Pensamiento palabra y obra
2011-804X
Facultad de Bellas Artes Universidad Pedagógica Nacional
https://doi.org/

Recibido: de julio de 2017; Aceptado: de agosto de 2017

La estética de la sencillez. Una reflexión a propósito de la vida en los bosques de Thoreau*


The Aesthetics of Simplicity. A reflection on Life in the Woods of Thoreau


A estética da simplicidade. Uma reflexão a propósito de A vida nos bosques de Thoreau

P. Rojas Valencia, a

Estudiante del Doctorado en Diseño y Creación de la Universidad de Caldas, Docente del Departamento de Artes Plásticas de la Universidad de Caldas, Profesional en Filosofía y Letras de la Universidad de Caldas; magíster en Estética y Creación de la Universidad Tecnológica de Pereira. Manizales, Colombia. pedro.rojas@ucaldas.edu.co Universidad de Caldas Departamento de Artes Plásticas Universidad de Caldas Manizales Colombia

Resumen

El presente artículo pretende rastrear los aportes al campo de la estética que se pueden encontrar en la obra de Henry David Thoreau, especialmente en Walden o La vida en los bosques. En la primera parte, se menciona su crítica al modo de vida moderno, que se relaciona con la actual sobrevaloración de la riqueza, el consumo, el espectáculo y la acumulación. En la segunda, su búsqueda de la sencillez, se menciona su afecto extraordinario por la intemperie y el ejercicio constante de oficios que en nuestra sociedad parecen inútiles, como ser guardián del bosque o vigilante de tormentas de nieve. Finalmente, se señalan una serie aportes a la estética, entre los cuales se encuentra su reivindicación de la sensibilidad y su exploración de las distintas maneras en que experimentamos, pensamos, sentimos y le damos sentido a la naturaleza.

Palabras clave:

arte, estética, sencillez, Thoreau.

Abstract

This paper aims to trace the contributions to the field of aesthetics found in the work of Henry David Thoreau, particularly in Walden, or, Life in the Woods. In the first part, I mention his criticism of the modern way of life, which is related to the present overvaluation of wealth, consumption, show, and accumulation. In the second part, his search for simplicity, I mention his extraordinary love for the outdoors and the constant exercise of trades that seem useless in our society, like being a forest ranger or a snow storm watcher. Finally, I point out a series of contributions to the aesthetic, including his claim of sensitivity and his exploration of the different ways in which we experience, think, feel and give meaning to nature.

Keywords:

Art, aesthetics, simplicity, Thoreau.

Resumo

O presente artigo visa rastrear as contribuições ao campo da estética que podem ser encontradas na obra de Henry David Thoreau, especialmente em Walden ou A vida nos bosques. Na primeira parte, menciona-se sua crítica ao modo de vida moderno, que se relaciona com a atual sobrevaloração da riqueza, o consumo, o espetáculo e a acumulação. Na segunda, sua busca da simplicidade; menciona-se seu gosto pela intempérie e o exercício constante de ocupações que parecem inúteis em nossa sociedade, como ser guardião do bosque ou vigia de tormentas de neve. Finalmente, assinala-se uma série de contribuições à estética, entre as que se encontra sua reivindicação da sensibilidade e sua exploração das diferentes formas nas que experimentamos, pensamos, sentimos e damos sentido à natureza.

Palavras-chave:

arte, estética, simplicidade, Thoreau.

Para comenzar* quisiera confesar que siempre me ha parecido que Walden hace parte de un tipo muy particular de textos: se instala entre aquellos que nos remiten al mundo, que nos arrojan fuera de sus páginas. Thoreau sabía que este tipo de libros son una invitación a experimentar la sencillez y multiplicidad de la tierra (sus hojas provenientes de los árboles de alguna manera nos regresan a ellos). Lo que trato de decir es un poco paradójico: que los libros que valen la pena son aquellos que se traicionan a sí mismos, que nos invitan a abandonarlos. Se trata de una de las obras de arte más cercanas a la vida, porque gracias a sus palabras terminamos por sentir que todas nuestras experiencias, hasta la más mínima, es un acontecimiento irrepetible. En sus propias palabras:

Mientras nos limitemos a los libros, por muy selectos y clásicos que sean, y leamos solamente idiomas escritos, que no son sino formas locales de expresión, estaremos en peligro de olvidar el lenguaje copioso y universal de los objetos y los acontecimientos. [...] ¿Quién recordará los rayos de luz que se filtran por el postigo cuando éste desaparezca? (Thoreau, 1959, p. 8).

