Resiliencia y alteridad: la transformación de las prácticas artísticas desde el trabajo con “el otro”

Autores/as

  • Juan Carlos Arias Herrera Pontificia Universidad Javeriana

DOI:

https://doi.org/10.17227/ppo.num23-10441

Palabras clave:

arte, resiliencia, alteridad, transformación

Resumen

El trabajo con “el otro” es hoy ampliamente explorado en las prácticas artísticas. En países como Colombia, marcados directamente por un conflicto interno de varias décadas, la relación entre el arte y la comunidad se ha pensado muchas veces en términos de resiliencia y reconstrucción del tejido social. Se ha convertido casi en un lugar común asignarle al arte la capacidad de nombrar los traumas y de reparar a través de la narración simbólica lo que la violencia ha roto. El arte adquiere, así, un valor casi terapéutico que transforma al otro y que tiene un profundo impacto en el autor que desarrolla la práctica. El presente artículo de reflexión se concentra en este último punto: ¿qué implica para aquel que asume el rol de creador la experiencia de trabajar con otros? A través de un análisis de la noción de producción en el ámbito del arte, me interesa pensar cómo se redefine la práctica artística al enfrentarse directamente a la alteridad radical, más allá de los relatos de lecciones de vida personales y de posibles transformaciones subjetivas para los artistas.

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Resumen

El trabajo con "el otro" es hoy ampliamente explorado en las prácticas artísticas. En países como Colombia, marcados directamente por un conflicto interno de varias décadas, la relación entre el arte y la comunidad se ha pensado muchas veces en términos de resiliencia y reconstrucción del tejido social. Se ha convertido casi en un lugar común asignarle al arte la capacidad de nombrar los traumas y de reparar a través de la narración simbólica lo que la violencia ha roto. El arte adquiere, así, un valor casi terapéutico que transforma al otro y que tiene un profundo impacto en el autor que desarrolla la práctica. El presente artículo de reflexión se concentra en este último punto: ¿qué implica para aquel que asume el rol de creador la experiencia de trabajar con otros? A través de un análisis de la noción de producción en el ámbito del arte, me interesa pensar cómo se redefine la práctica artística al enfrentarse directamente a la alteridad radical, más allá de los relatos de lecciones de vida personales y de posibles transformaciones subjetivas para los artistas.

Palabras clave:

arte, resiliencia, alteridad, transformación.

Abstract

Working with others is a broadly explored place in contemporary art. In the last three decades, several authors have coined different categories (e.g. relational aesthetics or the ethnographic turn) in order to describe and critically comprehend what to focus on the relationship with others implies. In countries that have experienced the consequences of several decades of internal conflicts, like Colombia, the relationship between art and community has been defined, from different perspectives, in terms of resilience and reconstruction of the social framework. It is a common place to think of the arts from its capacity to enunciate the traumas, and to repair, through symbolic narratives, what violence has broken. Art acquires, thus, an almost therapeutic power that transforms the other and produces a deep impact on the author who develops a specific practice. This article focuses on that issue: ¿what does the experience of working with other imply for the one who takes the role of creator? Through an analysis of the notion of production in the field of arts, I propose to explore how artistic practices are redefined when they face a radical otherness, beyond the stories of personal life lessons, and of possible subjective transformations for the artists.

Keywords:

art, resilience, otherness, transformation.

Resumo

Trabalhar com "o outro" é hoje um lugar amplamente explorado nas práticas artísticas. Por quase três décadas, vários autores propuseram categorias diferentes para tentar descrever e problematizar o que significa colocar o relacionamento com o outro no centro da produção criativa. Em países como a Colômbia, marcada diretamente por um conflito interno de várias décadas, a relação entre arte e comunidade tem sido pensada várias vezes em termos de resiliência e reconstrução do tecido social. Tornou-se quase comum atribuir à arte a capacidade de nomear traumas e reparar, através de narração simbólica, o que a violência quebrou. A arte adquire, assim, um valor quase terapêutico que transforma o outro, e que tem um impacto profundo no autor que desenvolve a prática. Este texto enfoca-se nesse último ponto: o que a experiência de trabalhar com outras pessoas implica para quem assume o papel de criador? Através de uma análise da noção de produção no campo da arte, estou interessado em pensar como a prática artística é redefinida ao confrontar diretamente a alteridade radical, além dos relatos de lições de vida pessoal e possíveis transformações subjetivas nos artistas.

Palavras-chave:

arte, resiliência, alteridade, transformação.

