirano. Prefiero un bobo cuatrienal a un tirano eterno (Chat con Fernando Vallejo, desde el reino de la muerte).
Otro problema tenía la finca y se puede decir puesto que ya se vendió. Pacho Marín y su parentela. Prolíficos como el castor, entre hermanos y primos eran cientos, e invadían la comarca. Conservadores, eso sí, pero con mañas de conservador enrazadas en picardía de liberal. Cuanto producía La Esperanza era para ellos: el plátano, para ellos; la yuca, para ellos; la panela que se sacaba en el trapiche de muías, para ellos. Y lo que no se comían ellos era para sus marranos. De Medellín había que traerles cada semana: sal, azúcar, harina, frijoles, papas, velas, jabón, petróleo, lazos, fósforos, anzuelos, maíz... A cambio de buenas noticias: la novilla bonita, dizque la fulminó un rayo; el ternero capón, se lo llevó el río; la vaca horra, murió atran cada en un barranco; el marranito de ustedes, el flaco, se perdió; la yegua preciosa, la mató una culebra... Hoy se evaporaba un tonel de ACPM para mover la planta, mañana se encogía un kilómetro de alambre para cercar potreros. Prestaciones, jornales, primas de navidad, ropa de Semana Santa, cumpleaños, regalos, y la finca hecha un desastre, porque "La maciega no la acaba nadie". Los Marines eran el campesino colombiano: la tumba de las ilusiones, la muerte de La Esperanza. Amigo mío, por favor, no le haga una revolución al campesino colombiano, que lo va a joder. Déjelo como está, que está más que bien. Siempre encontrará un patrón pendejo que ponga la tierra y trabaje por él (Vallejo, 2003ª, p. 91).
El autor nos presenta los hechos, nos presenta la historia, nunca va a negar los hechos más escabrosos de la sociedad que le ha tocado vivir; no niega la historia, ni que los hechos hayan ocurrido "no va a tapar el sol con la yema del dedo", nunca creará un ambiente para que surja condenada una esperanza. En el viejo canon escritural, el pasado se negaba y la memoria no existía; Vallejo efectuará una reinvención cíclica del pasado que se proyectará hacia nuevos futuros.
Siempre al descubierto en la tempestad de las pasiones, desempeñará el papel de un pararrayos, recibirá las descargas que le impone lo irrevocable de los hechos y renunciará a romper su contacto con la tierra que lo vio nacer. Por eso cuestiona y repudia muchos de los cambios que se han producido a su alrededor.
Repitiéndome como disco rayado, como si para el bien, tanto como para el mal, Colombia fuera el único patrón con que yo pudiera medir todas las cosas, volví a soñar con Colombia, con Colombia la mezquina, la asesina; el odio y la ira, chacales erizados, se desgarraban los hocicos a dentelladas. Aprovechando que estaba allí, y como cuesta tanto el pasaje, decidí pasarme por Santa Anita. ¡Qué desastre!
A la vieja finca de mi abuela se la había tragado la maleza, las lianas del olvido y la desidia asfixiaban la casa, y en el corredor donde se daba topetazos de cabeza Conalito, raíces insidiosas pugnaban por salir reventando las baldosas del piso. En cuanto a las palmas del caminito de entrada, las palmeras tumbaglobos, habían crecido tanto, tanto, tanto, que no se les veía el fin, perdidos sus copetes en los nubarrones rojos del cielo, los más rojos, los del último ocaso. La reja de la portada chirrió quejumbrosa cuando la abrí, y el eco adolorido resonó adentro, en el infinito. Era un sueño de sombra y herrumbre. Sobre la alambrada de púas que marcaba el límite de Santa Anita con la finca de Avelino Peña, con su plumaje negro, ensotanados, me estaban esperando para sacarme a picotazos las tripas los gallinazos, los salesianos. Sin sucesión ni cronología, viendo mi pasado entero desde la simultaneidad de la muerte, empecé a caer, a caer, a caer como Luzbel. Tanto caí que se me paró el corazón. Resucité en esta mismísima realidad, o sea en los infernos (Vallejo, 2005, p. 198-199).
El fin de los días en Santa Anita comprueba que la vulgar decadencia sigue un orden: agotado de esperar el fin, agotado del insoportable aplazamiento, agotado de promesas y esperanzas que nada ni nadie garantizan, ya no soporta más el peso de la frustración por la decadencia de su imaginario, de su forma de ver el mundo ligada al territorio. Es entonces, en ese momento, cuando decide vender su alma al diablo y se reconcilia con el mal bajo el signo de la catástrofe. Para ello, cuando la soledad es la única compañera incorruptible, decide seguir el instinto de la oración en busca de una íntima felicidad6.
