Con-temporaneidad del arte en diálogo con la obra de María Elvira Escallón
DOI:
https://doi.org/10.17227/ppo.num30-19302Palabras clave:
arte contemporáneo en Colombia, María Elvira Escallón, contemporaneidad, crisis del arteResumen
Este artículo presenta una reflexión en torno a las nociones de lo contemporáneo y la noción de crisis del arte, mediante un diálogo entre tres obras de la artista María Elvira Escallón y algunos referentes teóricos paradigmáticos sobre la noción de lo contemporáneo y la crisis en el arte contemporáneo. Por una parte, Desde adentro es una obra que problematiza la idea del tiempo tanto de la obra como de la experiencia a la que nos lleva; por otra parte, In memoriam y El reino de este mundo permiten poner la mirada sobre la crisis de y desde el arte contemporáneo. A través de estas obras se evidencia que la rotura aparece como una exploración y una categoría capaz de expresar el sentir particular del trabajo de Escallón y, de ahí, de la con-temporalidad del arte como respuesta a la crisis que le compete.
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Recibido: 18 de mayo de 2023; Aceptado: 25 de septiembre de 2023
Resumen
Este artículo presenta una reflexión en torno a las nociones de lo contemporáneo y la noción de crisis del arte, mediante un diálogo entre tres obras de la artista María Elvira Escallón y algunos referentes teóricos paradigmáticos sobre la noción de lo contemporáneo y la crisis en el arte contemporáneo. Por una parte, Desde adentro es una obra que problematiza la idea del tiempo, tanto de la obra como de la experiencia a la que nos lleva; por otra parte, In memoriam y El reino de este mundo permiten poner la mirada sobre la crisis de y desde el arte contemporáneo. A través de estas obras se evidencia que la rotura aparece como una exploración y una categoría capaz de expresar el sentir particular del trabajo de Escallón y, de ahí, de la con-temporalidad del arte como respuesta a la crisis que le compete.
Palabras clave:
arte contemporáneo en Colombia, María Elvira Escallón, contemporaneidad, crisis, rotura.Abstract
This paper presents a reflection on the notions of the contemporary and the crisis in today’s art, through a dialogue between three works by the artist María Elvira Escallón and some paradigmatic theoretical references on the notion of the contemporary and the crisis in contemporary art. On the one hand, Desde adentro is a work that problematizes the idea of time both of the work and of the experience to which it leads us. On the other hand, In memoriam and El reino de este mundo allow us to look at the crisis of and from contemporary art. Through these works it is evident that the break appears as an exploration and a category capable of expressing the particular feeling of Escallón’s work and, hence, of the con-temporality of art as a response to the crisis that concerns him.
Keywords:
contemporary art in Colombia, María Elvira Escallón, contemporaneity, crisis, breakage.Resumo
Este artigo apresenta uma reflexão sobre as noções de contemporâneo e a noção de crise na arte, através de um diálogo entre três obras da artista María Elvira Escallón e algumas referências teóricas paradigmáticas sobre a noção de contemporâneo e a crise na arte contemporânea. Por um lado, From Inside é uma obra que problematiza a ideia de tempo tanto na obra como na experiência a que nos leva; Por outro lado, In memoriam e O reino deste mundo permitem-nos olhar para a crise da e a partir da arte contemporânea. Através destas obras é evidente que a ruptura surge como uma exploração e uma categoria capaz de expressar o sentimento particular da obra de Escallón e, portanto, a con-temporalidade da arte como resposta à crise que a afecta.
Palavras-chave:
arte contemporânea na Colômbia, Maria Elvira Escallon, contemporaneidade, crise, rasgar.rotura (ro’tuɾa)
sustantivo femenino
-
acción o efecto de romper o romperse. La rotura del pacto dio inicio a la guerra.
-
espacio abierto que queda en un cuerpo al romperse. Reparar las roturas de un mueble.
-
desgarradura de un cuerpo sólido. Tener una rotura de ligamento
Algunos llaman “estado de ruina”, “deterioro”, “abandono”, “pérdida de sus funciones”, “desgaste”, etc., a todo aquello que vemos en sus obras. Lo cierto es que la obra de María Elvira Escallón demuestra una fascinación por las cosas rotas. Si ve un lugar olvidado, ella lo conserva “vitrificado”; si encuentra una rama añeja, tornea una apariencia a punto de desaparecer; si pasea por la ciudad, recolecta escombros; si moldea una brillante columna, escenifica su desaparición; si la dejan entrar a un hospital, realiza intervenciones en el cuerpo de los catres —ahora que lo pienso, me encantaría hablar con ella, pero asusta pensar qué encontraría en mi vieja casa de Teusaquillo—. La presentación de Escallón en la exposición Evidencias de los hechos (2014) del Banco de la República resume esta fascinación así: “De diversas maneras, la obra de Escallón es evidencia de un pasado dejado en el olvido y la promesa truncada de un futuro mejor” (Castañeda, Gómez y Ramiréz, 2014). La ruina, lo roto como evidencia. Aunque cierta en un sentido, esta descripción contiene una mirada forense demasiado presentista: la ruina de hoy como referente de lo ya pasado y lo no allegado. Por el contrario, lo roto tiene su propia historia, su propio tiempo. La rotura no evidencia sola mente lo perdido —de hecho, puede que nada se haya perdido—, sino que deja abierto el tejido, desliga la unidad y, en su hendidura, se abre una historia invisible que la superficie lisa siempre trata de ocultar. Lo roto es signo del uso, de la vida de las cosas, del objeto que persiste en casa embadurnado en pegante o tan solo consagrado allí, en la repisa, símbolo del tiempo que está siendo. Es por ello que se hace factible, a la luz del análisis de unas obras de Escallón, enfocar la mirada en la objetualidad latente a la que ella apela. Más aun, al potencial expresivo del objeto de uso en las obras. No es gratuito que entre sus escombros encontremos columnas, ladrillos y sombras de mesas o espejos. Los objetos a los que apela hacen patente la familiaridad de lo que allí había. Empero, ello genera una particular paradoja: la cosa en la obra es reconocible como objeto de uso singular, pero su modo artístico de presentación lo convierte en medio de manifestación de un universo simbólico que le excede y, de hecho, lo descentra en la experiencia del sujeto. Ya no es el objeto con el que me tropiezo cada mañana y que, con ello, revela mi posición en el mundo. Ahora, el objeto de uso en la obra es el que enuncia una o más formas de sujeto, contrapuestas, contradictorias, simultáneas. El sentido práctico, al decir de Bourdieu (2007), que le compete y garantiza un lugar en el seno de cada vida y del colectivo social, se desplaza y se hace simbólico para un juego performativo diferente y más cercano al rol que adquieren algunos objetos que se hacen significativos y únicos en la experiencia: esa silla de lectura de papá, esa vajilla de la abuela, esa camisa favorita… intocables por cariño, emblemáticos por introducir la vida misma en el curso familiar.1El objeto de uso en la obra artística acoge esa potencial singularidad del objeto (o conjunto de objetos) concreto para que lo singular haga sentir, en el caso de Escallón, lo dejado atrás, el escombro que nos compete.