Thoreau piensa que el oficio del filósofo no se reduce a la lectura de los libros, entre otras cosas, porque debe ser capaz de comprender los indicios, las señales y las huellas de la naturaleza. Muchas veces me he preguntado por ese lenguaje de la tierra ¿acaso las montañas, los ríos, los mares y el inmenso cielo tienen secretos que contarnos? No es la primera vez que los filósofos se refieren al lenguaje de la naturaleza, recordemos que incluso algunos sostienen que es un libro escrito en el lenguaje matemático. Ahora bien, en este artículo me preguntaré por ese lenguaje en términos estéticos, se me reprochará que el lenguaje es una capacidad netamente humana. Sin embargo, basta con salir a caminar al bosque para comprender que la tierra está poblada de signos: ¿acaso no seremos nosotros los que -ante los llamados de la tierra- nos comportamos como analfabetas, los que no nos tomamos el trabajo de descifrar sus señales, su lenguaje?

La crítica cínica

La filosofía y la vida

Conozco pocos filósofos que se hayan atrevido a actuar en concordancia con su pensamiento o que pensaran en concordancia con sus actos. Recuerdo que -en la antigua Grecia- a Diógenes lo llamaban el perro, porque se alimentaba, defecaba y dormía a la intemperie. Sin embargo, su estado no se parecía en lo más mínimo a la indigencia que impera en nuestros días. Cuando se masturbaba en la plaza pública -como en un performance- repetía una y otra vez: "si se pudiera aplacar también el hambre con un ligero masaje en el estómago"; en otra ocasión, cuando los ciudadanos atenienses le arrojaban huesos, tratando de insultarlo, él se comportaba como un perro y se orinaba en ellos (Onfray, 2002, p. 22). Estos actos no tenían que ver con satisfacer sus necesidades básicas, tampoco se debían a la incontinencia o la búsqueda de un suplemento del acto sexual. Es evidente que estas acciones desplegaban lo que podríamos llamar una retórica del cuerpo -del gesto-, querían decir algo muy simple: que los ciudadanos atenienses eran realmente quienes se encontraban en la indigencia, porque como perros domesticados eran esclavos de necesidades superfluas.

Los cínicos eran considerados sacrílegos, indómitos y malditos, no porque hablaran de filosofía, sino porque la ejercían. Thoreau se refiere, con las siguientes palabras, a este tipo de filósofos que no desconectaban el pensamiento y la vida:

En estos tiempos hay profesores de filosofía, pero no filósofo. Sin embargo, si hoy es admirable profesar la filosofía es porque antiguamente fue admirable vivirla. Ser filósofo no consiste solamente en elaborar ideas sutiles, ni siquiera en fundar una escuela del pensamiento, sino en amar la sabiduría en grado tal que seamos capaces de vivir de acuerdo con sus dictados. (Thoreau, 1959, p. 19).

Pienso que lo que caracteriza a este filósofo es su coherencia entre lo que dice y lo que hace, entre la razón y la sensibilidad, entre el concepto y la intuición, entre el pensamiento y la carne. En este sentido, me parece sumamente significativa la forma en que comienza su libro: "En casi todas las obras se evita el uso de la primera persona. En ésta no será así. Y no por egoísmo o vanidad. Generalmente olvidamos que, en definitiva, siempre es la primera persona la que se expresa" (1959, p. 8). Me gusta creer que Walden es, de alguna manera, una bitácora en el que Thoreau registraba -como un artista- los bocetos que hacía de sí mismo, un cuaderno de notas de un "experimento" artístico. Este experimento consistió -como saben- en vivir dos años y dos meses, solo, en los bosques, en una casa construida con sus manos, a orillas de la laguna Walden (en Concord-Massachusetts), alimentándose exclusivamente de lo que cultivaba.

En nuestro tiempo, este tipo de pensadores son escasos, me parece que la "coherencia" entre el pensamiento y la sensibilidad tienen su precio. Occidente le ha temido a su afecto por la libertad, la desobediencia y la soledad. Lo que me parece más interesante de estos filósofos - entre los que obviamente se encuentra Thoreau- es que su pensamiento no es doctrinario; por ende, sus prácticas tampoco son susceptibles de reducirse a fórmulas o manuales de comportamiento. En otras palabras, la acción que realiza, al irse a los bosques, no debe confundirse con el imperativo categórico de que "todos deberíamos irnos al bosque", él mismo nos lo advierte:

No desearía en modo alguno que alguien adoptara mi modo de vivir, pues, a parte de la probabilidad de que cuando él estuviera en condiciones de ponerlo en práctica, yo hubiera encontrado otro distinto, prefiero que exista en el mundo tantas personas diferentes como sea posible, y que cada una se dedique con empeño a encontrar y seguir su propio camino, y no el de su padre, su madre, o cualquier vecino. (Thoreau, 1959, p. 78).