[...] bendecir a Nuestro Señor Satanás, señor del horco, y a renegar de Dios, el Monstruo que nos ha encartado con la existencia. Fornicaciones, sodomías, adulterios, réplica y contrarréplica; y mastico y escupo la oblea ridícula de pan ázimo, y predico el Evangelio y practico el estupro. Al Padre Eterno le cortaremos las barbas; al Hijo (hijo del doctor Masoch) lo bajaremos de la cruz y a lo Vlad el empalador lo empalizaremos en una estaca per anum; y con el Espíritu Santo haremos caldo de paloma, "mismo", como dicen aquí, que condimentaremos con: ajo, cebolla y perejil, más una que otra yerbita del herbolarium diabolicum (Vallejo, 2005, p. 94-95)
Decidirá entonces emprender un viaje regresivo con tintes devastadores; se trata de una involución: aquel afán colonizador de sus antepasados que esgrimió el hacha y volvió la hoja de sílex un símbolo del estandarte que ganaba espacio a la selva, aquel afán colonizador que obedecía la orden de multiplicarse como un mandato divino, debe hoy, para sobrevivir, para salvaguardar la pureza de la raza, recorrer el camino inverso.
En un claro y explícito homenaje a doscientos años de literatura-escritura homicida7 en Colombia, el mismo hacha estandarte debe acabar con tanta humanidad, con tanta reproducción, dejando un rastro de muerte a su paso, viendo en cada ser humano, simbólicamente decapitado, a un esbirro de las fuerzas de la barbarie8.
Pero más que a la pobrería detesto a la mujer preñada, máxime cuando es india o negra. Se me antoja abortarles a patadas los fetos. El río Magdalena ya lo contaminaron, y ya no canta Leo Marini y se murieron los caimanes. ¿Habrá forma de revertir esta catástrofe? ¿Y cómo? El río no marcha en reversa. Nada vuelve. Si en un oasis del tiempo oigo a Leo Marini, su voz me la encharca la nostalgia. Quiero volver atrás, atrás, atrás, a oírlo en su momento, en los corredores aireados de Santa Anita, sin nostalgia maricona, en su esplendor. (Vallejo, 2005, pp. 206-207).
Vi la otra noche, en calle céntrica, durmiendo sobre periódicos, una mujer del pueblo con sus tres hijitos que parió. Todos tirados en plena acera a la entrada de un banco, ¿me lo pueden creer? Tendió hacia mí sus sucias manos pedigüeñas, y su boca desvergonzada prodigó el nombre de Dios.–No lo devalúes, infame, inicua, bochorno público, cállate ya, que si Él existe no existes tú–. Saqué de mi cerebro un machete y ¡zúas! De un solo tajo eliminados cuatro focos de infección. No sé por qué las sociedades ricas que se respeten dejan persistir la pobreza, si es tan fácil de eliminar: con quien la padezca (Vallejo, 2003b, p. 136).
Me veo llevando al hombro un costalado de mangos dulces, maduros, apetitosos, jugosos, y como por inadvertencia los voy regando aquí y allá, a lo largo de estas carreteras de Colombia para que quien pase, recalentado por el sol de los caminos, abreve en ellos la sed. Dos o tres pasos adelante van cayendo, como moscas fulminadas con Flit. ¿Y sabes por qué? Te lo voy a decir, pero no lo vayas a contar: porque a cada mango le he inyectado con una jeringa desechable, dos o tres gotitas de piroarseniato de sodio, Na4 As2 O2. Después, en recompensa, me dan la Cruz de Boyacá, lo máximo, para mi colección (Vallejo, 2003a, 114). E iban desfilando blancos, negros, indios, zambos, rolos, mestizos, mulatos, y todas las combinaciones de la mala sangre que en tu país se dan, saltando alegremente hacia atrás rumbo al simio original (Vallejo, 2003b, p. 162). ¿Y llaman a esto catástrofe por veinte mil muertos? ¿Porque se sacudió la tierra y mató a veinte mil nacos, totonacos, hijos malnacidos de sus sucias indias madres en camadas? ¡Catástrofe la vida mía! (Vallejo, 2005, p. 189).
Nuestro narrador deja de lado su papel de intelectual cosmopolita inconforme y toma la actitud propia del terrateniente feudal indignado ante la cruel expropiación sentimental efectuada por el mero devenir de los acontecimientos; por eso decide tomar un camino carente de compasión que lo aparta, supuestamente, de la mediocridad.
Cuando el perdón, la paz y la justicia ya no existen, y la caridad se muere, habrá que asaltar cual Herodes el pesebre de los niños pobres, bajar de la cruz al Cristo que llenaba el corazón de los humildes y empalarlo; y elevar a un nivel sagrado la blasfemia contra cualquier variedad de catecismo positivista. La idea implícita se expresa con una transparencia superlativa en algunos de los aforismos de Nicolás Gómez Dávila: "Despoblar y reforestar: primera pauta para la civilización", "La definición de densidad demográfica óptima debe darla la estética"9.
Es en ese momento cuando nos encontramos zarandeados ante una escritura que causa atracción, repulsa y perplejidad por su carácter intratable e indigerible. Llegamos a un punto en el cual el receptor de la obra vallejiana deberá replantearse su papel como lector crítico: o bien aprender a amar todo lo que lo desmiente y condena a uno mismo por medio de una lectura que funciona, desde quien lee, como un acicate contra el raciocinio y como una redescripción de lo tangible; o bien, con la mezcla de ingenio y temeridad infantil capaz de descubrir a un monarca en cueros, diseccionar al sujeto enunciativo con escalpelo y clavarle una estaca en el corazón.
Pie de página
2El ex-presidente César Gaviria es objeto de burla y crítica frecuente en las narraciones de Fernando Vallejo. También afora una amarga crítica en las entrevistas.Bibliografía
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