De esta forma, objeto y rotura se enlazan en sus obras, pues la rotura abre el espacio de un tiempo que le es propio, que lleva sus propias huellas, que marca los cuerpos con una alteridad potente. Doris Salcedo lo sabe bien: Shibboleth no es una mera discontinuidad, sino que la palabra “shibboleth” misma indica que la rotura es presencia significante sensible que apela a la identidad. Escallón, empero, no abre el suelo de un espacio expositivo, sino que manifiesta la sensibilidad de saber que la rotura preexiste en la cotidiana mundanidad. Y, más aun, que existe una tendencia o vicio “normal” por ocultarla, como si escondida se diera lugar a la cura. Pero, tal como el Hospital San Juan de Dios emblematiza, ocultar la historia que ha llevado a la rotura puede tener más apariencia de forclusión o autoengaño que de ocultamiento, pues no se trata de una mentira o un conspirar, sino de una herida abierta que sigue, de fondo, acusando y que, para reconocerla, habría que romper su mórbida capa.
De ahí que la obra de Escallón pueda caracterizarse como una obra de crisis, en particular, de la crisis de lo contemporáneo. Mostrar esta opción será el motivo de las páginas que vienen planteando un diálogo entre tres obras de la artista y algunos referentes teóricos paradigmáticos sobre la noción de lo contemporáneo y la crisis en el arte contemporáneo. Por una parte, Desde adentro es una obra que problematiza la idea del tiempo, tanto de la obra como de la experiencia a la que nos lleva; por otra parte, In memoriam y El reino de este mundo permiten poner la mirada sobre la crisis de/desde el arte contemporáneo. A través de estas obras se evidencia que la rotura aparece como una exploración y una categoría capaz de expresar el sentir particular del trabajo de Escallón y, de ahí, de la con-temporalidad del arte como respuesta a la crisis que le compete.
Desde afuera, habría que reconocerlo, se trató de una bomba más, un atentado más en una larga lista de imágenes de noticieros y cifras del conflicto. La explosión en el Club El Nogal, en septiembre de 2003, dejó 36 muertos, más de 200 heridos y daños millonarios. Desde que era infante terminé acostumbrado a jugar mientras acompañaba a mi padre a las 7 p.m. a escuchar la lista del día. Incluso cerca de mi casa y mi colegio en más de una ocasión se sintió el estruendo de una explosión en los vidrios de la habitación. Hoy, ya a la distancia, no puedo estar plenamente satisfecho con esa explicación costumbrista de la mirada desde afuera. Habría que reconocer una profunda frialdad en la reducción al dato y arriesgarnos a preguntar: ¿por qué terminamos conviviendo con esa frialdad?; ¿por qué las palabras “muertos”, “heridos” y “daños” —en plural— ya nos son tan anodinas como “pájaros”, “viento” y “mugre”?; y, a la vez ¿qué se supone que deberían hacer en nosotros?, ¿cómo deberíamos responder? Si en algún sentido esta experiencia puede ser compartida como una reacción colectiva e histórica, considero que resultaría injusto juzgar la respuesta. Pues la mirada desde afuera es precisamente una posición que busca cubrir la huella, evitar la herida, tapar la ausencia, ocultar la rotura. Una persistente protección del sentido de la vida. Pero también, y de ahí el encantamiento de la obra que Escallón dedica al Club El Nogal, relata la necesidad de la valiente mirada artística de hacer sensible lo que los miles de imágenes noticiosas no pueden mostrar, a saber, las huellas de lo ocurrido desde adentro. Adentrarse en el lugar de la explosión —además, el lugar donde ella trabajaba entonces— requería ubicarse en el borde de la enorme rotura de siete pisos generada por la onda explosiva y mirar lo que las cámaras de televisión no veían y por donde los forenses pasaban: en la serie de doce fotografías se capturan, en sus propias palabras, “las huellas dejadas por las personas y las huellas de los objetos faltantes” (Sánchez y Escallón, 2007, p. 70).
¿Por qué dirigir la cámara y seleccionar, de todo el universo visual que puede haber en medio de tan caótico escenario, huellas de entes ausentes? En el registro cotidiano estamos acostumbrados a dos cosas: siempre hay personas entrando y saliendo de nuestro espacio y las cosas siempre están ahí para organizar ese espacio. Una violenta explosión —o la violencia en general— destruye la confianza que supone esa certeza; no ha dejado sino ruinas y polvo de muerte. Pero qué pasa en el medio. Las manos se arrastran, los pies corren, los cuerpos tropiezan y caen; el lugar ya no es el mismo, dónde está el cuadro del pasillo, la puerta de salida, la gran lámpara que invitaba a gozar, las mesas que acogían; en privaciones sensoriales, cuerpos y cosas tropiezan, se queman, se confunden y caen. Solo las huellas dan cuenta de los movimientos y del tiempo, de los largos y extenuantes minutos en que todo se venía abajo. La selección de Escallón de confiarle a lo visto y lo ausente la mirada Desde Adentro (2003) resulta impactante.
