Fragmentos (literarios, pedagógicos, filosóficos) de una crítica de la razón evaluadora

Autores/as

DOI:

https://doi.org/10.17227/ppo.num24-11726

Palabras clave:

crítica, literatura, filosofía de la educación, pedagogía, razón evaluadora

Resumen

En estas páginas se convida una composición constituida por fragmentos literarios, filosóficos y pedagógicos que conversan (in)directamente entre sí. A su vez, las piezas que aquí se presentan forman parte y arte de una investigación filosófico-literaria más amplia que ensaya una “crítica de la razón evaluadora” y explora sus implicancias ético-políticas en educación. En este con-texto, la travesía propuesta contiene diferentes movimientos críticos que comienzan con un pie en la infancia (entendida de manera no cronológica) y con otro pie en la discusión filosófica. Posteriormente, se entreteje lo anecdótico con lo filosófico en una reflexión a propósito de una crítica al fetichismo de las notas y de una celebración la acción transgresora (y artística) del copiarse. Luego se prosigue señalando algunos problemas con la palabra ‘exigencia’, que también está relacionada con el extractivismo sobre la inteligencia y a veces termina haciendo que el sujeto desee la evaluación. Además, se acude al cine por repensar algunas consecuencias de la formación que privilegia lo evaluativo por sobre lo educativo y se le contrapone un antecedente que aportar a su descolonización. Finalmente, la salida toma la forma de excursión por la insumisión, la huelga pedagógica y la pereza como formas de resistencia y re-existencia.

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Resumen

En estas páginas se convida una composición constituida por fragmentos literarios, filosóficos y pedagógicos que conversan (in)directamente entre sí. A su vez, las piezas que aquí se presentan forman parte y arte de una investigación filosófico-literaria más amplia que ensaya una crítica de la razón evaluadora, y explora sus implicancias ético-políticas en educación. En este contexto, la travesía propuesta contiene diferentes movimientos críticos que comienzan con un pie en la infancia (entendida de manera no cronológica) y con otro pie en la discusión filosófica. Posteriormente, se entreteje lo anecdótico con lo filosófico en una reflexión a propósito de una crítica al fetichismo de las notas y de una celebración a la acción transgresora (y artística) del copiarse. Luego se prosigue señalando algunos problemas con la palabra exigencia, que también está relacionada con el extractivismo sobre la inteligencia y a veces termina haciendo que el sujeto desee la evaluación. Además, se acude al cine por repensar algunas consecuencias de la formación que privilegia lo evaluativo por sobre lo educativo y se le contrapone un antecedente que aportar a su descolonización. Finalmente, la salida toma la forma de excursión por la insumisión, la huelga pedagógica y la pereza como formas de resistencia y re-existencia.

Palabras clave:

crítica, literatura, filosofía de la educación, pedagogía, razón evaluadora.

Abstract

In these pages a composition consisting of literary, philosophical and pedagogical fragments is invited, which converses (in) directly with each other. In turn, the pieces presented here are part and art of a broader philosophical-literary investigation that essay a "critique of evaluative reason" and explores its ethical-political implications in education. In this context, the proposed journey contains different critical movements that begin in their first two moments with one foot in childhood (understood in a non-chronological way) and with another foot in philosophical discussion. Subsequently, the anecdotal and the philosophical are interwoven in a reflection on a criticism of the fetishism of the notes and a celebration of the transgressive (and artistic) action of copying. In this way, we continue pointing out some problems with the word 'request, which is also related to extractivism about intelligence and sometimes ends up making the subject want the evaluation. In addition, go to the cinema for rethinking some consequences of formation that privileges the evaluative over the educational and an antecedent that contributes to its decolonization is contrasted. Finally, the exit takes the form of excursion through insubordination, the pedagogical strike and laziness as forms of resistance and re-existence.

Keywords:

critique, literatura, philosophy of education, pedagogy, evaluative reason.