Pensar el arte como un espacio o práctica de resiliencia parece haberse convertido en una amplia tendencia en nuestra época, especialmente en un contexto como el colombiano que está marcado por las huellas de un conflicto interno de más de seis décadas. Autores como el neurólogo y psiquiatra francés Boris Cyrulnik han construido posturas que afirman con absoluta certeza que "todas las formas de arte son un factor de resiliencia", en tanto permiten nombrar los traumas y tramitarlos o superarlos a través de mecanismos narrativos-restaurativos (Lara, 2009). Las prácticas artísticas se entienden, de este modo, como espacios de reconstrucción de aquello que la violencia rompió, como espacios de transformación y producción de "otra forma de vivir juntos".

Autores como Debra Kalmanowitz y Bobby Lloyd (2005) han condensado dicha potencia de las expresiones artísticas en la capacidad de las prácticas creativas de expresar emociones problemáticas (como el miedo, la separación o la pérdida) que no salen a la luz por otros medios. Oponiéndose a la famosa sentencia de Adorno ("escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie"), los autores afirman la potencia e incluso la necesidad de promover el arte después de eventos violentos y traumáticos, al entenderlo como un medio para incorporar los acontecimientos, superar los traumas y poder seguir adelante. Citando a Stephen Levine, los autores afirman: "después de Auschwitz no podemos seguir adelante como antes. Y aún así debemos seguir adelante. Con el arte, sin ilusión" (Kalmanowitz y Lloyd, 2005, p. 3). Este es precisamente el eje de dicha postura: el poder del arte para "seguir adelante" tanto para curar traumas individuales como para rehacer el entramado social y la identidad de una nación.

Barbie Zelizer (2003) ha explicado en qué radica este poder curador del arte (y de las imágenes en general) a través de su capacidad de reducir el exceso y la extrañeza original de los acontecimientos traumáticos a estructuras visuales o narrativas conocidas. Esto es lo que logró, por ejemplo, el fotoperiodismo respecto al trauma producido por los atentados de Nueva York el 11 de septiembre del 2001. Lo que en un inicio era un cúmulo de hechos informes, se transformó, a través de una serie de estrategias narrativas y retóricas, en un acontecimiento definible e identificable. Las fotografías y las imágenes en video ayudaron a que la sociedad en conjunto le diera forma a lo real y alcanzara un estado "postraumático" que permitía comprender el exceso inicial del acontecimiento. De este modo, resalta Zelizer (1998), las imágenes tienen un poder curador, en tanto la simple creencia en su objetividad produce una ilusión de realismo que permite comprender el acontecimiento. Es en esta posibilidad de comprensión donde se juega su capacidad de curación: frente al exceso dislocador del acontecimiento, las imágenes permiten categorizar, insertar en una estructura narrativa familiar, producir historia.

Un ejemplo puede ser útil: en el 2006, Afganistán creó un "Plan de acción para la paz, la reconciliación y la justicia" después de más de dos décadas de guerras en su territorio. El objetivo primordial era "construir una paz sostenible y estable, tramitar abusos del pasado, reconciliar a las víctimas y los victimarios, y en general transitar de un pasado dividido a un futuro compartido" (Gobierno de Afganistán, Comisión Independiente Afgana por los Derechos Humanos y Misión de Asistencia de las Naciones Unidas en Afganistán, 2012). Dentro de dicho plan, la cultura ocupaba un lugar central: "los esfuerzos para promover una cultura del perdón y la hermandad, y para fortalecer la solidaridad entre las generaciones presentes y futuras del país, constituyen la base principal del presente plan de acción". Más allá de plantear su objetivo central en términos de una cultura del perdón y no en términos de políticas estatales, el plan propone acciones concretas que suponen el trabajo conjunto entre distintas ramas del poder ejecutivo y las instituciones culturales, como el establecimiento de monumentos conmemorativos o la recuperación de monumentos destruidos, la construcción de centros de documentación, y la generación de espacios de diálogo y discusión sobre la necesidad de reconciliación.

Según esta lógica, organizaciones como el Grupo de Coordinación de Justicia Transicional crearon eventos de discusión en los que las expresiones artísticas ocupaban un lugar fundamental. En el 2011, por ejemplo, como parte de la Conferencia Nacional de Víctimas, la Organización Afgana para los Derechos Humanos y la Democracia presentó la obra de teatro Infinite incompleteness compuesta principalmente por testimonios de aquellos que habían sido víctimas de guerra. Un periódico local registró la reacción del público ante el espectáculo:

[...] los espectadores iban y venían entre concentrarse en la obra, tomar fotos y grabar con sus celulares, y llorar (algunos en silencio, otros ruidosa e incontrolablemente). Después de la presentación, muchos de ellos se apresuraron a subir al escenario para tomar el micrófono y empezar a contar sus propias historias. (Mojumdar, 2011)

En cada presentación la obra era transformada por la intervención del público. En una presentación en Kabul, por ejemplo, la obra giró en torno a un tema familiar para la audiencia: una niña era forzada por su padre a contraer matrimonio con un comandante del ejército a cambio de una considerable suma de dinero. La niña protestaba, así que el padre la golpeaba delante de su madre, quien era incapaz de intervenir. En este punto la puesta en escena se detenía y los espectadores eran invitados a subir al escenario y mostrar cómo resolverían ellos la situación tomando los papeles de los personajes.