Como persona que llega al escenario de los hechos después de que todo se ha consumado y que puede ver ese espacio cuando nada ha sido tocado aún, siento una inmensa tristeza. Las huellas actuaron como el vehículo que me transportó hasta los momentos que ellos vivieron. Yo llego tarde, todo el mundo llega tarde a hacer ese registro, nunca vamos a poder estar en el momento mismo de los hechos; lo que nos puede dar acceso a esos momentos, no son las perforaciones de siete pisos, ni los carros carbonizados en el parqueadero, ni el estado del gimnasio, sino las huellas de las personas y de los objetos más cotidianos. (Sánchez y Escallón, 2007, p. 72)
Así, en las fotografías de Escallón hay una temporalidad compleja: la del tiempo de llegada, siempre tardío; la del rastro, paso a paso de las vivencias allí dejadas; la de los objetos cotidianos calcinados. Algunas fotografías plantean una inusitada y escabrosa relación con las huellas animales y violentas de las pinceladas con las que Alejandro Obregón da vida a sus cuadros, que, en mi opinión, en lugar de embellecer las fotos, recrudecen la herencia de la mirada del pintor de una época no menos cruenta. Dedo tras dedo, pie tras pie, componen una escena que evidencia el movimiento permanente de la violencia vivida. Pero otras fotografías se detienen en las cosas: el interruptor de emergencia, el espejo calcinado. En particular este último es motivo de un video de doce horas en el que su estado de inercia de los objetos se contrasta con el sonido de un día en la carrera séptima.
La cámara de video se situó fija frente a una pared por un lapso de doce horas. La imagen que registro es la silueta de una mesa que quedó estampada sobre ese muro por el incendio; encima se ve un marco carbonizado que contenía un espejo. Sólo transcurre el tiempo.
Ese marco sin espejo muchas veces ha sido interpretado por los espectadores como una ventana a una gran oscuridad, como el paso hacia otra dimensión; yo no había visto el poder evocador que tenía ese marco calcinado. (Sánchez y Escallón, 2007, p. 88)
Entre la dispersión de huellas de personas y el poder evocador del marco calcinado, la obra de Escallón no relata el espacio, sino el tiempo de la rotura. Todo allí ha abierto la herida y ella se introduce en el tejido; pero no para sanar y olvidar, sino para relatar los detalles, para evidenciar que está ahí abierta, maloliente, doliente y punzante.
Hubo gente que vio el video y me dijo que le había recordado esta sensación que uno tiene cuando ha muerto un ser querido; ese sentimiento de extrañeza de constatar que todo sigue andando, el sol sigue saliendo, los carros siguen en la séptima y uno se pregunta ¿por qué toda la realidad no se detuvo al mismo tiempo? (Sánchez y Escallón, 2007, p. 90)
He ahí el punto de rotura: interpela y demanda una sensibilidad extrañada, pues confronta el tiempo rutinario y anodino con el tiempo de la vivencia que el espectador de sus huellas capturadas es llevado a experimentar. No inventa un tiempo fantástico, sino que lo hace beber del duelo, del luto, del sentir. Precisamente por ello la obra de Escallón evidencia desde aquí un interrogante estético en diálogo con las vivencias, los objetos, los espacios. En realidad, listar estos tres elementos falsea lo real: uno y otros se codeterminan, se redefinen: no hay espacio si no es para la vivencia y esta no tiene lugar sino mediante los objetos que, a la vez, dan sentido al espacio. Circularidad de la vida cotidiana que busca remedar sentido y hacer subjetividad. Así que habría aquí, en la obra de Escallón, un marco reflexivo en torno al tiempo de la vivencia que traspasa la usual circularidad que tiende a la espacialidad.
Si lo planteado hasta ahora es plausible, ¿cómo entender a continuación el lugar de dicho marco reflexivo?; ¿cómo asir estas fotografías y su mirada desde adentro como propuesta artística? Plantear este interrogante en medio del diálogo que sostuvimos con la obra de Escallón es necesario para ubicar las categorías que nos permiten abordar el problema estético del objeto de uso en el arte, de la sensibilidad que expresa su extrañada función. En otras palabras, habría que rastrear la urdimbre teórica que compone ese problema estético. Anne Cauquelin expresa esta necesidad al interrogar la articulación entre lo teórico y lo artístico. Para esta autora,
lejos de ser “agregados” prescindibles, palabrerío inútil y mayormente abstruso, las teorías parecen ser, al contrario, el ámbito y el oxígeno indispensable para la vida de las obras, donde el arte se desarrolla y se cumple, fuera del cual no podría sino asfixiarse. (2012, p. 10)
La obra adquiere su posición en el mundo del arte en virtud de las mediaciones de la teoría. Empero, Cauquelin aborda las teorías en un rastro limitado y prediseñado, apenas renombrado en función de su clasificación: fundacionales —con raíz en el horizonte de lo bello del mundo griego—; conminativas —normativas propias del gusto y la modernidad—; de acompañamiento —que teorizan las prácticas artísticas particulares—; y los envolvimientos contemporáneos —la doxa teorizante que asigna espacio al arte—. Según esta clasificación de Cauquelin, una teoría estética estaría ubicada entre los dos primeros marcos: lo bello y lo correcto o la norma del gusto. Cabrían al menos dos interrogantes: ¿dónde ubico la reflexión que las palabras mismas de Escallón revelan?; ¿dónde ubico mi propio comentario alimentado por las primeras? Si dijésemos que entre la reflexión de Escallón y la vigente reflexión se evidencia un asunto estético, no un comentario crítico, ni una doxa del campo del arte, ¿cuál sería el sentido de tal clasificación?. Habría una ausencia de mirada creativa en sentirse satisfecho aquí con la clasificación, pues, como plantea Borges, todo se puede hacer caber en un afán clasificatorio. Por el contrario, una obra como la de Escallón da cuenta de un fondo estético vigente y activo, además, el diálogo que propone deviene recurso idóneo para una construcción estética pertinente, situada e individuada que permite explorar el sentir “desde adentro” —de nuestro arte, cultura y vida—.
