Pensamiento palabra y obra
2011-804X
Facultad de Bellas Artes Universidad Pedagógica Nacional
https://doi.org/

Recibido: de septiembre de 2017; Aceptado: de noviembre de 2017

Escrituras bárbaras: relaciones peligrosas entre vanguardia literaria y estetización de la violencia en ámbitos latinoamericanos


Barbarian Writings: Dangerous Relations between Vanguard Literature and the Beautification of Violence in Latin American Areas


Escritas bárbaras: relações perigosas entre vanguardia literária e estetização da violência em âmbitos latino-americanos

R. Montoya, a

Doctor en Letras, UNAM; profesor titular de la Escuela de Español y Literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira y docente de las maestrías en Literatura y en Estética y Creación de la Facultad de Bellas Artes y Humanidades. Colombia. Dirige el grupo de investigación Estudios Regionales sobre Literatura y Cultura, avalado por Colciencias. Premio Nacional de Literatura Universidad de Antioquia 2014, con su obra Mi unicornio azul. Segundo lugar en el III Concurso Nacional de Novela Corta de la Universidad Javeriana, con su obra El museo de la calle Donceles (2015). Correo electrónico: rigoroso@utp.edu.co Universidad Tecnológica de Pereira Universidad Tecnológica de Pereira Colombia

Resumen

En este artículo de investigación indagaremos, desde el lugar de la ficción que propone Bolaño en Estrella distante, si el militar Carlos Wieder, o en su doble identidad, Alberto Ruiz-Tagle, fue un poeta revolucionario en su propuesta literaria, al trazar con ella el ejercicio de una vanguardia artística extrema, frente al arribo de la dictadura militar del general Pinochet (1973). También, se indagará en qué medida Bolaño cuestiona el lugar ambiguo que algunos escritores latinoamericanos ocuparon en la Dictadura, al redimensionar su responsabilidad moral y al alejarlos de ese sitio cómodo, de víctima y evaluador ilustrado, en que suele pensarse, socialmente, al escritor frente a realidades violentas.

Palabras clave:

vanguardia, dictadura militar, violencia, poesía aérea.

Abstract

In this research paper we investigate, based on the fiction proposed by Bolaño in Distant Star, whether military man Carlos Wieder or, in his double identity, Alberto Ruiz-Tagle, was a revolutionary poet in his literary proposal, by exercising with it an extreme artistic avant-garde, in the face of the beginning of General Pinochet's military dictatorship (1973). We also investigate to what extent Bolaño questions the ambiguous place of some Latin American writers in the dictatorship, by rescaling their moral responsibility and moving them away from that comfortable place as victims and enlightened evaluators where writers are usually placed in society in the face of a violent reality.

Keywords:

vanguard, military dictatorship, violence, aerial poetry.

Resumo

Neste artigo de pesquisa colocamos a questão de se, desde o lugar da ficção que propõe Bolaño em Estrella distante, o militar Carlos Wieder ou, em sua dupla identidade, Alberto Ruiz-Tagle foi um poeta revolucionário com sua proposta literária ao criar com ela o exercício de uma vanguardia artística extrema, no início da ditadura militar do general Pinochet (1973). Também, indaga-se sobre a medida na que Bolaño questiona o lugar ambiguo que alguns escritores latino-americanos tiveram na Ditadura, ao redimensionar sua responsabilidade moral e ao afastá-los desse lugar cómodo, de vítima e avaliador ilustrado, no que o escritor é pensado, socialmente, frente a realidades violentas.

Palavras-chave:

vanguardia, ditadura militar, violência, poesia aérea.

La pregunta sobre lo que Bolaño discute en algunas de sus obras literarias acerca del mal y el horror nos obliga a hablar de la violencia como acción y qué implicaciones, de tipo ético y estético, se deslizan en la extraña geografía humana que propone el escritor chileno, si pensamos que en las obras La literatura nazi en América (1996), Nocturno de Chile (2000) y 2666 (2004) el tema de la violencia se torna obsesivo y sufre tratamientos diversos. Pero es en Estrella distante (1966) donde este tratamiento de la violencia se metaforiza de una forma singular. El propio Bolaño afirmó que en esta novela habría intentado "una aproximación, muy modesta, al mal absoluto" (Manzoni, 2006). Esta situación nos obliga a preguntarnos por los límites entre expresión artística y la acción que los individuos y los grupos ejercen en su dinámica política y social, ahora que proliferan los performances, las instalaciones, el cine snuffy las ejecuciones extrajudiciales, las mismas que en el tinglado de los eufemismos pasó a llamarse en Colombia falsos positivos.

La generación del exterminio y la diáspora

Cuando hablo de individuos y de grupos pienso en la recurrencia de Bolaño de adherir su nombre al de una generación de latinoamericanos que habría sufrido, en carne propia, los rigores de la guerra y los estados de excepción. En su "Discurso de Caracas" (1999), al recibir el Premio Rómulo Gallegos, Bolaño aludió a una generación de jóvenes idealistas que habrían militado, ciegamente, en corrientes políticas en las que ya confiaba poco, sobre todo cuando instalaba en el horizonte la posibilidad de que estas corrientes hubieran conquistado el poder y los jóvenes permanecieran bajo su arbitrio. No fue explícito al nombrar esas corrientes políticas, pero se colige, después de que se refiriera al trotskismo, que fueron aquellas que enarbolaron los movimientos del socialismo ruso y el comunismo asiático, los mismos que fueron atacados de raíz por grupos de extrema derecha en América Latina, bajo la anuencia del imperialismo norteamericano. La larga sombra de la Operación Cóndor ejemplifica esa anuencia y la existencia de figuras legendarias como el cura Camilo Torres, el Che Guevara o el propio Fidel Castro ilustra la materialidad de un álbum de aspiraciones truncas.