En este sentido, debe decirse que la asociación de su experimento vital con la -tristemente célebre- ingeniería social o con una suerte de delirio de utópico es desafortunada (Cfr. Skinner, 1968). Debemos recordar que su viaje y estancia en el bosque eran parte de su búsqueda y esta misma lo llevaría a salir de allí: "Abandoné los bosques por una razón tan poderosa como la que me había llevado a ellos. Me pareció que quizá tenía varias vidas más que vivir, y que no podía dedicar más tiempo a ésa" (Thoreau, 1959, p. 332).

La esclavitud encubierta

Pienso que aquello que llevó a Thoreau a los bosques -eso que lo arrastraba fuera de la civilización- no era otra cosa que la imagen funesta de las personas de su tiempo que se habían acostumbrado a una vida asfixiante, poblada de preocupaciones innecesarias. Por esto afirma que las personas de su tiempo eran víctimas de una forma taimada de esclavitud. Debemos preguntarnos -desde este momento- si las sociedades contemporáneas padecen esa misma enfermedad: ¿acaso no estamos habituados al sufrimiento y a repetirlo indolentemente?, ¿acaso estamos condenados, como Prometeo, a esperar que nuestras "obligaciones" nos devoren las entrañas al despuntar el día?

Michel Onfray caracteriza a los cínicos como pensadores furiosos en contra de "la molicie y la dependencia"; en contra del "relajamiento y la sumisión" (2002, p. 19). En esto Thoreau también se parece a ellos, especialmente, en su consideración de que nuestras preocupaciones artificiales provienen, principalmente, de la sobrevaloración de la riqueza. Me parece que sus palabras - escritas hace más de 150 años- no han tenido mucho eco en nuestras sociedades, mucho menos en la suya, si tenemos en cuenta que en nuestros días impera el consumo, el espectáculo y la acumulación. Estas prácticas no solo son catastróficas para la tierra, sino para el género humano:

Y es que los hombres se afanan erróneamente. [...] Por un signo falaz, generalmente llamando necesidad, tienen que dedicarse -como dice un libro antiguo- a acumular tesoros que la polilla y el moho habrán de corromper y que servirán de botín a los ladrones. Es una vida insensata, y así tendrán que reconocerlo al final, si no antes. (Thoreau, 1959, p. 10).

Cuando decía que acumular bienes inútiles es insensato, lo que quería decir es que su precio es demasiado alto: "El costo de un objeto es la cantidad de vida que se requiere para obtenerlo" (1959, p. 36). Siguiendo este indicio se pregunta: ¿qué sentido tiene enfermarse a fuerza de querer 59, p. 36). Siguiendo es guardar algo para un día de enfermedad?, ¿por qué tenemos que seguir esa manía de emplear lo mejor de la vida, la juventud, en ganar dinero para gozar de una supuesta libertad en la vejez? Thoreau afirma que estas ambiciones son opresivas y abrumadoras, porque -en definitiva- al aferrarnos a ellas se nos escapa la vida entre los dedos:

La mayoría de los hombres [...] están, por ignorancia y error, entregados de tal manera a preocupaciones artificiales e inútiles menesteres groseros, que no les es dable extraer los más delicados frutos de la vida. El trabajo excesivo restó agilidad a sus manos y les puso los dedos demasiado temblorosos para esa otra tarea. (Thoreau, 1959, p. 10).

Como si esto fuera poco, Thoreau se resiste a la opulencia -de las hoy llamadas clases altas- porque sabe que estas riquezas son causantes de la miseria de los otros. Esto lo podemos observar en la analogía que realiza entre la modernidad y el antiguo Egipto: "Los millares de hombres que construyeron las pirámides para la tumba de los faraones se alimentaban solo con ajos, y es probable que sus cuerpos no hallaran sepultura decorosa" (1959, p. 10). Además, le parece que dichas riquezas no solo son las causantes de la miseria de los otros sino de la propia: "La mayoría de los lujos y muchas de las llamadas comodidades de la vida, no solamente no son indispensables, sino que se convierten en verdaderos obstáculos para el engrandecimiento de la especie humana" (1959, p. 39). Tal vez la idea de que la "civilización" ha degradado al hombre y que la cultura no es otra cosa que "mierda de perro" (como pensaba Gonzalo Arango) no sea del todo cierta. Sin embargo, es imposible no sentirse abrumado al constatar que todos esos artefactos que hacemos en nombre del progreso -desde el ferrocarril hasta las grandes plataformas petroleras- no son más que medios perfeccionados "para fines imperfectos". Esto es triste, nos hacen pensar que estamos destinados a sembrar a nuestro paso solo muerte y devastación.