Este caso, lejos de ser excepcional, es ya una práctica común en contextos de conflicto y posconflicto. Son conocidas las experiencias de grupos como el Global Arts Corps, una organización internacional dedicada a explorar, en sus propias palabras, "el poder transformador del teatro para reunir personas de bandos opuestos en conflictos violentos" ("Home Global Arts Corps", s.f.). La organización ha trabajado con la población de 17 países en 3 continentes, alcanzando una audiencia de más de 75 000 personas, y facilitando talleres de reconciliación para más de 11 000 participantes. En Colombia, desde hace ya varios años, el teatro asumió la tarea de construir una cultura de paz. Como afirma Patricia Ariza, organizadora de la Cumbre Mundial de Arte y Cultura para la Paz de Colombia, realizada en abril del 2016, desde hace ya varios años existen artistas relatando el conflicto en nuestro país con el fin de tramitar el dolor y convertirlo en impulso de construcción de paz. En una entrevista del 2014, Ariza afirma:

Creo que el imaginario de los colombianos está engatillado por tantos años de conflicto y que una manera de resolver eso es la cultura. Hay que trabajar un nuevo relato de la violencia [...]. Hay que reparar el país a través del universo simbólico. Necesitamos hacer muchas obras de teatro, murales, monumentos, escritos a la memoria. (Ariza, 2014)

Es precisamente esta capacidad de tramitar, de transformar el dolor, el supuesto fundamental que yace en la base de la relación entre arte y resiliencia.

Al dar testimonio y contar su historia en una puesta en escena teatral, por ejemplo, las víctimas de la guerra en Afganistán lograban poner en sus propias palabras, en sus propias estructuras narrativas, acontecimientos que hasta el momento los habían sobrepasado en términos de experiencia y comprensión. Tal como lo explicó uno de los organizadores del evento, el éxito de la obra Infinite incompleteness radicaba en que "el teatro crea un lugar seguro, tanto física como emocionalmente, y reúne a las personas. Nadie ha escuchado las historias de los otros antes. Narrarlas los libera de un peso. Algunas veces es como un volcán en erupción" (Mojumdar, 2011).

Desde esta perspectiva, la relación entre arte y resiliencia parece obvia: el arte tiene la capacidad de dar testimonio, es decir, de tramitar el pasado traumático para transformarlo en un nuevo impulso de construcción de comunidad. Lejos de ser solamente una herramienta de terapias individuales para aquellos que fueron directamente afectados por el conflicto, el arte puede funcionar como una gran terapia colectiva en tanto permite reinter-pretar el pasado de la nación y construir un nuevo relato de identidad en el que los bandos, antes divididos, encuentren elementos en común. El arte es un medio de transformación del otro, de aquel que enfrentó, de alguna manera, la irreductibilidad de la violencia y guarda las huellas traumáticas del acontecimiento.

¿Cuál ha sido el papel del artista en estos casos? Es difícil reducir a una sola función la vasta multiplicidad de prácticas artísticas que se basan en el trabajo con otros. En muchos casos, el artista asume el rol de investigador, de etnógrafo o recopilador, que obtiene información (o incluso objetos) del otro para después transformarlos, desde su campo de acción y conocimiento, en una pieza artística. En la obra más reciente de la artista colombiana Erika Diettes, Relicarios, por ejemplo, a través de un proceso de investigación social y estrecha relación con una comunidad de víctimas en proceso de apoyo psicosocial, la artista recoge objetos de personas desaparecidas en el conflicto armado que le son confiados/donados por sus familiares, para luego convertirlos en un relicario: una especie de caja de polímero de caucho que "congela-petrifica" o "eterniza" los objetos, dejándolos expuestos para el espectador. Es claro el papel de la artista en este caso: su contacto con el otro le permite producir un objeto estético desde su saber como artista. Ella convierte en arte aquello que, de otro modo, era un objeto cotidiano que solo le hablaba a quien enfrentó la pérdida de un ser querido.