Lo importante para Bolaño es reconocer lo que pasó con esos jóvenes que se entregaron ingenuamente a la defensa de un ideal y de unas causas políticas, que pagaron con su vida. Si como él nacieron a comienzos de la década de los cincuenta, estos muchachos que aparecen en Estrella distante como asistentes en Concepción al taller de poesía de Juan Stein, en 1970 o 1971 -que es la época en que aparece en escena Carlos Wieder- solo tendrían entre 17 y 23 años. Stein, de filiación trostkista, gran conocedor de literatura militar de la Segunda Guerra y sobrino de un famoso general bolchevique, Iván Cherniakovski, tenía 25 años. Arturo Belano, el personaje narrador de la novela, escribe que él tenía 18 años en el momento en que entró en contacto con Wieder o Ruiz-Tagle, cuando este, surgido de la nada, también decide hacerse tallerista de poesía, al lado de las hermanas Garmendia, de la Gorda Posadas, de Bibiano O'Ryan, entre otros. Solo faltaba un par de años para que Salvador Allende se pegara un tiro en la Casa de la Moneda y Pinochet ocupara su lugar con su temida Junta Militar. "Toda Latinoamérica está sembrada con los huesos de estos jóvenes olvidados", afirma Bolaño; de ahí que sintetice las motivaciones de la escritura de su obra literaria como una "carta de amor o de despedida a mi propia generación, los que nacimos en la década del cincuenta..." (1999, pp. 42-43).

En efecto, la de Bolaño fue una generación que recibió la influencia de dos guerras mundiales de una Europa disminuida, avergonzada frente a Occidente por permitirse cercar con alambrados los campos de concentración, para llevar a cabo una delicada operación antisemita.

Hablar de ambas guerras y de los lugares sofisticados de tortura y exterminio racial es desembocar en la imposición de ideologías como el fascismo, el nazismo y el falangismo, que hicieron efectivos sus discursos patrióticos en los campos de batalla, cuyas consecuencias para América Latina no se harían esperar en la esfera económica y política. Si por vanguardia se comprende ese poder armado que se impone como cuerpo principal en el teatro de los acontecimientos y que va hacia delante (de avant-garde) con el ánimo de enfrentar al enemigo y derrotarlo por la fuerza, no es difícil admitir que la violencia en sí misma se torne representación o manifestación expresiva de un ser de la cultura del siglo xx, así esa cultura, como la entiende George Steiner, sea propia de un "embotamiento moral" (1992, p. 19), de un ennui, donde prevalecen la barbarie y la reproducción, acaso técnica, de una "estética de la violencia", en la que, al decir de Steiner, tanto los intelectuales como las instituciones forjadoras de la civilización europea -entre ellas las academias de letras y de artes-acogieron "la inhumanidad con variados grados de bienvenida" (p. 88). Una acogida que, según sostuvo Steiner en otro momento, se transformó en exitosas carreras académicas, se hizo exposición en grandes museos, se tornó memoria con la publicación de libros eruditos, todo ello fortalecido en las "proximidades de los campos de la muerte" (2002, p. 10).

Violentos por aburridos: una pintura del siglo XX

Ya no se trata del ennui decimonónico, donde al perder el aura y al hacerse anónimo entre la muchedumbre, el artista se arrojaba a la calle para experimentar en los otros su propio abatimiento, ceñido a unos comportamientos sociales mínimamente aceptados que le permitieron un grado de acción y desplazamiento, o bien hacia la barricada, o bien hacia el prostíbulo y la taberna. El ennui del siglo XX tiene otros efectos más nocivos, si atendemos a las reflexiones de Steiner en torno a la poscultura o cultura disminuida. Ese efecto tiene que ver con la inseparabilidad entre las "realizaciones representativas" de la civilización europea -léase expresiones filosóficas, artísticas y literarias- y el "ambiente de absolutismo" en que dichas representaciones cobraron cuerpo, en medio de una "extrema injusticia social y hasta de cruda violencia" (1992, p. 89), sostiene Steiner.

Por otra parte, basta considerar la dimensión moral de los personajes creados por Bolaño, como poetas y narradores monstruosos que torturan y asesinan, sin distingo de jerarquías en el plano de una escala social leve en sus límites éticos, para entender cómo operan en nuestro tiempo las realizaciones representativas en el campo de la creación literaria. El desaliento, el desencanto, el spleen insuflarían en el individuo una voluntad extraña que lo haría actuar peligrosamente, que lo obligaría a buscar en la novedad y en lo excéntrico la acción sin límites, eso que Bolaño llama con frecuencia en sus reflexiones y ficciones el mal. Quizá a esto aluda en su texto "Literatura + Enfermedad = Enfermedad", cuando a la sombra de Baudelaire, Bolaño intenta comprender la complejidad del ser moderno, a partir de la figura del desierto, como ese lugar inhóspito, en cuya aridez el sujeto histórico se torna imaginativo en su accionar malvado:

En medio de un desierto de aburrimiento, un oasis de horror. No hay diagnóstico más lúcido para expresar la enfermedad del hombre moderno. Para salir del aburrimiento, para escapar del punto muerto, lo único que tenemos a mano, y no tan a mano, en esto también hay que esforzarse, es el horror, es decir el mal. O vivimos como zombis, como esclavos alimentados con soma, o nos convertimos en esclavizadores, en seres malignos [...] Hoy, todo parece indicar que sólo existen oasis de horror o que la deriva de todo oasis es hacia el horror. (Bolaño, 2012, p. 528).