Uno de los elementos sobre los que, en principio, habría que cuestionar su valía subyace a la categoría de “lo contemporáneo” en la expresión misma de “arte contemporáneo”. Con ello empezamos a responder los dos interrogantes planteados frente a Cauquelin, pues es necesario aceptar una mirada escéptica e interrogar en qué sentido se añade algo a la obra de Escallón al contemporalizarla. Lo contemporáneo no es solamente una marca historiográfica. De hecho, siguiendo a Romero (2018), ser marca es la menor de las funciones de lo contemporáneo en el arte, pues no es posible evitar incluir con el término un bagaje de prejuicios y posiciones discursivas que se suelen aplicar acríticamente con esta categoría y que, la más de las veces, corresponden a un contexto de enunciación y un universo teórico incompatible. En ¿Qué es el arte contemporáneo? Smith plantea, en consonancia con la mirada de Danto, que
El Arte Contemporáneo es la red institucionalizada a través de la cual el arte de hoy se presenta ante sí y ante los distintos públicos del mundo. Se trata de una subcultura internacional activa, expansionista y proliferante, con sus propios valores y discursos, sus propias redes de comunicación, sus héroes, heroínas y herejes, sus organizaciones profesionales, sus eventos clave, sus encuentros y monumentos, sus mercados y museos... en síntesis, sus propias estructuras de permanencia y cambio. (2012, p. 299)
De modo que, en sentido estricto, es posible ser posthistórico y trabajar dentro del arte contemporáneo o no. Y la interpelación ideológica institucional que conmina a la inclusión en la institución “arte contemporáneo” puede preexistir —como de hecho lo hace— al trabajo artístico mismo. No que no haya habido cambios en el referente del producto artístico, en la función o tarea del mismo, en el rol del artista y el marco discursivo del arte; lo que puede ocurrir es que, a partir de la posición de enunciación que supone la institución arte contemporáneo, se profieran actos de habla constitutivos de obras de arte contemporáneo sin necesidad de considerar sus elementos y significados particulares. De ahí que se pueda realizar una aproximación al “arte contemporáneo” de Colombia sin cuestionar en qué sentido es contemporáneo y a qué raigambre pertenece. Contemporanizar la obra de Escallón podría simplemente desestimar lo que ella misma busca labrar en su propio tiempo. De hecho, el mismo Smith apela a señalar que, si ha de ser útil el concepto de lo contemporáneo, sería para destacar “la multiplicidad de relaciones entre el ser y el tiempo que se establecen hoy”, esto es, el tiempo que regula las diversas interacciones entre los seres humanos, la naturaleza, la diversidad cultural y la política global. Pero no solo como un hecho de lo actual sino como un reconocimiento de que “lo contemporáneo” expresa esa pregunta vigente por el propio tiempo de la experiencia y, en consecuencia, “la misma pregunta es válida en todos los contextos a lo largo del tiempo, hasta el presente” (Smith, 2012, p. 319). E incluso, en un tiempo histórico lo contemporáneo varía no solo por periodos, sino por contextos y lugares, por las sensibilidades que le son propias.
De modo que hay que reconocer lo contemporáneo de un modo diferente a lo que trae la categoría institucionalizada de “arte contemporáneo”. Un ejemplo de esto se evidencia en las reflexiones de Lucy Lippard. En Seis años: la desmaterialización del objeto artístico de 1966 a 1972, esta autora se aproxima al boom del conceptualismo en Estados Unidos bajo la premisa poética de: “liberados del status del objeto, los artistas conceptuales eran libres de dejar correr su imaginación” (2004, p. 7). Frente a la representación, pero más aun frente a la materialidad del objeto artístico, describe la pulsión del arte como intentos de escapada que derivaron en lo que denominó “una desmaterialización del arte”: “el arte como idea y el arte como acción” (2004, p. 10). Pero sería un error asumir este enunciado como postulado general del arte, en diferentes contextos. Lippard misma enfatiza que esa manera de producción artística proviene menos de una línea histórica única y universal
—¡Duchamp “padre” de toda apropiación!— que de una disposición reactiva al propio contexto por parte de los artistas locales, tanto en términos de la red y entorno artístico como de la situación histórica y política. Así, respecto a la red artística, de los artistas de la idea al minimalismo en Estados Unidos, encontraron fuentes diferentes a las europeas que abordaría el grupo Fluxus y que son conocidas en su propio entorno:
como críticos responsables debemos mencionar a Duchamp como precedente, pero el nuevo arte en Nueva York vino de fuentes más cercanas: entre otras, los escritos de Ad Reinhardt, la obra de Jasper Johns y Robert Morris y los inexpresivos libros de fotos de Ed Ruscha. (Lippard, 2004, p. 10)
Por otra parte, Lippard destaca que la idea de la “desmaterialización” proviene de su propia experiencia trabajando con los artistas del momento y, en muchos casos, sus compromisos políticos vivos en los agitados años 60 y 70. El ambiente político, intelectual y cultural en tensión y marcado por la guerra y las luchas labora listas, antirracistas y antisexistas sirvieron de impulso al arte. La AWC (Art Workers Coalition) “proporcionó un marco y una forma de relación organizada para los artistas que estaban mezclando arte y política que atrajo a un cierto número de ‘artistas conceptuales’” (2004, p. 11).
La clave del relato de Lippard es que el reconocimiento de que la ampliación de los límites del arte consistió en la búsqueda de un “‘arte’ más emocionante (que) podría estar aún dentro de las energías sociales sin que se haya reconocido como arte” (2004, p. 28). Fue el tiempo de una disposición creativa abiertamente sensible a lo que su contexto demandaba y en diálogo crítico con los recursos a la mano. Para Lippard, los impulsos llegaron a su fin, la “escapada fue temporal” y el “arte volvió a ser atrapado”, pero la pulsión “sigue afuera”. Cabría entonces decir que es esa relación con el afuera la que marca la contemporaneidad. El “afuera” es siempre el signo de una situación liminal, aquello que no está contenido en los contornos de la urdimbre discursiva, por más densa y poblada que sea. Por ello mismo, riesgo de contagio, de posibilidad, de transformación; pero, además, para hacerlo efectivo en el adentro, este debe sufrir rotura: dejar entrar el afuera para dejar salir desde adentro. Es por ello que la obra de Escallón es contemporánea en el sentido en que su “desde adentro” es el afuera de la mirada codificada del contexto de violencia mediatizada.