En otros casos, el artista se piensa a sí mismo como un mediador a través del cual los otros pueden insertarse en prácticas de creación. Ya no se trata del artista que crea a partir del otro, sino del que abre los medios (materiales o de conocimiento) para que el otro participe de ellos y asuma como propia la práctica creativa. Moreno (2016) señala las diversas teorías que han intentado pensar este papel del artista mediador, y propone comprender la mediación artística como una intersección de prácticas y saberes, como la educación artística, la educación social, la pedagogía, la psicología y el arte terapia.

No es mi intención hacer un juicio sobre estas múltiples prácticas y tratar de determinar si hay un modo correcto de relación entre el artista y los otros con los que trabaja. Considero que cada uno tiene potencias diversas y posibles problemas, dependiendo siempre de la singularidad de esos otros con los que se trabaja. Me interesa, en cambio, preguntarme por las posibles consecuencias de este trabajo con el otro para el artista mismo. Gran parte de nuestras reflexiones se han centrado en comprender qué pasa con el "otro" cuando entra en procesos de creación artística. Hemos podido comprender cómo el arte parece serle útil como herramienta para narrarse y para superar los traumas de la violencia. Sin embargo, nos hemos ocupado en menor medida de pensar qué pasa con el "artista". ¿Qué tipo de transformaciones atraviesa el artista al trabajar con "el otro", o, más radicalmente, con "lo otro"? No me refiero con esto a las posibles transformaciones personales que muchos artistas pueden narrar desde sus experiencias prácticas, transformaciones emocionales, cognitivas, corporales, etc. Me interesa, más bien, cómo cambia la comprensión misma de la práctica artística, de aquello desde lo cual se comprende a sí mismo como "artista" (y se nombra como "artista").

En los años sesenta, en el contexto del surgimiento del llamado "nuevo cine latinoamericano", el cineasta argentino Fernando Birri afirmaba lapidariamente: "Que ningún espectador salga él mismo después que termine de ver una de nuestras películas" (citado en Valenzuela, 2011). La frase, casi en forma de mandato, condensaba el espíritu de un movimiento que se propuso construir la idea de un cine comprometido con la transformación efectiva de la realidad. El cine debía dejar de ser percibido como un espectáculo para el entretenimiento de espectadores pasivos, para convertirse en una práctica colectiva en la que el artista, en estrecha conjunción con los otros (a quienes ellos mismos llamaban "el pueblo"), creaba imágenes directamente ligadas con la realidad social latinoamericana. Las películas debían transformar al espectador, afectarlo directamente en términos de la comprensión de su propia realidad, de modo que, después de ver sus imágenes, tuviera otra visión de sí mismo y de su entorno.

Dos décadas más tarde, en los años ochenta, Birri declara: "que ningún cineasta latinoamericano sea el mismo que empezó a hacer la película, cuando termine de hacerla" (citado en Valenzuela, 2011). El énfasis ha pasado del espectador al creador, debido tal vez a la conciencia de Birri de que cualquier transformación social que el cine pudiera producir debía empezar por el cuestionamiento de sus propias lógicas de producción. El cineasta, en tanto realizador más que en tanto persona, debía redefinir su papel en la práctica creativa para que cualquier objetivo de transformación del otro fuera posible. ¿Cómo comprender esta especie de mandato de transformación para el artista comprometido en trabajar con la realidad social de personas singulares?

Diversos autores del campo del arte contemporáneo han intentado pensar la naturaleza de las prácticas artísticas que se basan en el trabajo con el "otro". Importantes e influyentes textos como "El artista como etnógrafo" de Hal Foster (2001) o Estética relacional de Nicolás Bourriaud (2008) intentan comprender el modo como el artista se relaciona con otros (siempre en tanto artista) e incluso señalar los peligros que este tipo de relación trae consigo (la exotización y el mecenazgo ideológico, por ejemplo). Me interesa particularmente un aspecto presente en la mayoría de las relaciones entre el arte y esos otros sujetos que Foster (2001) caracteriza como "el otro social, el proletariado explotado, el otro cultural, oprimido poscolonial, subalterno, subcultural" (p. 177). Gran parte de este tipo de prácticas siguen suponiendo una clara delimitación entre el arte y el otro, visto como agente externo a la práctica creativa. Es decir, se supone que la práctica artística no es el tipo de producción propio del otro y, precisamente por eso, es posible entablar una relación con él. De este modo, se separan y diferencian con claridad no solo dos roles profesionales, sino dos modos de producción: el modo del artista y el de los "otros" (vulnerables o marginales, la mayoría de las veces). Retomo el ejemplo de Erika Diettes. En una obra anterior llamada Sudarios, Diettes instala en espacios religiosos una serie de veinte fotografías en primer plano de mujeres cuyo rostro revela un profundo dolor (la instalación fue exhibida por primera vez en el 2011 en la iglesia del Museo de Santa Clara en Bogotá). Las imágenes fueron producidas en encuentros que la artista programó con mujeres víctimas de la violencia, las cuales narraban las situaciones en que fueron obligadas a presenciar la tortura y asesinato de sus seres queridos. Diettes capturaba los rostros de estas mujeres en los momentos más dolorosos de la narración.