Por este camino, que en su momento emprendieron los personajes de 2666 hasta llegar a la zona de Santa Teresa (Ciudad Juárez), a enumerar las inexplicables y siniestras muertes de mujeres mexicanas, en su mayoría trabajadoras en fábricas de maquila, se comprende el sentido que Marinetti le endilga a la violencia al elevarla a categoría de expresión artística en su Manifiesto futurista de 1909. En este primer manifiesto de "terrorismo cultural" -así lo cataloga Carlos Granés en El puño invisible (2012, p. 24) - se promulga no solo el arte como "violencia, crueldad e injusticia" (1997, p. 140), sino como condición para excluir actores sociales indeseables. Así, se impone el "desprecio por la mujer" y la destrucción de toda suerte de instituciones académicas, mientras se decide enterrar bajo los escombros de una tradición no asimilada "el feminismo y toda cobardía utilitaria" (Marinetti, 1909, p. 137).

La poesía aérea: un violento asalto contra las fuerzas desconocidas

Incendiario, provocador, poseído por una virulenta visión de los tiempos que vendrían para Europa, Marinetti sintió la velocidad del mundo moderno, las nuevas dinámicas del capitalismo industrial sobre el brillo metálico de las máquinas y el lugar que, desde su perspectiva febril, debía ocupar el artista en esa vertiginosidad. Lo suyo era el orden impuesto por el nacionalismo, el culto a la juventud, el militarismo, las bondades de la guerra para redireccionar, en medio del caos, el paso marcial de las propuestas nuevas que incluían una pintura y arquitectura futuristas, a más del divorcio con una sintaxis clásica que sirviera a los propósitos de representación de un "reino mecánico" (Marinetti, 1909, p. 154). A esto se sumaba la agresividad con que debía anularse toda tradición, es decir, todo vínculo con un pasado protegido en bibliotecas y museos. Si bien hasta inicios del siglo xx la literatura para el espíritu vanguardista era solo inmovilidad y sentimiento onírico romántico, exacerbación de la naturaleza exterior, para Marinetti (1909) la literatura debía "exaltar el movimiento agresivo […] el salto mortal, la bofetada y el puñetazo" (p. 136), como escribiera en el punto tres de su Manifiesto. Una visión explosiva que remarcó en el punto siete, cuando sentenció que la belleza está en la lucha, de suerte que "Ninguna obra que no tenga un carácter agresivo puede ser una obra de arte. La poesía debe concebirse como un violento asalto contra las fuerzas desconocidas, para obligarlas a arrodillarse ante el hombre" (Marinetti, 1909, p. 137).

Visto en perspectiva, la poesía aérea de Carlos Wieder, su escritura bárbara en un latín que emparenta sus mensajes con trasfondo apocalíptico de ritual cristiano bíblico, la teatralidad de sus inesperadas apariciones en el cielo chileno, permiten que se traduzca en un violento asalto contra las fuerzas desconocidas. Bien podría leerse en el breve mensaje "Aprendan" (Bolaño, 2013, p. 39) que el poeta-aviador Carlos Wieder o Ruiz-Tagle escribe con "letras de humo", disparadas desde el fuselaje de su avioneta, sobre el pedazo de cielo que abarca el perímetro del centro carcelario La Peña, una suerte de admonición para debilitar el fastidio colectivo y así lograr el arrodillamiento de un país a los designios de un aparato militar dispuesto a todo. Dispuesto incluso a hacer efectivos, como lo registrara la historia chilena de la década de los setenta, los mensajes de Ruiz-Tagle que si bien se esfuman en el acto y se funden en la opacidad de las nubes, parecieran eternizarse en lo efímero de su macabra significación. Y se entiende su permanencia, porque esa escritura de versos con chorros de humo se aloja para siempre en la memoria de sus seguidores y de quienes han presenciado sus revistas aéreas hasta en los cielos de la Antártida, en los extremos del Polo Sur, donde el poeta militar sintió, según declaró a su regreso de la aventura, que "el mayor peligro había sido el silencio" (p. 54). Y al intentar explicar el sentido de sus palabras, Wieder agregó: "El silencio es como la lepra […] el silencio es como el comunismo, el silencio es como una pantalla blanca que hay que llenar" (p. 54). Sin perder el halo romántico que envuelve el relato de su vida misteriosa, urdida "básicamente de conjeturas" (p. 29), Wieder fortalece su presencia fantasmal en las resonancias de aquellos versos -así los denomina Belano- o anuncios escuetos, que en el infierno chileno vienen a contener la carga dolorosa de lo no dicho en los cuerpos de los desaparecidos y torturados:

La muerte es amistad [...] La muerte es Chile [...] La muerte es responsabilidad [...] La muerte es amor y La muerte es crecimiento [...] La muerte es comunión [....] La muerte es limpieza [...]La muerte es mi corazón [...] Toma mi corazón [...] La muerte es resurrección y los fieles que permanecían abajo no entendieron nada pero entendieron que Wieder estaba escribiendo algo, comprendieron o creyeron comprender la voluntad del piloto y supieron que aunque no entendieran nada estaban asistiendo a un acto único, a un evento importante para el arte futuro. (pp. 89-92).