Thoreau sostiene que la razón por la cual nuestra vida se asemeja a la esclavitud es porque no somos capaces de tomarla en nuestras manos, en otras palabras, de vivirla. Nos encontramos atrapados y en vez de buscar la salida -cual ratas enjauladas- nos contenemos en esa ilusión terrible que llamamos resignación: "Lo que verdaderamente piensan los hombres es que no tienen opción" (1959, p. 12). Desde este punto de vista, podemos afirmar que la creencia en que las maneras de pensar, sentir u obrar que nos enseña la sociedad occidental son las únicas posibles es un prejuicio pernicioso, ni siquiera hay razones suficientes para suponer que son afortunadas.

La búsqueda de la sencillez

La sencillez

La oposición de Thoreau a la forma de vida moderna tiene como propósito el señalar algo muy simple: a pesar de todo, se puede vivir de otra manera. Esto - en muchos sentidos- es liberador, principalmente porque deja de ser un secreto que las leyes que rigen nuestro comportamiento son contingentes, nada más que convenciones temporales, pura arbitrariedad. En palabras de Thoreau: "Lo que hoy todo el mundo corea, o acepta en silencio como verdad indiscutible, mañana puede convertirse en error, en mero humo de opinión, que algunos confundieron con una nube, presta a derramar agua fertilizante sobre los campos" (1959, p. 13).

La manera en que eligió vivir Thoreau fue la sencillez, viviendo de esta manera pudo ahorrarse muchas penalidades. Esta era su estrategia para enfrentarse a los desatinos de la sociedad moderna, quizá también lo sea para enfrentarnos a los padecimientos de la sociedad contemporánea. Se trata del ejercicio sistemático de cultivar la pobreza "como la hierba de un jardín" (1959, p. 337), por esto se pregunta ¿estaremos siempre estudiando la manera de poseer más y nunca el modo de contentarnos con menos? Su mayor habilidad -decía- era "siempre necesitar muy poco" (1959, p. 45). En su estancia en Walden solo poseía: una cama, una mesa, un escritorio, tres sillas, un espejo de tres pulgadas de diámetro, un par de tenazas, una caldera, una cazuela, una sartén, un cucharon, una palangana, dos cuchillos y tenedores, tres platos, una taza, una cuchara, una vasija para el aceite, otra para las melazas y una lámpara japonesa1.

Esta preferencia por la sencillez también lo emparenta con los antiguos cínicos, porque estos "hacían de la sencillez una virtud y de la sencillez extrema, una virtud extrema" (Onfray, 2002, p. 74). La libertad de este tipo de hombres no consiste en poseer grandes riquezas para satisfacer con ellas sus necesidades, sino en no sucumbir ante necesidades artificiales. Thoreau decía que lo primero para él era la libertad y que por ello "no estaba dispuesto a perder el tiempo en adquirir ricas alfombras y finos muebles, ni en gozar de exquisiteces culinarias" (1959, p. 77).

Lo que buscaba era servirse únicamente de lo fundamental. Dentro de las necesidades básicas, las dos más importantes -para el filósofo- eran la comida y el refugio. Respecto a la alimentación2 que tuvo en ese tiempo, estaba convencido que un hombre, en esas latitudes, "puede conseguirse el sustento con muy poco esfuerzo y adaptarse a una dieta tan sencilla como la de los animales, sin perder salud ni fuerza" (1959, p. 67). Respecto al refugio, sostenía que el calor vital era necesario, que el cuerpo humano era como una "estufa". Sin embargo, los que nadan en la opulencia no se conforman con la cómoda tibieza, sino que buscan un calor excesivo, antinatural. Por esto no pensó en comprar una casa, sino que -como ya dijimos- construyo un sótano en la cercanía al lago Walden con sus propias manos. Lo que me parece más poético es que, si bien sabía que una casa era fundamental para resguardarse de la intemperie, amaba estar al aire libre:

Para todo niño, el mundo comienza de nuevo, en cierto modo; le encanta estar al aire libre, aunque llueva o haga frío. Juega a hacer casas como juega a montar a caballo, por instinto [...]. Hemos progresado desde la caverna hasta los techos de hojas de palma, de ramas y cortezas, de lino tejido, de hierba y pajas, de ramas y cascajo, de piedras y tejas. Y al final no sabemos lo que es vivir al aire libre, y en nuestra vida se manifiesta la domesticación en más de un sentido. (Thoreau, 1959, p. 33).