Danto rescata esta herencia como el problema estético por excelencia dejado por la “vanguardia intra table”. Tras todas las diversas y ricas discusiones para eliminar de la definición del arte todo lo que fuera no esencial, en El abuso de la belleza Danto retorna a lo inesencial para mostrar la inevitabilidad de lo esté tico en el mundo y su función en la posibilidad del arte —dejando la pregunta de si era necesaria la deriva inicial—. Los valores estéticos provienen del mundo, no del arte. Pero lo que el arte puede hacer es conectar la vida emocional y valorativa con los “pensamientos que animan las obras de arte”. Así, por ejemplo, Danto interpreta los dos relojes de pared en la obra Sin título (Amantes perfectos) (1991) de Félix Torres-González como una meditación en la cual los dos relojes —cada uno el tiempo de un amante— aparecen como “vanitas” que abordan la inexorabilidad de la muerte —acuciada por la temprana muerte del amante del artista a causa del sida— y a la vez la ternura de la compañía que consuela ese sino. La cuestión es cómo el objeto reloj captura ese sentido en la obra y trae la angustia actual de lidiar con la muerte, ya sin mitos, ya sin curas, ya sin salud, ya dado solo al abandono del paso del tiempo. En lugar de ponernos de frente la superchería de la muerte, el prejuicio sexista al enfermo de sida y la evasión del luto con que culturalmente se busca evitar su confrontación, la obra, al ritmo de gotera, deja claro que uno de los dos relojes va a detenerse y el otro, por ahora, no. La posibilidad de ver y lidiar con este tema de esta manera y de aceptar su confrontación marca su contemporaneidad, particularmente enlazada a los movimientos y emociones que en la década de los 90 reflejaron la crisis causada por dicha enfermedad. Y en ello yace el gesto similar que realiza Escallón en Desde adentro, al tomar la muerte por sus huellas vivas y confrontar lo que debe ser visto en una cultura que banaliza el dolor y la violencia. De ahí que Danto afirme que, en cuanto el arte responde a una cultura dada, tiene la posibilidad de, a la vez, conectarse “con la humanidad” y su necesidad de lidiar, en estos casos, con el sufrimiento (2005, p. 198). Danto todavía no es capaz de desligar plenamente la pregunta estética de la tradición de lo bello —prejuicio manido en mi opinión—, pero nos sirve para entender que, si hay un problema estético en el arte contemporáneo y en nuestro caso en la obra de Escallón, yace en la posibilidad de jugar con “el modo en que las cosas se muestran, junto con las razones para preferir una forma de mostrarse que otra” (2013, p. 135). Habría un lazo importante entre lo estético así abierto y la ontología misma del ser humano, para quien el mundo, opaco para su mirada constructora de significación, no tiene un solo modo de mostrarse y sus divergencias pueden ser puestas en pugna.
Es por ello que, si bien del relato de Lippard se pueden inferir similitudes importantes en el hecho de reconocer lo que es propio al arte, como ser una ventana de fuga permanente, aquel marco respecto al que brinda libertad no es el mismo ni puede proveer las mismas pulsiones ni recursos. En solo cuestión de un par de décadas, el relato que Lucy Lippard plantea de su arte contemporáneo diverge de lo que el contexto colombiano ha gestado y permitido hilar entre obras como las de Beatriz González o Bernardo Salcedo hasta María Elvira Escallón. Se trata de tiempos diferentes, de líneas que evidencian multiplicidades temporales divergentes en función de lo que los contextos vitales brindan y a los que la actividad artística responde. En Ante el tiempo, George Didi-Huberman prefiere hablar de anacronismos: “es factible separar a esos dos perfectos contemporáneos que fueron Alberti y Frangelico ya que ambos no pensaban entre sí totalmente ‘en el mismo tiempo’” (2015, p. 39). Un elemento valioso a destacar de esta obra de Didi-Huberman, entre otros, es que si la contemporaneidad no es un regulador temporal de lo que debe ser, y si el anacronismo es una necesidad, las separaciones entre dos modos y actividades artísticas en un periodo dado no constituyen motivo de juicio —como lamentablemente se vislumbra en la idea de un arte “rezagado” en Colombia frente al de otras latitudes—, sino de atención al “modo temporal de expresar la exuberancia, la complejidad, la sobre determinación de las imágenes” (2015, p. 39) u objetos, en nuestro caso. Lo que hay es un “montaje de tiempos heterogéneos que forman anacronismos”, un montaje cuya plasticidad no se reduce a un relato del devenir artístico, sino a una compleja mezcla de elementos artísticos y extra-artísticos que constituyen “diferenciales de tiempo” operando en cada obra. Para estos diferenciales de tiempo, Didi-Huberman destaca las implica ciones para la historiografía del arte, tanto en relación con el tiempo mismo que supone la heurística del hacer histórico, como el tiempo mismo de la(s) obra(s), el “más-que-presente” que implica la “irrupción o aparición del tiempo” (2015, p. 43). Las obras, y probable mente el contexto de producción artística en su red y conflictos, tienen su propio diferencial de tiempo y, a la vez, la historia que se labra a partir de ellas puede erigir su propia heurística temporal.2 Entre uno y otro surge la interpelación por abrirse —cual rotura— al tiempo de la propia obra desde adentro. Escallón nos pone un tiempo interno vivido en los minutos posteriores a la explosión; nos pone un tiempo detenido en la mirada que se resiste a la rutina; nos pone un tiempo ajeno a la rapidez noticiosa; nos pone un tiempo de crítica en la vocación artística que es el tiempo del arte en Colombia; nos pone el tiempo de una posible historia del arte que responde a lo innombrable o censurado; nos pone, en suma, en la contemporaneidad de un vínculo con nuestro tiempo que, como afirma Gonzalo Sánchez en su conversación con Escallón, “como escombro se resiste a desaparecer. El escombro en sí mismo alude al desvanecimiento de un orden preexistente ya desaparecido, sin embargo en sí mismo, se resiste a desaparecer” (Sánchez y Escallón, 2007, p. 85). Y se transforma en “un orden nuevo” complementa Escallón. No necesita ver el Club El Nogal renovado, sino dar tiempo a la rotura para re-ordenar lo sensible y situarse en el interior del tiempo como resistencia (a desaparecer).