Aunque en lugar de adoptar la expresión arte futuro empleada por Arturo Belano en Estrella distante, podríamos arriesgar la de poesía futurista, en virtud del tipo de máquina y de escenografía que Ruiz-Tagle estiló para producir su obra, ahora que anunciaba desde lo alto, como pastor galáctico, un mensaje nuevo para sus congéneres. Justo cuando el estado de sitio impuesto por Pinochet generaba su propia escenografía de terror, el poeta militar decidió transformarse en el artista que acude a otras formas de escritura. Sus poemas fugaces entre las "nubes cilíndricas" (2013, p. 35) creaban una nueva sintaxis en la elusión: sintetizaban el horror sin nombrarlo, propagaban la amenaza mientras el poeta, el clown educado divertía con sus piruetas aéreas. En el horizonte chileno, Carlos Wieder transmutó su máquina aérea en una pluma fuente recargable. La suya era una avioneta, un caza Messerschmitt 109 de la Luftwaffe de 1940 -según lo revelara un preso del Centro La Peña, el Loco Norberto- es decir, un aparato mecánico de alta tecnología, cuyos modelos anteriores debieron obnubilar la mente y los ojos de los futuristas, para quienes el ejercicio de la poesía debía impactar en todo sentido, más allá del papel y el caligrama. De ahí que hubiesen apelado a la "aeropintura", como una expresión acorde con sus urgencias expresivas. Mario Verdome señala que Marinetti encontró un precursor de esta puesta en escena en 1848, "cuando entonces un pintor subió sobre un globo y desde una altura de quinientos metros hizo algunos bosquejos de Venecia, interesantes por las perspectivas observadas" (Verdome, 1997, p. 104).

A partir de las teatralidades futuristas los poetas se declaraban fieles a la estética del cambio y la velocidad, adeptos a la línea recta como parte de una divinidad que se opone a la lentitud: "¡y la velocidad será la muerte para el venenoso claro de luna!" (1997, p. 35) escribió Marinetti en "La nueva religión moral de la velocidad", su manifiesto de 1916. La velocidad para Verdome, en cuanto opuesta a la "moral cristiana" del recogimiento, de la contrición, les permitía descubrir a los poetas futuristas el vértigo, lo ilímite, la vida en movimiento. Y así lo registraron algunos de estos poetas perplejos frente a la atmósfera cambiante y vigorosa del mundo moderno: "Filibusteros del tiempo, ¡corramos / al abordaje bajo las nubes sanguinolentas / por la Fatiga demente!" (Libero Altomare, citado por Verdome, 1997); "¡Volaremos insaciablemente!... [...] La hélice girará como una doble cuchilla rotativa, / nosotros segaremos las estrellas como si fuesen / espigas! (Enrico Cavachioli, citado por Verdome, 1997) (pp. 35-36).

Los talleres literarios de la muerte

No deja de inquietar en Estrella distante el hecho de que el poeta y teniente de la Fuerza Aérea Chilena Carlos Wieder, o en su rol de agente doble, Alberto Ruiz-Tagle, decidiera hacer, en el plano de la expresión literaria, algo distinto a lo que aprendió en los talleres de poesía de Juan Stein o de Diego Soto, donde además solía ser criticado por sus textos con cierta severidad. Para Diego Soto, por ejemplo, la escritura de Wieder o Ruiz-Tagle era distante y fría: "No parecen poemas tuyos, le dijo. Ruiz-Tagle lo reconoció sin inmutarse. Estoy buscando, respondió" (Bolaño, p. 21). Lo que en ese momento no comprendieron ni Stein ni Soto, es que la búsqueda estética y de expresión literaria de Wieder, ese personaje impenetrable que pareció brotar de la nada y que para ganarse la confianza de los chicos estudiantes de la Facultad de Letras de la Universidad de Concepción y aspirantes a escritores se presentó a sí mismo como autodidacta -es decir, rebelde, independiente-, la haría, a modo de performances y exposición de museo privado, en los vacíos de la clandestinidad, por fuera de la ley y a un precio perverso, como lo supieron las hermanas Garmendia y su tía.

Esa nueva búsqueda, para un nuevo régimen y para una nueva sensibilidad estética violenta, el poeta militar Wieder la haría a costa de la vida de una generación idealista, romántica, arrojada a las aguas del exilio y el desplazamiento, que no pareció comprender del todo el abismo que separa la lucha ideológica de la lucha armada. Un abismo que, en todo caso, el aparato militar, las fuerzas oscuras de poder y los grupos de extrema derecha conocían muy bien en el momento de aplicar violencia y de actuar para frenar lo que para este organismo fascista era nocivo o cancerígeno en el cuerpo social.

Frente a la invasión de células enfermas, provenientes de ese espectro foráneo nutrido por las ideas del comunismo y el socialismo, había que conocer la enfermedad para intervenir quirúrgicamente el cuerpo social. A eso parece entregarse el general Pinochet en Nocturno de Chile: a conocer cómo actúa intelectualmente ese cuerpo que él considera enfermo. Para ello contrata al sacerdote y crítico literario Sebastián Urrutia Lacroix, para que lo instruya, a él y a su Junta Militar, en las bases filosóficas del marxismo: "¿Por qué cree usted que quiero aprender los rudimentos básicos del marxismo?", le pregunta Pinochet a Lacroix. "Para prestar un mejor servicio a la patria", responde un Lacroix empalagoso.

Exactamente, para comprender a los enemigos de Chile, para saber cómo piensan, para imaginar hasta dónde están dispuestos a llegar. Yo sé hasta dónde estoy dispuesto a llegar, se lo aseguro. Pero también quiero saber hasta dónde están dispuestos a llegar ellos. (Bolaño, 2000, p. 118).

Para probar al enemigo y comprender cómo actúa, el general se apoya en la historia de las ideas: "Sólo he sido un aspirante a dictador", le dijo Augusto Pinochet a Jon Lee Anderson en 1998: "Siempre he sido muy dado al estudio, no excepcional, pero he leído mucho, sobre todo de historia. Y la historia nos enseña que los dictadores siempre acaban mal" (2009, p. 83).