Mientras construía el refugio, en el que vivió los dos años y dos meses de su vida en los bosques, Thoreau no dejaba de buscar la "sencillez"; prefería vivir en un balde, como Diógenes: "Meterse dentro por la noche, o cuando lloviese, cerrar la tapa y, así, remontarse a los cielos de la libertad" (1959, p. 34). Antes de caer en las garras de la opulencia, "no vaya a ser que al final uno se encuentre metido en un asilo, en un laberinto -sin hilo de Ariadna-, un museo, una prisión, un mausoleo" (1959, p. 76).

Los oficios inútiles

Para la formulación de una estética de la sencillez es fundamental detenernos en la manera en que Thoreau se relacionaba con la tierra. Me gusta pensar que aquello que caracterizaba su complicidad con la naturaleza era el ejercicio de oficios inútiles. Su primer intento fue la recolección de vegetación:

[Se imaginó] recorriendo los cerros todo el verano, para recoger las fresas, y después, sin preocupación alguna disponer de ellas, [...]. También soñaba en recoger hierbas silvestres, o llevar siemprevivas a los vecinos del pueblo a quienes les encanta los recuerdos de los bosques [...]. Pero después he aprendido que el comercio maldice cuanto toca; aunque la mercancía fueran mensajes celestiales, el negocio no escaparía a la maldición. (Thoreau, 1959, p. 77).

Así es que se sintió destinado a los oficios más insospechados: fue vigilante de tormentas de nieve y se enorgullecía de cumplir "fielmente su deber". También fue intérprete del viento: "Muchos fueron los días de otoño, y hasta de invierno, que pasé fuera de la ciudad, tratando de interpretar el rumor del viento" (1959, p. 22). Además, se dedicó a ser guardián del bosque: "He regado la roja guayaba, la pumis pumila, el almez, el pino rojo, el fresno negro, la vid blanca, la violeta amarilla, de no haberlo hecho, se hubieran marchitado en las estaciones secas" (1959, p. 23). Incluso, afirma que con el tiempo se convirtió en un fraudulento corredor de bienes raíces:

Anduve por las posesiones de todos los colonos, probé sus manzanas silvestres, charlé con ellos de agricultura, adquirí cada una de las granjas por la cantidad que me pedía su dueño, y hasta por más en algún caso. Hice todo menos llegar a la escritura. Tomaba como tal su palabra, pues me encanta conversar. Cultivé el terreno y hasta al propietario del terreno, en cierto modo. Y cuando había disfrutado bastante en este juego, me retiraba, dejando a mi interlocutor que lo siguiera por su cuenta. [...] Aquí podría yo vivir, me decía; y allí vivía en una hora todo un verano y un invierno; me veía dejando correr los años, capeando los embates del mal tiempo, y asistiendo a la llegada de la primavera [...]. Y luego lo abandonaba todo, quizá en barbecho, pues la riqueza de un hombre se mide por el número de cosas a las que puede renunciar. (1959, p. 88).

También se ocupó de oficios más serios, como la trasmigración astronómica y los viajes en el tiempo:

Desplazado en el espacio y en el tiempo, habitaba más cerca de aquellas partes el universo y de aquellas épocas de la historia que más me habían atraído. Vivía en regiones tan remotas como las que los astrónomos contemplan por las noches. [...] Descubrí que mi casa se hallaba realmente en una parte del universo, no sólo retirada, sino nueva y sin profanar. Si valía la pena aposentarse en la proximidad de las Pléyades o las Híades, de Aldebarán o de Altea, allí estaba yo realmente, o por lo menos igualmente lejano de la vida que había dejado atrás, menguado y centelleante, lanzando rayos sutiles a mi vecino más próximo, y visible sólo a sus ojos en las noches sin luna. (1959, p. 95).

Tal vez el oficio del que más se sentía orgulloso fue el de auto-cosmólogo o auto-explorador:

Existen mares y continentes en el mundo moral -para los cuales todo hombre es una entrada- aún inexplorados por él y es mucho más fácil navegar miles de millas, en medio de fríos, tempestades y caníbales [...] que explorar el mar privado. (1959, p. 35).

Lo que me parece más bello de este tipo de vida indómita es que por banal que parezcan estos oficios a nuestros ojos, no eran algo que Thoreau considerara indigno de su esfuerzo3. En un apartado afirma que no pretendía encontrar el modo de que otras personas quisieran pagarle, sino "la manera de evitar la necesidad de venderse" (1959, p. 35). Como sabrán, estos oficios son realizados con la complicidad de la tierra, no de los hombres.