Resumo

Nestas páginas, é convidada uma composição que consiste em fragmentos literários, filosóficos e pedagógicos que conversam (in)diretamente entre si. Por sua vez, as peças aqui apresentadas são parte e arte de uma investigação filosófico-literária mais ampla que ensaia uma "crítica da razão avaliativa" e explora suas implicações ético-políticas na educação. Nesse contexto, a jornada proposta contém diferentes movimentos críticos que começam com um pé na infância (entendido de maneira não cronológica) e com outro pé na discussão filosófica. Posteriormente, o anedótico e o filosófico são entrelaçados em uma reflexão sobre uma crítica ao fetichismo das notas e uma celebração da ação transgressora (e artística) da cópia. Em seguida, ele aponta alguns problemas com a palavra "demanda", que também está relacionada ao extrativismo sobre inteligência e, às vezes, acaba fazendo o sujeito desejar a avaliação. Além disso, vão ao cinema repensar algumas consequências do treinamento que privilegia o avaliativo sobre o educacional e opõe-se a um antecedente que contribua para sua descolonização. Finalmente, a saída assume a forma de uma excursão pela insubordinação, a greve pedagógica e a preguiça como formas de resistência e re-existência.

Palavras-chave:

crítica, literatura, filosofia da educação, pedagogia, razão avaliativa.

Huellas de infancia y piedras en el andar

Evocación en lugar de venganza, combate frontal y no victimismo. Las escenas abundan, las memorias podrían inundar cualquier ciudad y algunas vidas parecen simplemente no contar (ni para la tragedia, ni para la comedia). Comencemos por recordar entonces, compañeras, compañeros, cada huella (y cada piedra) en el camino...

Primer día de clases y el aula se llena de entusiasmo. Una primera vez, un estremecimiento, una infancia. Una sorpresa asalta, una materia difícil de olvidar se asoma. Una voz alta e impostada comienza un monólogo que no habla en ningún momento de alguna enseñanza, ni de lo que allí podría verse o podría escucharse, sino de lo que allí se evaluaría. Y cómo, y cuándo, y todo lo que implica el marco de un curso a cuya docencia le gustaba alardear de su mala fama por su gran nivel de dificultad.

La cursada transcurre velozmente, sin lugar para la conversación y con el sonido maquínico de una voz parecida a la de un ventrílocuo que habla por su títere. Las clases pasan de largo sin detenerse en nadie y el examen se acerca como una guillotina general que a ninguno le perdona la vida. Cuarenta consignas de opciones múltiples, entre las que oponerse no es alternativa. Se necesitan 24 correctas para la aprobación, sin excepción. La infancia comienza a estudiar entonces, la recién-venida prepara junto a otros su suerte. Sus papeles se ajan (y ajean) entre las aperturas, las alegrías y los nervios.

La mañana del examen llega, el silencio aturde en la sala y nuevamente se escucha una sola voz que reparte certezas: sillas y bancos deben disponerse en un orden que marque las distancias entre los cuerpos y facilite la mirada vigilante. Se reparten las hojas consignadas, se remarca la imposibilidad de levantarse y de hablar hasta concluida la prueba. El examen comienza, y los temblores también. Quienes más rápido terminan salen a alimentar el murmullo creciente del pasillo que se tiñe de incertidumbres y especulaciones. El sin-sabor y el sin-saber se confunden en la mochila que se carga hasta la próxima clase que entreguen los resultados.

Pero nunca hay una próxima clase, tan solo un espacio-tiempo donde se espera un veredicto. Aprobar o desaprobar, esa es la cuestión. Y hay quienes gustan en su docencia de estirar la agonía, de retrasar lo más que se pueda quitar el peso de las mochilas, de jugar hasta la resignación con el suspenso... O de alardear sobre la cantidad de desaprobados y decir que "todos los años es la misma historia", tan solo para construir performativamente la fama maléfica de una materia o de un docente que esconde un verdugo debajo de su semblante.