Así, detrás de la enfermedad que se expandió por el Cono Sur se impuso un discurso, una sintaxis. Piglia sintetizó esa nueva realidad discursiva cuando evaluó los alcances del relato quirúrgico, "encubierto y alegórico", propio de la ficción narrativa del Estado, que se propagó durante la dictadura militar argentina. Frente a la "sociedad enferma" los militares asumieron el rol de "técnicos" y enfermeros que pretendían "curar" a través de "una operación dolorosa, sin anestesia. Era necesario operar sin anestesia, como decía el general Videla. Es necesario operar hasta el hueso, decía Videla" (Piglia, 2001, p. 24). Operar con dolor, ese era el mensaje de la fuerza oficial. Llegar hasta el hueso, más allá de la carne, ese era el propósito de un procedimiento sistemático fino, de alta cirugía. La tierra como un hospital de guerra después de un bombardeo, esa era la visión apocalíptica de los más jóvenes, en el momento en que Carlos Wieder empezó a escribir poemas en el aire: "Letras perfectamente dibujadas de humo gris negro sobre la enorme pantalla de cielo azul rosado que helaban los ojos del que las miraba" (Bolaño, 2013, pp. 35-36). Todo era justificable en aquel tiempo, pensaba Belano, todo parecía responder a unos designios incomprensibles, a una especie de castigo por mal comportamiento: "La locura no era una excepción en aquellos días" (Bolaño, 2013, p. 35), resume Belano.

Performance, instrumentos quirúrgicos y museo natural de la infamia

Desde este campo de operaciones sin anestesia, Carlos Wieder o Alberto Ruiz-Tagle devino en clown de un drama trágico, saltando al escenario de la representación performativa, de futurista tardío latinoamericano, con sus propios instrumentos quirúrgicos. El primer instrumento que empleó con pericia fue la palabra, el uso del bluff, para mentir y disfrazar, ese bluff del que hablara Guillermo de Torre a propósito del lenguaje experimental, hiperbólico y fantástico empleado por los vanguardistas, listos para atacar desde su "Trinchera artística" (1965). Con la palabra se hizo a un presente, a una identidad atractiva por lo misteriosa, a falta de un pasado que lo vinculara a una familia, a un lugar. Después decidió operar en su condición de poeta en ciernes, que aspira a modelar una expresión propia, de búsqueda, como él mismo se anticipó a decir frente a sus maestros.

Así, el poeta tallerista adecuó el escenario de la violencia, inicialmente, en la propia casa de sus víctimas: la casa de las hermanas Garmendia. En ese lugar privado, que el narrador Belano habita con un relato performático posible de "tuvo que ser así", "tal vez", "probablemente", "seguramente" las hermanas Garmendia actuaron en el escenario del crimen, leyendo sus poemas, esto es, sus creaciones, como en una ceremonia litúrgica de tarde, frente a un Wieder de mirada mordaz y frente a Ema Oyarzún, esa tía dulce que no parecía comprender muy bien lo que sus sobrinas Angélica y Verónica querían transmitir en su poesía. Wieder fue didáctico al hablar de signo y significante frente a una tía confusa, pero antes había sido elusivo, al extremo de negarse a leer algo de su producción poética. Eso sí, dejó dicho que estaba "a punto de concluir algo nuevo" (Bolaño, 2013, p. 30). El significado real de esas palabras aún no se comprendía del todo, porque el día era joven en su luz y, la verdad, las hermanas Garmendia entendieron otra cosa en esa actitud, quizá una modestia, un cierto complejo de su querido amigo, con quien quizá una de ellas, o ambas, se habrían acostado. Las hermanas "creen comprender, inocentes", pero la verdad es que "no comprenden nada" (Bolaño, 2013, p. 30) y mucho menos comprenden lo que Wieder ya les dijo, que estaba a punto de concluir algo nuevo, eso que el narrador Belano se anticipa en llamar, no sin ironía y entre paréntesis, el nacimiento de la "nueva poesía chilena" (p. 30). Para entender del todo el mensaje que allí subyace, hay que esperar a que llegue la noche y sea de madrugada.

Posterior al recital poético de las gemelas anfitrionas hubo intimidad para el diálogo y el visitante habló de Silvia Plath, de Nicanor Parra, "de Enrique Lihn y de la poesía civil" (Bolaño, 2013, p. 30), de la Pizarnick, de Violeta Parra, pero las Garmendia, supone Belano en la recreación factible de los hechos de esa tarde infausta, no se fijaron en el "brillo irónico en los ojos de Ruiz-Tagle, poesía civil, yo les voy a dar poesía civil" (2013, p. 31). Creado el escenario, Wieder fortalece su realidad hablando de otros poetas queridos por las hermanas Garmendia: Jorge Cáceres, un poeta y bailarín chileno surrealista, precoz, que habría muerto a los veintiséis años dejando una obra importante. Les habló también de Elizabeth Bishop, Anne Sexton y Denise Levertov: "poetas que aman las Garmendia y que en alguna ocasión han traducido y leído en el taller ante la manifiesta satisfacción de Juan Stein" (Bolaño, 2013, p. 31). Después de la lectura en voz alta de poemas y de invocar un canon en el que la generación de las Garmendia se ha nutrido para hacerse a un lugar en el mundo masculino de la poesía, el hombre doble, el verdugo Carlos Wieder, el militar poeta Alberto Ruiz-Tagle prepara en su mente la violencia nocturna que reclamará víctimas. ¿Por qué matarlas? ¿Qué las condenó a muerte? Belano desliza una razón: porque eran amigas personales de militantes "extremistas", adscritos a la Facultad de Sociología donde ambas estudiaban.