Con este tiempo nos hemos aproximado al problema estético del objeto en la obra, la estética de la rotura, a la luz de Escallón. Pero aún estamos lejos de contar con las herramientas para hendir sus dimensiones y el plano de su construcción. Hay que romper no solo su espacio y visualidad a su debido tiempo, sino también su estabilidad: ver su carácter de cosa desgastada, de escombro. Entrar en crisis con la obra. Habría, como ya se vislumbra en nuestro proceder, dos elementos a tener en cuenta. Por una parte, la manera en que María Elvira Escallón deja abierta la crisis en sus obras, en particular en In memoriam (2001) y El reino de este mundo (2000). Y, por otra parte, resulta pertinente recordar dos de los más citados manuales de crisis del arte contemporáneo: La querella del arte contemporáneo de Marc Jiménez (2010) y El arte en estado gaseoso de Yves Michaud (2007). Entre obras y manuales es posible ir desgastando la noción misma de crisis que le compete a la noción de arte contemporáneo y cuestionar su lugar en el problema estético que buscamos aquí extraer.
Las dos obras de Escallón, aunque en periodos diferentes, tienen en común una evidente mirada hacia lo que desaparece, lo que se hace escombro o lo que se diluye. Pero en lugar de detener el tiempo del objeto caído, lo aceleran. Con rapidez —su propia rapidez—, estas obras nos confrontan con el principio energético de trans formación de la materia, aun si en sí mismas se encuentran ya detenidas. In memoriam inicia con un sueño de la artista, quien no lo puede olvidar (Buenaventura, 2014, p. 45).3 Continúa con la obstinación de hacerlo realidad, a pesar de varios intentos fallidos. Hasta que finalmente en una caja de hierro y vidrio logra acomodar una gran columna corintia hecha completamente en hielo sumergida en agua. Se trata de un objeto fantástico, una bola de cristal o un azulejo cautivador que se diluye en el agua. Pero siempre fue agua: correcto sería decir regresa al agua mientras desaparece de nuestra vista. Un lento des-aparecer de veinte horas que en realidad es una metamorfosis: mientras más difícil es captar su contorno con nuestra mirada, más es una sola fuerza hídrica que presiona los cristales de la caja. El objeto se niega, él mismo, a nuestra percepción para ser lo que siempre habría sido sin una intervención e incrementar la fuerza que resiste a su contención. De hecho, más de una vez el agua helada despegó las juntas de los cristales escapando por la sala de exposición.
El reino de este mundo remite a una transformación similar. Inicia con un deambular por la ciudad buscando la obra que no ha sido —un estado de sueño o crisis también—. Continúa con el encuentro con la casa en demolición y la obstinación de Fanny, una mujer que con sus manos limpia los ladrillos caídos del lugar donde solía trabajar para construir ahora su propia casa. Termina con una imagen de la casa de Fanny y un muro y su sombra, ambos de ladrillos del lugar, instalados en la sala de exposición —otro reguero, aunque más controlado—. En este caso, la labor de Fanny es el centro de la obra que Escallón remeda y exalta. En lugar de esperar el desaparecer de los escombros, ambas encuentran más que despojos: cada ladrillo contribuyó a guardar los secretos de un lugar y su buen desempeño amerita dar una segunda oportunidad. Lo que hay en este mundo no es sino formas de reciclar lo caído. En consecuencia, nunca fueron material de desecho, los ladrillos fueron oportunidad de construcción, de hacer emerger de la rotura un nuevo orden. La construcción misma del muro y su sombra da solidez, orden, geometría a lo que se percibía informe e intocable. Pero más aun la casa de Fanny, pequeña y común en su forma, pero enorme en esfuerzo vital y fuerza constructiva, resistió el embate del cambio y de la demolición de su vida.
En ambas obras algo se rompe, algo se transforma e incluso algo emerge. ¿No es esto propio de la noción de crisis? Hay crisis al interior de las obras y habría crisis en el mundo del arte que las recibe y, después de la exposición, no sabe qué hacer con lo que quedó. En las obras hay fuerzas, hay contención y resistencias que son en sí mismas crisis. En el mundo del arte, la crisis emerge de un asunto crítico: ¿cómo comprender estas obras?, ¿cómo explicar su devenir?, ¿cómo aceptar su cambio? Es evidente el cambio de registro en estas crisis, pero la primera es necesaria para que se dé la segunda. Y, con todo, no hay respuesta clara en la crisis crítica. Estimo que un diálogo sucinto con los manuales de crisis citados permite vislumbrar algunas respuestas.
El texto de Jiménez parte de un reconocimiento: el tipo de obras de arte en el que se ubicarían las obras de Escallón pertenece al conjunto de obras que tienen como objetivos despertar “curiosidad, asombro, incomprensión, irritación, reprobación, escándalo, execración o, peor aun, indiferencia” (2010, p. 15). Jiménez aplica un curioso sistema de clasificación que de antemano demuestra la crisis que le interesa señalar: aunque son juzgadas estéticamente, los criterios estéticos del arte heredados son hoy obsoletos y anacrónicos —asunto probablemente cuestionable a la luz de los diferenciales de tiempo señalados por Didi-Huberman—.