Luego de confirmar un marco general de desaprobación, hay docentes que posturean cierta preocupación o consideración, y suelen preguntar con tono cálido, ante el silencio desgarrador del aula, qué les ha pasado (puesto que al evaluador parece nunca pasarle nada), y abren así una supuesta posibilidad de escucha que puede ir acompañada también del pedido de opinión sobre el examen. Preguntas realizadas con esa voz artificiosa de quien busca la sensación abismal del rehén que solo puede culparse a sí mismo por un error que lo incluye y lo sobrepasa al mismo tiempo que lo deja fuera de la mesa de discusión. Esa voz que se expresa solo para dejar la conciencia más tranquila, pero que no hace más que confirmar con su mueca el sinfín de certezas que le impiden conmoverse: "todos aprenden lo mismo al mismo tiempo", "lo evaluado son resultados de aprendizaje", "lo medido en un examen indica una media del aprendizaje: así se sabe si alguien sabe o no sabe".1

Y así, el silencio rotundo que suele acompañar esas preguntas confirma un síntoma que termina de hacer mella cuando una infancia levanta la mano e interrumpe el mutismo alegando una injusticia. Es que cuesta creer que, por un ítem, una consigna, una norma, se pueda estar más cerca de un amargo paso (muchas veces final) por la misma puerta por la que alguna vez se ingresó con cierto entusiasmo. Se necesitan 24 respuestas correctas sobre 40 para seguir en carrera y solo se obtienen 23 (que no dejan de ser más de la mitad, pero aun así no alcanza). Entonces, la intemperie (y lo que pueda hacerse con ella) espera a esas singularidades reprobadas, aplazadas, suspendidas, sin excepción. Mientras un evaluador oye las quejas, pero no abandona su rígida (im)postura que sugiere una confusión en la mirada de quien denuncia la injusticia: "Allí donde se miran 23 consignas bien resultas y respondidas, ¡se pierden de vista las 17 que estuvieron mal...!". Luego de ese revés, continúa la clase sin más. Aunque la infancia reprobada se sienta fuera de lugar con su voz y su cuerpo, y una seguidilla de ausencias comiencen a suceder una clase tras otra.

Primero la mudez, luego el esconderse en clase, después la falta reiterada, hasta finalmente no dar ni con la sombra. Alguna compañera, preocupada por el lugar vacío que deja una desaparición, se anima a preguntar sobre qué ha sido de quien ya no está... La respuesta puede calar hondo si la genuflexión a la razón evaluadora no se ha consumado: la infancia se dio cuenta de que este lugar no es para ella. Y con esa cuenta, una muerte pedagógica, un cálculo tan mortificante como esas piedras que se forman en los órganos y producen dolores insoportables.

Algo que nunca impedirá que las lágrimas sigan invadiendo los rostros de la infancia que no tiene edad y que a través de los tiempos hace retornar el habla de Friedt (que no deja olvidar el látigo de la gramática que nos llama por nuestro nombre para cambiarlo por un número, no sin antes infundir el miedo que causa saber la igualdad y la diferencia del jugar siempre postergadas, frente a la insoportable prisa del examen):

De pronto, como un breve latigazo,

mi nombre, Friedt, estalló en el aula.

Yo me puse de pie, y un poco trémulo

avancé hacia la mesa, entre las bancas.

Era el examen último del curso

y al que tenía más miedo: la gramática.

Hice girar, resuelto, el bolillero.

Las dieciséis bolillas del programa

resonaron en él lúgubremente

y un eco levantaron en mi alma.

Extraje dos: adverbio y sustantivo.

Me dieron a elegir una de ambas

y elegí la segunda. -¿Y qué es el nombre? -

díjome uno y me asestó las gafas.

Sentí luego un sudor por todo el cuerpo,

se me puso la boca seca, amarga,

y comprendí, con un terror creciente

que yo del nombre no sabía nada.

Revolvía allá adentro, pero en vano,

me quedé en absoluto sin palabras.

Y empecé a ver la quinta en que vivíamos:

el camino de arena, cierta planta,

el hermano pequeño, mi perrito,

el té con leche, el dulce de naranja,

¡qué alegría jugar a aquellas horas!

Y sonreía mientras recordaba.