Los aportes a la estética

La reivindicación de la sensibilidad

Descifrar el rumor del viento y vigilar el cielo presto a la tormenta no son oficios acordes a la ambición que le es propia al hombre creyente en el comercio o en los mundos intangibles. En más de una ocasión, Thoreau menciona que el cristianismo es una forma de domesticación. Para el filósofo que escucha la tierra, la religión es similar a un cuerpo putrefacto: "No hay olor tan repulsivo como el que despide la bondad corrompida. Es carroña humana y divina" (1959, p. 35). Las acciones del creyente están condicionadas por la culpa, por la necesidad de verse absuelto del pecado original, sus actos -incluso los más compasivos- no son sino una manera de tramitar su llegada al cielo: "Nuestras costumbres se han corrompido por la comunicación con los santos. Nuestros libros de rezos traen resonancias de una melodiosa maldición de Dios" (1959, p. 85). Por esto llegó a afirmar:

Si yo tuviese la certidumbre de que un hombre se dirigiría a mi casa con el propósito de hacerme el bien, huiría, para ponerme a salvo [...] huiría ante el temor de que me pudiera alcanzar algo de ese bien, de que algo de ese virus se infiltrara en mi sangre. (1959, p. 81).

Thoreau se opone a la virtud cristiana, por varias razones, a mí me gusta pensar que su mayor disgusto radica en que ella busca condenar todas las formas de la sensibilidad:

A mucho, pobre naufrago te atreves, a demandar un puesto allá en el cielo, sólo porque en tu choza, o en tu tina una virtud cobarde y pedantesca, ya al sol barato o en fuente cristalina, con hierbas y raíces alimentas [...]. Mientras tanto, tu diestra mano arranca de la mente serena las pasiones en cuyas sepas la virtud florece, embota los sentidos y a natura sin miedo, ni respeto, la escarnece, Gorgona que a los hombres piedras vuelve. (Thoreau, 1959, p. 85).

Para Thoreau, la metafísica cristiana es un tipo de corrupción, de anestesia, de petrificación de la vida y la sensibilidad. Esto bastaba para que se le presentara odiosa, debemos recordar que el filósofo buscaba intensamente la exacerbación de la vida, no solo en la teoría, sino en sus prácticas diarias: "En toda estación, a cualquier hora del día o de la noche, estaba ávido de extraer su jugo a la menor partícula de tiempo" (1959, p. 21). Esto me recuerda la frase más famosa de su texto:

Fui a los bosques porque deseaba vivir deliberadamente; para enfrentar sólo los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñarme; Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida, no fuese a descubrir, al llegar la hora de mi muerte, que no había vivido. [...] Deseaba vivir profundamente, sacarle el jugo a la existencia, vivir tan vigorosa y espartanamente, como para vencer a todo lo que no fuese vida. (Thoreau, 1959, p. 98).

Esta reivindicación de la vida es, sin lugar a dudas, su aporte principal al campo de la estética, si la comprendemos como el estudio de la sensibilidad, del sentir y ser sentido. En el siguiente apartado me detendré en otras de sus contribuciones, especialmente, en aquellas que se relacionan con el arte contemporáneo.

La posibilidad de una estética de la sencillez

Cuando Thoreau realiza su crítica a la metafísica cristiana (considerándola como una especie de esclavitud, en la que aún nos encontramos aprisionados) sostiene que las prácticas artísticas deben partir de lo sensible4. Me parece que es aquí donde su experiencia se vuelve más significativa en términos estéticos, cuando afirma - contrario a muchos de sus antecesores- que es de la tierra (siempre exuberante, siempre presta a la sensibilidad) de donde proviene la facultad poética, no del mundo de las ideas, mucho menos de sus leyes suprasensibles. Su pensamiento nos permite entrever una estética que podríamos llamar ambiental, en cuanto exploración sensible de la naturaleza. Me permito, entonces, señalar cinco momentos en que sus propuestas se relacionan estrechamente con las prácticas estético-artísticas de nuestro tiempo.

La intemperie

Para comenzar me parece que la búsqueda de la intemperie es un punto crucial de su estética: "Antes de adornar nuestras moradas con objetos bellos, debemos desnudar sus paredes y desnudar nuestras vidas, ponerlas al descubierto [...]. El gusto por lo bello se cultiva mejor al aire libre" (Thoreau, 1959, p. 44). Me llamó la atención que, incluso, cuando realizaba la construcción de su casa, Thoreau sostuviera que el oficio arquitectónico es una especie de gesto salvaje, de allí que nos emparentara con los animales. En sus palabras, nuestras casas deberían ser una especie de "cobertizo a la entrada de una madriguera" (1959, p. 50). Todo esto lo lleva a afirmar:

El hombre que hace su casa tiene la misma aptitud que el pájaro que forma su nido. Si los hombres construyeran sus viviendas con sus propias manos, y se abastecieran por sí mismos de alimentos para ellos y sus familias, con sencillez y decoro, ¿quién nos dice que no se desarrollaría universalmente nuestra facultad poética, del mismo modo que los pájaros cantan mientras construyen sus nidos? (1959, p. 51).