Sobre la obra de Diettes, Alejandro Gamboa (2016, p. 34) señala:

No podemos olvidar que la maximización de la referencialidad (el estatuto de 'realidad' de estos rostros) se produce mediante una calculada puesta en escena, donde la artista edifica una escenografía (telones, luces, pantallas, cámaras y trípodes), en la que interactúan personas (terapeuta, víctimas y fotógrafa) siguiendo un guion determinado (las víctimas son convocadas para volver a narrar su historia, la terapeuta guía la narración, la fotógrafa 'dispara' en los momentos más intensos de la narración). Una vez hechas las tomas, la artista selecciona las imágenes que considere más pertinentes.

Debe subrayarse que el problema no es que exista una puesta en escena, sino que esta puesta en escena en ningún momento implica un gesto de dislocación de las prácticas institucionales respecto al tratamiento de la voz y el rostro de los otros, en este caso de las víctimas. Como señala Gamboa, en la creación de las imágenes cada uno desempeña el papel que debe desempeñar: la terapeuta convoca y controla el testimonio, la artista registra las imágenes y la víctima narra su dolor. De este modo, queda clara, de entrada, la distinción entre modos de saber y de producción: la terapeuta sabe (y practica) psicología, la víctima sabe de su experiencia personal, la artista sabe (y practica) la creación de piezas artísticas. Ni la terapeuta ni la víctima saben (ni practican) este último campo de conocimiento, pues son externas al modo de producción del arte. Así, la obra descansa en una distinción fundamental: el hacer productivo del arte frente a los roles sociales de los demás. Estos últimos también producen incluso más (en cantidad y utilidad) que el arte, pero se trata de otro tipo de producción lejano al ámbito de la experiencia estética.

Mi propuesta radica en tomar distancia de este tipo de prácticas con el fin de pensar un modo de relación con el otro en el que se opera una transformación del "artista" no solo a nivel personal, sino en términos de una redefinición de la noción misma de creación y del sitio del "artista" dentro de ella; esta redefinición supondría la eliminación de esa distinción entre formas de producción, sin que ello implique la disolución de la alteridad y la diferencia. Con el fin de caracterizar esta transformación y de pensar su relación con el concepto de resiliencia, quisiera partir del caso del artista alemán Joseph Beuys y sus ideas alrededor de las prácticas creativas.

El concepto de "escultura social" propuesto por Beuys en los años sesenta es bien conocido en el ámbito de la teoría del arte contemporáneo. Con este Beuys no se refería a obras de arte (escultóricas, en este caso) que trataran temas de carácter social o a piezas que trabajaran con un otro marginalizado (adquiriendo de este modo una dimensión social, como en los ejemplos anteriores). Por el contrario, y saliéndose de la exclusividad del ámbito del arte, Beuys afirmaba la necesidad de comprender el organismo social como una obra de arte. El ejemplo paradigmático de dicha teoría es el trabajo que creó en 1982 en la Documenta 7 de Kassel, en la que plantó, con la colaboración de la comunidad, 7000 árboles de roble a lo largo de la ciudad. Cada uno venía acompañado de una gran piedra rectangular, la cual solo podía ser retirada o movida del lugar si se plantaba un nuevo árbol en una nueva locación. En este caso, la obra no se reduce a los árboles plantados, sino a la dinámica social creada alrededor de la acción. La labor de plantar los árboles sirve como un detonante que convoca al cuerpo social como comunidad creadora, transformadora del espacio urbano, convirtiéndose a sí misma en obra de arte. La escultura social se genera cuando la dinámica de una acción específica produce un colectivo organizado que crea y transforma el espacio.