-¡Pero señor -rugió una voz terrible-,

el nombre sustantivo, una pavada!

-Torné a la realidad: sobre la mesa

los dedos de un señor tamborileaban,

cabeceaba blandamente el otro,

el tercero bebía de una taza.

Hacía gran calor. Yo tengo una

cara redonda, simple, colorada,

los ojos grises y los labios gruesos,

el pelo rubio, la sonrisa clara.

Yo quería jugar, no dar examen.

Darlo otro día, sí, por la mañana...

Se me nubló la vista de repente,

los profesores se me borroneaban,

adquirió el bolillero proporciones

gigantescas, fantásticas.

Oí como entre sueños: -Señor mío,

puede sentarse... -Y me llené de lágrimas.

(FERNÁNDEZ MORENO, 1969, pp. 170-171)

El juicio como medida del capital y la educación como espacio-tiempo de lo inconmensurable

En uno de sus últimos libros, la especialista en filosofías y religiones de la India, Chantal Maillard (2019), insinúa que emprender el camino del conocimiento, en las vías del hinduismo, implicaba la eliminación del juicio. Muy a contrapelo, el filósofo franco-marxista Étienne Balibar (2014) encuentra en el juicio una función democrática que hoy estaría amenazada por una sociedad que, contradictoriamente, tiende a expropiarla "en provecho de automatismos jurídicos o de decisiones de expertos" (p. 160). Esto parte también de una idea del juicio como una facultad o capacidad a la que suele asignársele una significación general considerada neutra, es decir, "la de una evaluación relativa a la adecuación de medios y fines, o a la cualidad de esos fines mismos" (Balibar, 2014, p. 159).

No obstante, la expropiación no parece ser tal en un contexto capitalista donde la razón evaluadora se expande en todo tipo de formas y plantea “el ‘valor’ como aumento indefinido, circulatorio y autotélico” (Nancy, 2006, p. 90), lo que lleva directamente a pensar la cuestión de lo que puede quedar por fuera o plantearse como una exterioridad al funcionamiento del capital que instala el orden del comercio hasta en los espacio-tiempos educativos. Como analiza Nancy (2006), esto hace del estar-juntos una excusa para el intercambio en términos de comercio de mercancías donde cada quien se reduce a ser comerciante o comerciado, y donde la violencia del capital hace de la singularidad “una particularidad indiferente e intercambiable de la unidad de producción” y de la pluralidad “una red de la circulación comercial” (p. 90). De ese modo, “la violencia del capital da la medida de lo que se expone” (p. 91, énfasis propio) mientras que en los disparatados sentidos de lo otro y del con anida una potencia de lo inconmensurable.

Nietzsche (2011) sugería que tal vez pudiera remontarse todo el origen de la moralidad a "la enorme agitación interior que se apoderó de la humanidad primitiva cuando descubrió la medida y la evaluación, la balanza y el peso", nociones que le llevarían a "dominios que no podría medir ni ponderar, que primitivamente no parecían tan inaccesibles" (p. 160). Varias pistas se asoman en el aforismo citado: a lo mejor el ciframiento cada vez más excesivo en que vivimos, y que torna los lugares públicos cada vez más inaccesibles (y privatizados) si no se posee la contraseña que habilita el ingreso, es el precio a pagar por esta suerte de culto a la cifra que promueve la razón evaluadora2. En este marco, el desciframiento nada tiene que ver con una aventura en búsqueda de algún objeto perdido (o sabiamente escondido), sino una práctica cotidiana del mercado en sus bolsas de valores y en sus criptas informáticas. Sin ningún ánimo de nostalgia identitaria, un desafío se advierte en ir a esos lugares y tiempos en que no se puede medir ni ponderar. Se entiende así que este podría ser, tranquilamente, el desafío de ir hacia la educación -quizá como ir hacia la infancia-: un espacio-tiempo (libre) fuera de toda medida. Algo de primitivo tal vez aloja el gesto de tornar accesible algo que la civilización ambiciona constantemente señar y contraseñar, es decir, privatizar.