Esta especie de facultad poética se desarrolla cuando nos relacionamos con la naturaleza en términos no instrumentales, la relación afectiva con la tierra es algo que deberíamos pensar en nuestro tiempo. Hasta qué punto podemos proponernos la exploración poética de la intemperie:

Quizá nos fuera conveniente pasarnos más días y más noches sin que nada se interpusiera entre nosotros y los cuerpos celestes; que el poeta no pensara tanto bajo techo, ni el santo se enclaustrara tan prolongadamente. Los pájaros no cantan en las cuevas. (1959, p. 33).

La tensión con la tradición

En su obra podemos encontrar una oposición a la manera en que la tradición condiciona la práctica artística. Esto lo podemos ver cuando señala que el arte no debe reducirse a la fabricación de monumentos: "Mucha gente se interesa por los monumentos de oriente y de occidente, y por saber quiénes los construyeron. Por mi parte preferiría conocer a los que, en aquella época, no los construyeron, por estar muy encima de tales bagatelas" (1959, p. 64). Por otro lado, el arte no debe permitirse ser condicionado por el canon, mucho menos si tenemos presente que la mayor parte de las prácticas artísticas en las que aparece la naturaleza, no se han preocupado por su cuidado5. Incluso, han servido a intereses muy contrarios, como es el caso de la apología de la propiedad privada o del expansionismo nacionalista. Prácticas a las que se oponía Thoreau, especialmente en su libro Del deber de la desobediencia civil. En definitiva, su propuesta de tomar distancia de la tradición era muy enfática: "Se trata de no repetir, de no vivir como vivieron los viejos, en realidad, los viejos no tienen ningún consejo valioso que dar a los jóvenes. Su experiencia personal es fragmentaria, y sus vidas constituyen fracasos lamentables" (1959, p. 13).

La disolución de la frontera entre la vida y el arte

Me parece que para Thoreau el arte no es una actividad que podamos definir en términos esenciales, se trata de una relación; específicamente, de la relación de los hombres con la naturaleza. Recordemos que la palabra imitación que ha definido durante tanto tiempo la práctica artística, no solo se refiere a la creación de copias (manufacturación de algo que puede duplicar la apariencia de otra cosa). En otro sentido, significa que algo "aparece" en donde había "otra cosa". En la antigua Grecia, el arte le permitía al artista sentirse fuera de sí en aquello que representaba (sea en deidad, titán o demonio); era una práctica que consistía, antes que nada, en la transfiguración de sí mismo (cfr. Nietzsche, 1973).

Me parece que esa manera de pensar el arte -como una forma de transfigurarnos- se puede encontrar en la obra de Thoreau, especialmente es su predisposición a la experiencia estética, en cuanto reconciliación con la tierra. Por esto me parece que, en definitiva, la estética de la sencillez no concierne exclusivamente a las obras de arte, sino que atraviesa la vida misma:

Millones hay lo bastante despiertos para el trabajo físico; pero solamente uno entre un millón lo está lo suficiente para el esfuerzo intelectual; y no hay más de uno en diez millones apto para una vida poética o sublime.

Estar despierto es estar vivo. [...] Debemos aprender a re-despertarnos o despertarnos totalmente y a mantenernos despiertos [...]. Sin duda tiene mérito el poder pintar un cuadro o esculpir una estatua y crear objetos bellos; pero es mucho más admirable y glorioso modelar e iluminar la misma atmósfera y el medio ambiente que nos rodea, lo cual moralmente está a nuestro alcance. Influir sobre el carácter del día es la más eminente de las artes. Todo individuo tiene la misión de hacer de su vida, hasta en los más mínimos detalles, sea digna de afrontar su hora más excelsa y decisiva. (Thoreau, 1959, p. 97).

El arte de caminar

Pensar la indisociabilidad de la vida y el arte es algo que ha inquietado las prácticas artísticas contemporáneas (principalmente las propias del arte de acción). Recordemos que la propuesta de Thoreau de reivindicación se relaciona estrechamente con la práctica del caminar, incluso cuando deja de vivir en la laguna Walden. El caminar se ha incorporado en el mundo del arte, muchos artistas han propuesto esta práctica como un procedimiento creativo en sí mismo, desde Baudelaire y Guy Debord, hasta María Teresa Hincapié y Fernando González (Rojas., 2013).