La crisis de las bellas artes tradicionales —que comienza con el impresionismo—, el nacimiento de la abstracción, las vanguardias, la irrupción de objetos industrializados en el campo artístico —en suma, la modernidad—, dan cuenta en forma imperfecta del malestar actual. Contrariamente a una idea establecida, el arte moderno no explica al arte contemporáneo. Dicho de otra manera, no se puede suscribir la tesis, tantas veces retomada en las controversias recientes, que establece una relación de causa a efecto entre las conmociones provocadas por la modernidad y la pretendida delicuescencia de la creación artística desde hace unos treinta años. (Jiménez, 2010, p. 21)
Esto implica una primera crisis en los criterios esté ticos para aproximarse a las obras. De allí se sigue una segunda crisis en la posibilidad de participar del mundo del arte. El público es característicamente no experto y, por ello, afirma Jiménez, “víctima de la decepción”; por su parte, los expertos poseen las reglas de juego que a su vez responden a
los imperativos del mercado del arte, de la promoción mediática y del consumo cultural. Esta ausencia de referencias y de claves para la interpretación refuerza, sin duda, la sensación de que el arte contemporáneo bien podría ser esa “cualquier cosa” que estigmatizan sus detractores. (2010, p. 25)
In memoriam plantea una escena que concordaría con este árido panorama. En efecto, es inevitablemente cierto que el mercado del arte compete a unos actores especializados que han puesto la pauta en más de una ocasión. Con todo, las dos crisis señaladas por Jiménez dejan por fuera aquella que le compete a la obra. El plano de explicación es diferente, pero es probablemente innecesario. Se requiere de un afán demasiado conservador para no aceptar, en medio de un campo per se creativo, que si el objeto de pensamiento cambia, la forma de pensarlo debe cambiar con él. La querella del arte en torno a los criterios estéticos ha confundido el hecho de que las obras siguen planteando problemas e interrogantes estéticos, con la aplicabilidad de un marco de pensamiento que respondía a unos problemas estéticos otrora vigentes. La estética ha cambiado porque las preguntas han cambiado, de modo que es connatural que el pensamiento dedicado a ella cambie —lo contrario es tan absurdo como en filosofía asumir que la filosofía contemporánea no es filosofía porque no responde a los mismos problemas de la Grecia arcaica—. De modo que, cuando Jiménez pregunta si “¿Es posible redefinir las condiciones de ejercicio del juicio estético frente a las obras contemporáneas? Suponiendo incluso que estas últimas fuesen “cualquier cosa”, ¿se puede sostener un discurso argumentado y crítico sobre ellas?” (2010, p. 26), se evidencia que la pregunta en sí misma no procede, pues las condiciones ya cambiaron y son las obras las que ejercieron el cambio y demandan un pensamiento acorde. La crisis planteada por In memoriam remite a cambios en los juicios estéticos propios de un mundo social contemporáneo en tensión, en paradójica constitución (una columna que flota y no dura); una percepción de mundo como un presente en transformación donde nada dura (dilución y transformación de la materia); una indefinición del lugar propio de los cuerpos y un deseo de fuga o alteridad (porosidad del sólido y del líquido, del cuerpo visto y el espacio que contiene). Por ello, el problema de la indefinición nunca ha sido del arte, sino de las bases con las que históricamente se estabilizó la definición del mundo y de lo dado.
Así pues, vale la pena hacer de la crisis que evidencia el arte una opción de pensamiento estético contemporáneo —conforme a la acepción señalada del modo de relación con el mundo—.4 Ni en la idea de que “cualquier cosa” puede ser arte, ni en el señalamiento de la mercantilización del arte se agota el hecho de que una obra como la de Escallón demanda un pensamiento estético acorde, no un intento de embellecer el mundo o su representación. Empero, parece que el juicio en torno a la belleza sigue rondando y manteniendo la crisis de criterios. O al menos eso es lo que queda en el aire a la luz del diagnóstico de Michaud, para quien esa crisis de criterios responde a una crisis sociológica e histórica de estetización del mundo — que, en términos más precisos, sería un embellecimiento del mundo— a través de la mercancía, los medios, las imágenes, la moda. En suma, Michaud sustenta un mito del embellecimiento del mundo que tiene la doble faz de juzgar la pérdida del arte de su función embellecedora y señalar la superfluidad de la belleza captada ahora por los medios extra-artísticos, quedando en un estado servil a la mercancía.
Michaud llega a este diagnóstico mediante la apropiación de un relato similar al de Lippard:
un movimiento de desaparición de la obra como objeto y pivote de la experiencia esté tica llegó progresivamente a su fin. Ahí donde había obras solo quedan experiencias. Las obras han sido reemplazadas en la producción artística por dispositivos y procedimientos que funcionan como obras y producen la experiencia pura del arte, la pureza del efecto estético casi sin ataduras ni soporte, salvo quizá una configuración, un dispositivo de medios técnicos generadores de aquellos efectos. (2007, p. 11)
El relato de la desmaterialización de la obra sirve a Michaud para inferir el mito del embellecimiento del mundo, pues al trazar una línea histórica desde los collages de inicio de siglo XX hasta los objetos encontrados y las instalaciones o performances arma un proceso en el que “las intenciones, las actitudes y los conceptos se vuelven sustitutos de obras”, el artista deviene un “productor de experiencias” y, en consecuencia, se llega al “fin del régimen del objeto” (2007, p. 18).
Ya es tiempo de reconocer que hemos entrado a otro mundo de la experiencia estética y del arte, un mundo en el que la experiencia estética tiende a colorear la totalidad de las experiencias y las formas de vida deben presentarse con la huella de la belleza, un mundo en el que el arte se vuelve perfume o adorno. (2007, p. 18)
Planteado así, el mito del embellecimiento solo puede servir para una crítica sociológica que en este caso resulta ajustada. Michaud crítica tres vicios de la sociedad contemporánea: el hedonismo, el turismo y el darwinismo, donde los dos últimos remiten a la multiplicidad de experiencias de belleza que cualquier individuo puede recorrer paseando por el mundo y a que el arte se convierte en este escenario en ornamento de la especie y aquello que le define y es su atracción, a la manera de las plumas del pavo real. Pero el primer vicio liga lo bello con la felicidad contemporánea y su hiperexposición mediática y tecnológica. Tan limpia y dispuesta, carece de potencial crítico, transgresivo o transformador, es meramente reproductor de “estilos de vida común”: “la vida estética contemporánea tiene algo de este compromiso ‘puro’, sin más objeto que el de realizar la experiencia y de sentirse bien en la relación” (2007, p. 143). El arte se convierte en un mecanismo más de la moda, sin aura y sin soporte material.