El segundo instrumento que utilizará el poeta Wieder esa noche será un corvo, es decir, un instrumento de muerte. Tal vez un corvo sea un garfio. Probablemente sea un machete curvo o seguramente un cuchillo que sirve de arma. Tal vez el arma de muerte se ligue al nombre del asesino, porque Widerhaken, en alemán quiere decir 'gancho, 'garfio, como Widernatürlichkeit, significa 'monstruosidad' y 'aberración' (Bolaño, 2013, pp. 50- 51). Lo cierto es que fue con un corvo que Ruiz-Tagle y Wieder, con la potencia de un Doppelgänger, "Acto seguido, de un sólo tajo, le abre el cuello" a la tía Ema. El asesino recorre la casa con "la seguridad de un sonámbulo", se escurre por pasillos, abre puertas y busca a sus víctimas, entre ellas la empleada Amalia Maluenda, pero no la encuentra, tal vez porque alguien tendrá que hacer las veces de testigo frente a la historia del oasis de horror, prefigurado por Baudelaire. Este mínimo descuido llena de ira por un segundo al verdugo educado, pero están a punto de entrar en el escenario del performance cuatro de sus cómplices, que han llegado al lugar del crimen en un auto: "Éstos saludan con un movimiento de cabeza (que sin embargo denota respeto) y observan con miradas obscenas el interior en penumbras" (Bolaño, 2013, p. 32).

Lo que sigue es el llamado silencioso de la muerte, la serenidad de la noche, la quietud de los objetos íntimos de la casa, las siluetas dinámicas de los cinco asesinos, en fin: toda esa serie de elementos manieristas, propios de la nueva poesía chilena y del "grotesco literario" que Bolaño anuncia al comienzo de su novela, bajo la sombra de la primera identidad de Carlos Wieder y Alberto Ruiz-Tagle: el teniente Ramírez Hoffman, de la Fuerza Aérea Chilena. Ramírez Hoffman, el infame, ese teniente criminal cuya biografía cierra la enciclopedia aria que Bolaño publicara en 1996 con el título azaroso de La literatura nazi en América, y que él, invocando el espíritu de Pierre Menard, es decir, el espíritu de la reelaboración, de la obsesión temática, ampliara en Estrella distante, dándole a la infamia en sí misma un cuerpo insondable en sus propósitos de anestesiar a toda una generación de chicos sacrificiales. Quince minutos les bastó a los asesinos para cerrar el performance en casa de las gemelas Garmendia y para que el lector, acaso con algo de esperanza, pregunte por el paradero de la única testigo de aquella representación siniestra, colindante con la triste geografía de un desierto de aburrimiento, de un oasis de horror:

Y nunca se encontraron los cadáveres, o sí, hay un cadáver, un solo cadáver que aparecerá años después en una fosa común, el de Angélica Garmendia, mi adorable, mi incomparable Angélica Garmendia, pero únicamente ése, como para probar que Carlos Wieder es un hombre y no un dios. (Bolaño, 2013, p. 33).

Poesía y formol

Después de esta actuación inicial, el hombre desangelado y sin escrúpulos -de hecho Bibiano lo llama "el ángel de nuestro infortunio" (Bolaño, 2013, p. 55-, Ruiz-Tagle será para Belano y sus amigos una sombra que solo empezará a recobrar un rostro difuso cuando la Gorda Posadas descubra por azar, en el perfil del famoso aviador Carlos Wieder, el rostro hermético del tallerista Alberto Ruiz-Tagle. Lo reconoció por su "postura", le dijo a Bibiano, como si a partir de allí el relato se pusiera en funcionamiento: "En cualquier caso -sostiene Belano-, en ese tiempo Ruiz-Tagle había desaparecido para siempre y sólo teníamos a Wieder para llenar de sentido nuestros días miserables" (Bolaño, 2013, p. 52).

El tercer instrumento que empleará el poeta Alberto Ruiz-Tagle en su fina labor artística será su cámara fotográfica Leika, una máquina de registrar que Bibiano O'Ryan, el amigo zapatero de Belano, observó en una banqueta de madera en el impersonal y aséptico apartamento de Ruiz-Tagle, un día en que este decidió visitarlo por sorpresa. La cámara fotográfica se convertirá en el instrumento más sutil, acaso más perverso, del poeta: "una tarde la utilizó para sacarnos fotos a todos los miembros del taller de poesía" (Bolaño, 2013, p. 19). Los chicos del taller literario, desde los contactos iniciales con aquel poeta sin pasado, se convierten de súbito en objeto de captura de una cámara que archiva una memoria execrable. Con ella los registra, los reseña, congela sus cuerpos y gestos en el obturador, no con ese propósito civil que acompaña la labor del fotógrafo de Cortázar en "Las babas del diablo", de imaginar una posible realidad para el lector voyerista, sino con un propósito más abyecto, más descorazonador. La máquina fotográfica se transforma, desde un principio, en un elemento añadido a la gran máquina de tortura, cuyos productos-contactos luego serán exhibidos como obras, o quizá como fragmentos de obras, en una exposición privada, donde el autor exigirá a sus selectos invitados pasar de uno en uno, mientras él monta guardia, como buen militar, en el quicio de la puerta.