Me llama la atención el hecho de que para Thoreau el arte de caminar es una especie de peregrinación, que debe estar acompañada de la renuncia al modo de vida moderno:

La verdad es que hoy en día no somos, incluidos los caminantes, sino cruzados de corazón débil que acometen sin perseverancia empresas inacabables. Nuestras expediciones consisten sólo en dar una vuelta, y al atardecer volvemos otra vez al lugar familiar del que salimos, donde tenemos el corazón. La mitad del camino no es otra cosa que desandar lo andado. Tal vez tuviéramos que prolongar el más breve de los paseos, con imperecedero espíritu de aventura, para no volver nunca, dispuestos a que sólo regresasen a nuestros afligidos reinos, como reliquias, nuestros corazones embalsamados. Si te sientes dispuesto a abandonar padre y madre, hermano y hermana, esposa, hijo y amigos, y a no volver a verlos nunca; si has pagado tus deudas, hecho testamento, puesto en orden todos tus asuntos y eres un hombre libre; si es así, estás listo para una caminata. (1998, p. 9).

El arte del caminar -como ejercicio de su estética de la sencillez- no se puede confundir con el ejercicio físico: "¡Pensad que un hombre levante pesas para conservar la salud, cuando esas fuentes borbotean en lejanas praderas a las que no se le ocurre acercarse!" (1998, p. 13). No se trata de una práctica mecánica, tampoco basta tener el tiempo libre y la independencia para hacerlo, se trata de un gesto que le permite al caminante liberarse de sus cargas. Teniendo presente que ese nomadismo sistemático -que nos invita a recorrer los caminos menos transitados- busca la exacerbación de la sensibilidad, nuestra transfiguración.

El lenguaje de la naturaleza

Para finalizar, quisiera sostener que la obra de Thoreau -además de señalarnos el camino para realizar una crítica al hiperconsumo, el espectáculo y la devastación- es inquietante por su exploración de las distintas maneras en que nos relacionamos, pensamos, sentimos y le damos sentido a la naturaleza. En ese sentido, puede ser leída en términos del pensamiento ambiental6. Muchas veces me he preguntado ¿cómo hacer, en nuestro tiempo, que el canto del hombre fuera como el de los pájaros y nuestra casa como una madriguera? Esta tarea me parece difícil teniendo en cuenta la expansión de las grandes ciudades, la deforestación de los bosques, la contaminación de los mares. Quizá, el primer paso consista en aprender a escuchar la naturaleza, incluso, cuando nos parezca insignificante:

El débil zumbido de un mosquito, en su invisible revolotear por mi cuarto, cuando al apuntar el día me sentaba, abiertas puertas y ventanas, me causaba tanta impresión como el clarín glorioso de la Fama (diosa antigua). Era el réquiem de Homero, toda la Iliada y una Odisea flotantes en la atmósfera y cantando su propia cólera y sus andanzas. Había algo cósmico en el ambiente, como un constante aviso de la perenne energía y fecundidad del mundo. (Thoreau, 1959, p. 96).

Este aporte de Thoreau a la estética me parece sumamente importante, mucho más, si tenemos en cuenta que hoy la naturaleza se encuentra al borde de la destrucción. Michel Serres formula una pregunta con la que me gustaría concluir este artículo porque me parece ineludible para la estética de nuestro tiempo: "¿Cómo paisajes divinos, la montaña santa y el mar de la sonrisa innombrable de los dioses, han podido transformarse en campos de aguas residuales o receptáculos abominables de cadáveres?" (1959, p. 45). La obra de Thoreau nos debe permitir una mayor apertura al mundo de la intemperie, de los parajes inhóspitos, de las montañas y los ríos. Esta experiencia me hace pensar que una estética de la sencillez tiene el propósito tanto de liberarnos de las cargas innecesarias impuestas por la vida moderna como de enseñarnos a descifrar la naturaleza, a comprender su lenguaje; de allí que podamos sostener, como Thoreau, que es de la tierra de donde debería provenir el arte:

Los vientos que atravesaban mi morada eran como los que barren las crestas de las montañas, portadores de quebrados acordes, trozos celestiales de música terrena. El viento de la mañana sopla perennemente; el poema de la creación nunca se interrumpe; pero son pocos los oídos que lo escuchan. El Olimpo no es sino la sobrefaz de la tierra. (Thoreau, 1959, p. 92).