Me parece que el arte ya no es la manifestación del espíritu, sino algo como el ornamento o el adorno específico de la época. De la obra autónoma y orgánica, que tiene su vida propia, hemos pasado a hablar, como Simmel, al estilo, del estilo al ornamento y del ornamento al adorno específico. Un paso más, nada más un paso y sólo queda un perfume, una atmósfera, un gas: aire de París, diría Duchamp. El arte se refugia entonces en una experiencia que ya no es la de objetos rodeados de un aura, sino de un aura que no se relaciona con nada o casi con nada. Esta aura, esta aureola, este perfume, este gas, como lo queramos llamar, identifica la época por medio de la moda. (Michaud, 2007, p. 168)
Empero, si tomamos un poco de distancia: ¿por qué aceptar este diagnóstico?; ¿por qué lamentar con Michaud la pérdida del objeto y no señalar que solo lamenta la pérdida de un tipo de objeto, el soporte de la imagen?; ¿por qué sentir nostalgia por el aura?; ¿no fue el mismo Benjamin quien la extrajo de una herencia burguesa, capitalista e ideológica mente dominante?; ¿por qué someter el arte a ese deseo de dominación? Si dejamos de lado el mito del embellecimiento, nada de este lamento se sostiene. Por ejemplo, Lipovetsky y Serroy (2015), en su libro La estetización del mundo. Vivir en la época del capitalismo artístico, realizan un análisis socio lógico en el que la belleza y todos los demás descriptores de sensaciones y valoraciones estéticas entran al servicio de la reproducción y los flujos del capital, al incorporarse en los procesos de identificación del sujeto contemporáneo y las formas de mercancía. Pero una de las premisas clave es que la estetización del mundo no remite a la idea de que el mundo carecía de belleza previamente y que el arte era su estandarte, sino que el mundo siempre ha sido, entre muchas otras cosas, bello —o no—. Lo que se ha contemporanizado es la relación con el flujo del capital por razones estéticas y vía la imagen. Habría una ingenuidad en la idea de estetización de Michaud, pues no se trata en el marco de la sociedad capitalista de que la realidad sea bella o embellecida, sino de que lo que signamos “bello” o “feo” tiene una jerarquía y lugar en el orden y el poder, es acto de habla, una performatividad ideológica e incluso colonial. De modo que, a diferencia de Michaud, deberíamos decir de la mano de estos autores que el arte no tiene que aceptar el dominio del aura ni la función del embellecimiento; muy al contrario, en la multiplicidad de la vida misma —la multitudo diría Virno— yace la potencia de explorar lo sensible con sus propios medios y ajeno a la dominancia de un orden discursivo que, a través de una falsa crisis, condiciona la posibilidad de pensamiento estético a los despojos de su mito de lo bello —una variante de la mitología blanca falo/logo/fono/céntrica que señala Derrida—.
Así pues, la mirada capaz de encontrar en las cosas, y ciertamente en los objetos de uso, el mundo estético que las soporta y la crisis que le compete en torno a la vida misma y al quehacer artístico, da cuenta de una riqueza y complejidad que no tiene cabida en el relato de Michaud. Caminar por las calles de Bogotá, lo que en ocasiones puede ser juzgado de un bello panorama, pero también de todo lo contrario en el transcurso de unas pocas cuadras —y en eso consiste la fuente de su riqueza—, es una experiencia coti diana de un conflicto de sensaciones y juicios estéticos. Si, además, en el mismo recorrido pasamos de un paisaje construido para agradar a uno de escombros y demolición, es la vida misma la que se encarga de señalar la argucia excluyente del mito del embellecimiento: es imposible embellecer esa calle y ese escombro. Pero, si, por el contrario, como realiza Escallón, se encuentra vida allí, en medio de las piedras, los filos cortantes, el polvo que reseca la piel, las roturas comunes al cuerpo y a las cosas, y esa vida se rescata en su potencial transformador y re-constructivo de sí misma, un nuevo objeto, espacio y proyecto emergen de esa rotura y es la persistencia, el acto de resistir a la demo lición, el valor que sustituye y que impera. El reino de este mundo se forja allí y, por ello mismo, escapa a los manuales de crisis señalados. No embellece esa calle, sino que pone sobre la mesa el papel expresivo y persistente de las cosas —piedras, objetos y volúmenes arquitectónicos— en las manos de la vitalidad humana:
Uno de los más importantes fue el encuentro con Fanny —esa organizadora del caos que le conté que encontré limpiando ladrillo—. La encontré por azar, hablamos y poco a poco nos volvimos amigas, y tuve la oportunidad de conocer y seguir su labor. Al mismo tiempo hacíamos las dos nuestro trabajo a partir de la misma materia. La historia de esta construcción y las fotos de su casa son parte de esa instalación —así convinimos—. De manera que en la sala de exhibición se presentaron ambos trabajos uno frente al otro. (Sánchez y Escallón, 2007, p. 88)
Hay toda una vertiente para un relato del arte en el que la capacidad para ordenar el caos es una oportunidad creativa y modo de resistencia y en el que el arte puede convenir actuar con el mundo. Y allí, el pensamiento estético que yace en la obra destaca las correlaciones entre las fuerzas de contención y de fuga, de demolición y de reconstrucción, de caos y de persistencia, que se forjan del sentir y que corresponden a lo que la vida misma da, una vez es extrañada la capa de certezas —¿bellezas, tal vez?— que la encubren. Es un juego de fuerzas de contención y de fuga lo que In memoriam deja ver dentro de su caja de cristal en la mutación del objeto pilastra. Pero también aquí esas mismas fuerzas se expresan entre la inexorabilidad de la demolición y la posibilidad de la reconstrucción: ¿dónde está el caos, en el lugar de la demolición o en la historia de vida que deja sin casa ni trabajo? El caos visual es ordenado en la sala de Escallón como expresión de esa reconstrucción vital en la casa de Fanny.
De este modo, llegamos al fin a lo que puede una obra en términos del pensamiento estético que encarna y la crisis que debe ser motivo de dicho pensamiento. Habría que retornar y reconocer a Jiménez el cierre de su libro. Al aproximarse a las obras de Santiago Sierra, Jiménez no puede sino identificar el vínculo que Sierra expresa en sus obras con minusvalía del ser humano en el capitalismo actual. Pero la extrañeza, crudeza e incluso terror que pueden despertar sus obras, señala el autor, están ahí para “expresar al mundo tal cual es” mediante “la desestructuración y la reestructuración formales que la creación artística actual les hace experimentar a los fragmentos de la realidad” (Jiménez, 2010, p. 280). Ante una realidad fragmentaria e indolente, el mito del embellecimiento no tiene lugar como estética pertinente a la contemporaneidad —cosa sabida y dicha ya por los artistas—. Lo que sí debe ser rescatado es un pensamiento de crisis, y lo que una obra —o mejor, un trabajo, vida y sensibilidad artística— como la de Escallón muestra es que la estética puede devenir ese pensamiento de la crisis, aquella que ya no es la de un relato del arte ni de un mito perdido, sino la que se expresa en el espacio abierto por el arte dado a su contemporaneidad. Si la estética es el pensamiento de la crisis, el arte es el motivo de su contemporaneidad.
Citas
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