Quizá lo abyecto en las vidas de estos chicos aspirantes a escritores, inconformes frente a su realidad política más próxima, empezó mucho antes, sin que nadie lo advirtiera. Empezó desde el momento en que algunos de ellos asistían al taller de poesía que orientaba Diego Soto, traductor de poetas franceses, simpatizante del Partido Socialista, meses antes de que se diera el "golpe militar" y con él "la desbandada" (Bolaño, 2013, p. 26). Porque el taller de Diego Soto sesionaba los viernes en la noche en un cuarto sin ventilación de la Facultad de Medicina de la Universidad de Concepción, a un lado del anfiteatro, un lugar donde se estudiaba sobre el secreto de la vida en cuerpos muertos y "donde los estudiantes despiezaban cadáveres en las clases de anatomía. El anfiteatro, por supuesto, olía a formol [...] el cuarto se impregnaba de olor a formol que nosotros intentábamos vanamente disimular encendiendo un cigarrillo tras otro" (Bolaño, 2013, pp. 20-21). A ese taller, para sorpresa de Belano, llegó Ruiz-Tagle una noche de viernes. Lo abyecto, en ese caso, invadía la atmósfera de poesía olorosa a formol y parecía reclamar un cuerpo, o el fantasma de uno. Es allí cuando se hace visible un doble de cuerpo, un ser educado, un Wieder y Ruiz-Tagle, de ojos dobles, "como si detrás de sus ojos tuviera otro par de ojos" (Bolaño, 2013, p. 86), dijo Pia Valle. Llegó al taller de poesía para trazar, en ese "grotesco literario", una ruta que nos llevará a un cuarto de departamento de Santiago a presenciar, por turnos, una exposición fotográfica efectista de cuerpos mutilados.

El archivo secreto de una cámara fotográfica

Arturo Belano ubica su relato conjetural sobre la exposición fotográfica de Wieder en el Chile de 1974, cuando Pinochet y su Junta Militar habrían impuesto unas dinámicas de poder, muchas veces manieristas, no exentas de sardonia macabra. Jon Lee Anderson recuerda el comentario que hizo Pinochet al descubrirse en su país una fosa común con más de cien cadáveres, responsabilidad de sus hombres: "Quien los enterrara, hizo un servicio a la Patria ahorrando clavos" (Anderson, 2009, p. 110). Si bien para el general ese poder resultaba aún novedoso y expedito para agregar el concepto de "desaparecido" (Anderson, 2009, p. 94), en nota al pie de un capítulo central en la Historia universal de la infamia, para el artista militar Wieder el poder de su labor poética podría estar entrando en una zona de desgaste.

Para este "William Wilson" austral, distante, frío y calculador, al parecer no era suficiente la imagen heroica y legendaria que los medios habían construido en torno de sus proezas. Sus intrépidas revistas aéreas y sus singulares formas de escritura le habían permitido cosechar triunfos en toda la geografía chilena, incluyendo la Antártida, donde fue perturbado por una epifanía: tuvo miedo al silencio, a las formas del silencio. Sobre las olas gigantescas del mar austral de Cabo de Hornos se sintió frágil y atacado, como si aquellas "olas como descomunales ballenas melvilleanas" (Bolaño, 2013, p. 549) quisieran engullirlo. Las comparó con "manos cortadas" y "amordazadas". No habló de miedo, pero tal vez fue eso lo que sintió. Preso de esta inestabilidad nerviosa, Carlos Wieder llegó a Santiago, aceptando la invitación que le extendieran para que se empeñara en un proyecto que hiciera ruido, que fuera "algo espectacular", de modo que pudiera demostrar al mundo "que el nuevo régimen y el arte de vanguardia no estaban, ni mucho menos, reñidos" (Bolaño, 2013, p. 86).

El poeta futurista Carlos Wieder no quiso estar por debajo de estas expectativas que le crearon sus adeptos y por eso adecuó, en el cuarto de huéspedes del departamento de un oficial, antiguo compañero de armas, un "proyecto", una exposición privada. El edificio quedaba en el sector de Providencia en Santiago y no es difícil evocar, con ese nombre, a Providence, el lugar de nacimiento de Lovecraft, el mítico autor del horror cósmico. El cuarto de huéspedes lo convirtió en la "habitación del autor", para remarcar de esta manera un estilo, una visión de mundo que de inmediato relacionó con su labor de poeta aéreo. Quería crear una paradoja cautivante, dijo, entre el cielo y la tierra, es decir, entre la "poesía aérea" y la otra poesía, la terrenal, restringida al "cubil del poeta" (Bolaño, 2013, p. 87). Quería, a lo sumo, juntar el cielo con la tierra, para retornar, por vía de la metáfora, a ese tiempo bíblico en que un dios no había separado todavía la luz de las tinieblas. Su propuesta era arriesgada, como se lo hizo saber al dueño del departamento o del local de aquel museo improvisado; quería exponer el resultado de un proyecto de "poesía visual, experimental, quintaesenciada, arte puro, algo que iba a divertirlos a todos" (Bolaño, 2013, p. 87).

La última manifestación de "arte del futuro" (p. 92), el poeta militar Wieder la preparó en dos actos, como si más allá de expresarse poéticamente, también se obligara a expresarse teatralmente en su papel de esbirro del régimen y clown maldito del cuerpo militar al que pertenecía. El primer acto consistió en sobrevolar el cielo de Santiago. Desde arriba observó la ciudad como una "foto rota", cuyos pedazos raramente nunca se unen: "máscara inconexa, máscara móvil" (Bolaño, 2013, p. 88). Con amenaza de lluvia y tormenta, Carlos Wieder escribió sin embargo en el cielo once versos, nueve de los cuales encabezó con la palabra muerte. En uno escribió "Toma mi corazón" y se colige que apela a la muerte. Por primera vez escribió en el cielo su nombre como una firma de autor. Algunos de los que asistieron al aeródromo Capitán Lindstrom a presenciar la revista aérea vieron poco, leyeron poco, entendieron poco y alguien solo atinó en decir que el poeta estaba loco: "Muy pocos descifraron sus palabras: el viento las deshacía en apenas unos segundos" (Bolaño, 2013, p. 89).