La noción de escultura social estaba basada en una de las ideas más simples pero más potentes dentro del pensamiento de Beuys: "todo hombre es un artista", afirmaba con radicalidad desde los años sesenta, retomando una idea desarrollada por Novalis al final del siglo XVIII. Esta afirmación no implica, obviamente, que todos compartimos el título profesional, institucional o académico de "artista" o que participamos de las esferas sociales reservadas para lo que llamamos "arte". Por el contrario, la afirmación de Beuys implica un intento por disolver la distancia entre arte y vida que había servido como fuente de legitimación de la producción artística por siglos: lo que hacía al arte reconocible como tal era la posibilidad de distinguir un objeto artístico de un objeto cotidiano cualquiera. La experiencia de este último era totalmente distinta a la de una obra de arte; en el objeto cotidiano se juega su utilidad instrumental, mientras en el objeto artístico se despliega la inutilidad del placer estético. En una entrevista filmada para el documental Todo hombre es un artista de Werner Krüger en 1979, le preguntan a Beuys directamente qué es el arte. Él responde: "De manera general, se puede decir que el arte es el elemento en el contexto amplio del mundo a través del cual el hombre siente ser el centro creador de algo, el centro productor de algo nuevo". En medio de su respuesta, alguien lo interrumpe para entregarle un recipiente que Beuys ubica inmediatamente sobre sus piernas. De su bolsillo saca una navaja y toma una fruta para empezar a pelarla, y continúa con su respuesta: "(el arte) hace algo que sale del mundo. Hablamos de un concepto antropológico de arte". El entrevistador, al verlo pelar la fruta con su navaja, le pregunta: "Usted defiende la idea de que todo hombre es un artista. ¿Lo que está haciendo en este momento es una acción creadora?". Y Beuys responde inmediatamente: "Por supuesto. Es un proceso de configuración del sentido general del trabajo humano. Y el trabajo humano tiene relación con la capacidad humana... Entonces, debemos incorporar el trabajo ya sea de manera manual o intelectual" (Kruger, 1979). ¿Por qué es tan importante que Beuys iguale el trabajo con la creación dentro de su contexto particular? Y, aún más, ¿por qué puede ser relevante para nosotros recordar esta redefinición de las prácticas artísticas en nuestro contexto actual?

Beuys nació en Krefeld, al occidente de Alemania, en 1921. A los 17 años es reclutado por las juventudes hitleristas y a los 19, en plena Segunda Guerra Mundial, se une a la Luftwaffe, la fuerza aérea alemana, durante 5 años (Mesch, 2017). En este periodo de tiempo estuvo preso en varias ocasiones en prisiones británicas y tuvo un famoso accidente aéreo que, según su propia versión, cambiaría su vida. En los años sesenta, narró su accidente durante la batalla de Crimea de 1944: el avión que pilotaba fue derribado por el ejército ruso el 16 de marzo de ese año. Su compañero murió instantáneamente y él quedó inconsciente. Sin embargo, una tribu de tártaros lo rescató del avión despedazado, y lo envolvió en fieltro y grasa animal para mantenerlo caliente y curarlo. Diversos autores, como Benjamin Buchloh (2007), han cuestionado la veracidad del relato de Beuys. Algunos incluso han mostrado, a través de pruebas documentales, que una importante sección de su historia es falsa: si bien el accidente efectivamente ocurrió, dejando como consecuencia el fallecimiento del piloto de 22 años Hans Laurinck, compañero de Beuys en la misión, parte de la información narrada por el artista responde más a un ejercicio de ficcionamiento de sí mismo que a la realidad: en primer lugar, Beuys era operario de radio y quien piloteaba el avión era Laurinck, quien perdió el control de la nave a causa de las condiciones climáticas y no del fuego enemigo. Por último, Beuys fue rescatado por trabajadores rusos y no por chamanes tártaros, tal como reconoce él mismo en una carta de 1944.

La comprobada falsedad de algunos de los detalles narrados por Beuys, lejos de quitarle valor al relato autobiográfico del artista, nos muestra su verdadero carácter y función: el relato de Beuys funciona como la construcción de un mito de renacimiento. Con el accidente, Beuys renace como chamán/creador y se dedica al arte, pero no al "arte" institucionalizado, entendido como esfera autónoma de la experiencia, sino al arte tal como lo define en la secuencia documental citada mientras pelaba una fruta: como trabajo creador. Al ficcionar su propia biografía, Beuys se produce a sí mismo como creador, se asigna una tarea fundamental respecto a su época: no solo la de crear obras de arte desde su estatus especial como artista, sino la de intentar demostrar que, como él, cualquiera puede crear. Su mito autobiográfico se convierte en una metáfora de lo que quiere producir en su época: busca que el cuerpo social se produzca a sí mismo como mito, se narre y ficcionalice desde la comprensión de su potencia creativa.