El segundo acto poético teatral sucedió a ras de tierra. Los invitados a la exposición fotográfica en un departamento del sector de Providencia no pasaban de los veinte y solo fue invitada una mujer, Tatiana von Beck Iraola, perteneciente a una familia de militares. La reconstrucción de aquella noche Arturo Belano la hizo sobre la base de unas memorias escritas, acaso con reminiscencias conradianas, por el teniente Julio César Muñoz Cano, tituladas Con la soga al cuello. Es curioso: solo hubo una mujer esa noche para presenciar la abundante exposición fotográfica en la que la mayoría de imágenes era de mujeres maltratadas. Tatiana fue la primera en entrar al museo privado de un feminicida sistemático, que preludia en su arte el horror de Santa Teresa y sus muertas en el desierto mexicano de 2666.

Según Muñoz Cano, a las doce en punto de la noche Carlos Wieder, el poeta artista y fotógrafo anunció a sus invitados "que ya era hora de empaparse un poco con el nuevo arte" (Bolaño, 2013, p. 93). Tatiana también fue la única en vomitar (solo un cadete que no parecía invitado a la fiesta lloró y maldijo) después de hacerse espectadora del horror, en medio de los amigos de adolescencia de Wieder, de su padre José, del dueño del departamento, de dos cobardes reporteros surrealistas, del teniente Muñoz Cano y de un capitán, profesor de Wieder en la academia militar, quien fue el espectador más moroso de la exposición, pues se tomó el tiempo para sentarse en la cama de huéspedes a leer notas mecanografiadas que descolgó de una de las paredes. Quizá fue él quien llamó a los agentes de Inteligencia para que recogieran, en horas de la madrugada, aquel material de archivo que cupo en tres cajas de zapatos:

Según Muñoz Cano, en algunas de las fotos reconoció a las hermanas Garmendia y a otros desaparecidos. La mayoría eran mujeres. El escenario de las fotos casi no variaba de una a otra por lo que deduce es el mismo lugar. Las mujeres parecen maniquíes, en algunos casos maniquíes desmembrados, destrozados, aunque Muñoz Cano no descarta que en un treinta por ciento de los casos estuvieran vivas en el momento de hacerles la instantánea. Las fotos, en general (según Muñoz Cano), son de mala calidad aunque la impresión que provocan en quienes las contemplan es vivísima. El orden en que están expuestas no es casual: siguen una línea, una argumentación, una historia (cronológica espiritual...), un plan. Las que están pegadas en el cielorraso son semejantes (según Muñoz Cano) al infierno, pero un infierno vacío. Las que están pegadas (con chinchetas) en las cuatro esquinas semejan una epifanía. Una epifanía de la locura. (Bolaño, 2013, p. 97).

Una locura que, desde luego, esa noche compartieron todos los invitados y que se tornó cómica, como sucede en el teatro beckettiano, cuando al sonar el teléfono del departamento y al levantar el auricular, el teniente Muñoz Cano escuchó una voz que preguntaba insistentemente si allí estaba un tal Lucho Álvarez. El cronista de esa noche, el testigo fiel, lanzó la pregunta a los espectadores invitados: "Nadie lo conocía. Algunos se rieron; fueron risas nerviosas que sonaron irrazonablemente altas" (Bolaño, 2013, p. 97).

La obra narrativa de Roberto Bolaño subraya en general el destino de una generación de latinoamericanos que nació en la mitad del siglo XX para vivir y padecer, en sus años juveniles, la guerra política generada por estados de excepción. Las vidas de Juan Stein y Diego Soto insisten en encarnar ese destino de parias. El primero, con una vida ubicua, tejida de relatos y misterios, fue ese tipo de hombre que pudo haber terminado sus días sirviendo a causas revolucionarias absurdas, aferrado a unas utopías inconclusas, muerto en selvas o pantanos en el puro anonimato. El segundo, promesa de un brillo intelectual por fuera de las élites ilustradas, encarna ese tipo de exiliado errante que pudo gozar en algún momento de las comodidades de la vida burguesa, pero que terminó siendo asesinado en una estación ferroviaria de Perpignan, a manos de jóvenes neonazis, como si de ese modo se sellara la circunstancia de la diáspora, que no halla su lugar en el mundo.

Entre ambos destinos desafortunados ubicamos el triple destino trágico de las hermanas Garmendia y su tía Ema, ese tipo de mujeres que acaso por un accidente de proximidad con militantes activos, que acaso por estar en el lugar equivocado, terminaron asesinadas y desaparecidas, engrosando la lista de esos huesos sin nombre de las fosas comunes latinoamericanas, esos huesos gráciles de las desaparecidas, al decir de Leila Guerriero (2009) . Para redondear la escena, para dar plasticidad al performance de lo tragicómico, se necesitaba la presencia de un ángel.

De un ángel exterminador, quiero decir, de un "ángel de nuestro infortunio", como diría Bibiano O'Ryan de Carlos Wieder. Es cuando al mirar hacia el horizonte, sea en Chile o Venezuela, sea en Argentina o Colombia, buscando la estrella distante que al decir de William Faulkner nadie ve caer, vemos salir de entre las nubes cilíndricas a un nuevo héroe, a un justiciero futurista, que lleva consigo la delicada misión de estetizar la violencia, de experimentar con ella, para imponer un orden y justificar un régimen. Porque en aquellos tiempos, como lo dejó escrito Arturo Belano, "La locura no era una excepción", era más bien un estado de ánimo, una forma de la evasión, un paliativo para soportar el peso de tanta realidad, de tanta poesía visual. Pero en medio del desvarío la que más se resentía era la verdad. "Tal vez todo ocurrió de otra manera -escribe Belano-. Las alucinaciones, en 1974, no eran infrecuentes" (Bolaño, 2013, p. 92).