Aquí radica el gran aporte de Beuys al pensamiento del arte: igualar el trabajo a la creación artística se convierte en un gesto radicalmente político cuando lo comprendemos desde el trasfondo de su época. Sobre los portones de diversos campos de concentración, los nazis inscribieron la consigna "el trabajo libera". Lo que se encontraba en su interior parecía rendir un homenaje literal y perverso a dicha frase: un aparato de exterminio que funcionaba como una máquina de producción perfecta: nada se desperdiciaba, nunca se detenía; el trabajo llevado a la máxima eficiencia, racionalidad, dividido a la perfección. Los campos fueron la encarnación radical del espíritu industrial de toda una época que se dedicó sistemáticamente a deshumanizar el trabajo. Es frente a este contexto que el intento de Beuys adquiere sentido. Frente a una comprensión del trabajo que convierte a la actividad humana en una práctica alienada, que parece no pertenecerle a quien la ejecuta, una actividad mecanizada, deshumanizante, Beuys propone entender el trabajo como creación, la producción como arte. No se trata de volver al obrero un "artista" en el sentido institucional, sino de intentar devolverle a sus formas de producción una dimensión creativa que ha desaparecido por la alienación del trabajo. Esto no significa que todo trabajador es un artista porque produzca obras de arte, sino que todo trabajo tiene una dimensión creativa que produce, primero y ante todo, a su propio creador. El hecho de que cualquier tipo de trabajo pueda ser entendido como arte tiene una consecuencia fundamental: que el artista-productor, al transformar la materia, se produce a sí mismo como creador. Autopoiesis: la posibilidad de producirse a sí mismo a través de la actividad humana fundamental: el trabajo. Este era el sentido de la noción de escultura social o del mito ficcionado del renacimiento de Beuys cubierto de fieltro y grasa. El arte deja de ser entendido como la producción de obras objetuales y se empieza a comprender como actividad constitutiva, como espacio de autoproducción social.

¿Qué es lo que se transforma, entonces, al pensar el trabajo artístico con un otro? No solo el artista como persona en tanto aprende importantes lecciones de vida que le recuerdan que hay otros menos favorecidos que no comparten sus privilegios productivos, sino que se transforma la idea misma de producción que define el estatuto del artista. El artista se transforma en tanto pierde el privilegio de un campo de saber práctico exclusivo para comprender que las prácticas del otro también tienen una dimensión creativa. De hecho, la práctica artística se redefine como el intento por rescatar dicha dimensión, no por enseñarle al otro cómo crear correctamente, sino por producir las condiciones desde las cuales las prácticas productivas del otro se transforman en prácticas de autoproducción y autocreación. La historia del arte latinoamericano ofrece diversos ejemplos de esta concepción de las prácticas creativas, como los reconocidos parangolés de Helio Oiticia a final de la década de 1960, los cuales buscaban transformar a quienes lo recibían en creadores espontáneos que debían activar-producir el objeto mismo al asignarle una función (material y simbólica).

En Colombia, el artista Juan Manuel Echavarría ha creado proyectos de trabajo con excombatientes del conflicto interno en los que explora la posibilidad de narrarse y Accionarse a sí mismo a través de la creación de imágenes. Este es el caso de La guerra que no hemos visto. Un proyecto de memoria histórica (2009), proyecto desarrollado con excombatientes de las Autodefensas Unidas de Colombia (AÜC), de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP), del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y con soldados heridos en combate del Batallón de Sanidad del Ejército Nacional. Los participantes produjeron una serie de 480 pinturas realizadas en el espacio de talleres colectivos cuyo objetivo, tal como se describe en la página web del proyecto, "no fue enseñarles a pintar sino abrir un espacio de conversación y de confianza que les permitiera pintar sus historias personales en la guerra" ("Home La Guerra que no Hemos Visto", s.f.). Como señala Rubiano (2018), la creación artística en este caso opera como un dispositivo

[…] de activación del habla de los perpetradores de asesinatos, desapariciones, masacres y desplazamiento forzado [...]. Para que la palabra se active no basta con preguntar a los testigos, sobrevivientes y perpetradores en busca de información [...]. La activación del habla en los casos señalados está unida a la construcción de memoria histórica. (p. 14)

La comprensión de la práctica artística como un dispositivo del habla implica la producción de las condiciones en las cuales el otro puede narrarse a sí mismo, no simplemente como un espacio de comunicación, sino como un lugar de producción de sí a través de la singularidad de la imagen. El arte se erige como herramienta de producción activa de la memoria, como una relación crítica con el pasado, el cual deja de presuponerse como estático para comprenderse como materia de ficcionalización. Esta producción de ficciones que hablan de la singularidad de una experiencia pasada es siempre un ejercicio colectivo en el que cada versión individual entra en relación con las narraciones de otros, componiendo una memoria colectiva que escapa a la codificación del testimonio informativo. Al enfrentarse a un lenguaje expresivo no familiar (en este caso, la pintura), los excombatientes deben producir simultáneamente la narración de su experiencia y los medios a través de los cuales esa narración se materializa. No pueden acudir a fórmulas retóricas conocidas, a aquello que se espera que diga un excombatiente, sino que deben producirse a sí mismos en el mismo movimiento en que producen un lenguaje pictórico propio.

Esta es la utilidad que puede tener pensar la creación con el otro desde esta perspectiva en el presente: comprender la resiliencia desde el arte como la generación de espacios y condiciones (simbólicas, pero sobre todo materiales) para que el cuerpo social se produzca a sí mismo, en lugar de seguir recibiendo las condiciones y los términos de su representación y determinación desde afuera, desde aquellos que siguen teniendo control de los medios de producción (llámense "artistas", "comunicadores" o "empresarios"). Más allá de un uso terapéutico (que no niego, pero que me parece insuficiente), el arte tiene la potencia de redefinir la actividad humana como un ejercicio de autopoiesis. Esa producción de sí no tiene que darse siempre en los términos de la superación de un trauma para reafirmar las estructuras del sujeto, sino que puede pensarse en términos de una permanente producción de subjetividades. Dicha potencia de autodefinición supone la posibilidad de superar aquella concepción de la producción que separa radicalmente modos de hacer, asignándole al otro un papel pasivo frente a su propio contexto. Estas nuevas formas de ser

[…] llaman con todas sus fuerzas la postulación de nuevas culturas y políticas que liberen las existencias de los permanentes esfuerzos de cooptación productivista como llana fuerza de trabajo y masa de consumo, políticas que midan sus logros en términos de poéticas de apertura, expansión y ensanchamiento para el proyecto de felicidad que es cada existencia. (Toledo 2017, p. 94)

Vale la pena, para terminar, matizar lo que puede entenderse por la noción de autoproducción desarrollada hasta este punto. El crítico paraguayo Ticio Escobar (2011) ha señalado lúcidamente cómo ese ideal de diluir la frontera entre el arte y las esferas de producción de la vida cotidiana, defendido por artistas contemporáneos como Joseph Beuys, no fue realizado por las prácticas artísticas sino por las lógicas del capitalismo:

[…] la vieja utopía de estetizar todas las esferas de la vida humana se ha cumplido no como conquista emancipatoria del arte o la política sino como logro del mercado (no como principio de emancipación universal sino como cifra de rentabilidad a escala planetaria). (p. 51)

La publicidad es el terreno donde, probablemente, mejor se percibe la promoción de la personalidad individual, la autodeterminación y la libre elección. Hoy, el mercado promueve la capacidad de hacerse a sí mismo, obviamente a través del consumo y la inserción en las lógicas de producción neoliberal. La salida propuesta por Escobar puede parecer anacrónica o incluso conservadora, como él mismo lo reconoce: defender la especificidad de las prácticas artísticas puede ser hoy un radical "gesto contestatario" (p. 52), en tanto se opone a que los factores propios del arte, como la belleza, la provocación o la experimentación, se conviertan en estímulos para la información y el espectáculo. De este modo, la postura de Escobar puede entenderse como un llamado a evitar que la comprensión de las prácticas artísticas como formas de autopoiesis implique una promoción del espectáculo y el consumo. La pregunta por la capacidad de resiliencia en el arte exige pensar, permanentemente, el modo en que se puede potenciar la producción creadora del otro sin caer en el slogan publicitario de la libre construcción de un estilo de vida propio.

Referencias

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Biografía del autor/a

Juan Carlos Arias Herrera, Pontificia Universidad Javeriana

Profesor asociado del Departamento de Artes Visuales de la Pontificia Universidad Javeriana. Ph. D. en Historia del Arte de la University of Illinois at Chicago. Es el autor de textos como “La borradura del rostro: prácticas artísticas y el problema de la visibilidad de las víctimas” y “El silencio de la representación: la imagen de las víctimas en el cine afgano postalibán” publicados en la revista Palabra Clave

Citas

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Publicado

2020-01-01

Cómo citar

Arias Herrera, J. C. (2020). Resiliencia y alteridad: la transformación de las prácticas artísticas desde el trabajo con “el otro”. (pensamiento), (palabra). Y Obra, (23), 47–59. https://doi.org/10.17227/ppo.num23-10441

Número

Sección

Pensamiento

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