Un par de anécdotas y una molestia copiona

Quien fuera mi maestra de Ciencias Naturales durante los dos últimos años de mi escuela primaria en la provincia de Córdoba, la seño Gladis, hizo en cierta forma lo mismo que años más tarde haría una exigente profesora de Economía en la universidad de la que me gradué: sin decírnoslo en forma obvia, ni nosotros advertirlo en primera instancia por carecer de alguna esfera cristalina, nos dictó (o sopló) las preguntas y consignas que tomaría en el examen. Todavía recuerdo aquella tarde que, con cierta prolijidad artística, y tomado por esa intuición que solo en la infancia es capaz de advenir, preparé las respuestas y dibujos que sigilosamente podría llegar a entregar si me las requerían. Con un nivel de complejidad incomparable, pasó algo similar junto a un compañero con quien nos juntamos para resolver, con ayuda de un tío economista, unos planteos que la profesora nos había dado de tarea previa al parcial y que, en realidad, se trataría del parcial mismo. Menos mal que, intuición de infancia mediante, resolvimos aquellas consignas que eran difíciles hasta para un economista experimentado. Lo bonito fue también la repetición de la estrategia en segundas instancias de evaluación con las mismas docencias y por si acaso, lo que fue muy acertado de nuestra parte y para nuestra suerte. Tal vez de esto se trate lo que conversaban Theodor Adorno y Howard Becker (1986) cuando el primero afirma:

Yo he observado, en un plano muy personal, que mi propia trayectoria, si existe realmente, tiene poco que ver con el talento individual, la inteligencia y categorías similares, sino que obedece más bien a una serie de azares afortunados que me permitieron eludir en mi formación el mecanismo de control [...] en mayor medida de lo que suele ser habitual. (p. 4)

La otra anécdota evoca la devolución (con su correspondiente nota) de uno de los primeros parciales rendidos en la carrera de grado. Ya rendirlo había sido algo extraño, puesto que durante toda la cursada previa se había insistido en el enfoque que suele apellidarse crítico y, a la hora del examen, se trataba de uno como cualquier otro en el que, en un tiempo cronometrado, había que responder una serie de consignas que requerían un desarrollo (pre)determinado. No obstante, llegado el día de la entrega de notas, sucedió un intercambio que siempre me quedó resonando... Recuerdo que una compañera me pregunta la nota que me saqué y, al contarle, en seguida responde que ella también, que teníamos la misma nota. Como una suerte de reflejo inconsciente, tal vez fogueado por lo que de infancia allí se guarda, le dije que no, que no podía ser la misma nota y que ese número por mucho que se pareciera en su forma, en realidad ocultaba los kilómetros (de trazos, de abrazos y des-abrazos) que había hecho cada uno para llegar allí. Intentaba ser una metáfora, pero alojaba también la presencia de ese saber tenebroso que un estudiante proveniente de una lejana provincia suele traer a cuestas cuando no olvida las despedidas, la soledad de los domingos y todos esos avatares complejos que vive alguien capaz de dejar a un millar de kilómetros el calor del hogar familiar, por aventurarse en una intuición y una búsqueda del espíritu que solo puede atravesarse en el cuerpo a cuerpo con los azares, las contingencias, los amores y los desamores. Todas estas relaciones pueden ocultarse en una misma nota que relaciona a dos o más estudiantes de igual modo, lo cual puede recordar también a cierto fetichismo de la mercancía: las relaciones sociales cruciales se disfrazan "bajo la forma de relaciones sociales entre cosas, entre los productos del trabajo" (Marx, citado por Žižek, 2009, p. 53).

Finalmente, la molestia va dirigida para los pedagogos moralistas de todo cuño, o los moralistas de la evaluación de toda especie. No voy a detenerme en listar las bellas formas de transgresión al mandamiento no copiarás que he visto a mi alrededor y al alcance de mi mano a lo largo de los años transcurridos en el sistema educativo. Tampoco voy a dar detalles de casualidades grandiosas como cuando la mamá de una compañera, que trabajaba en una librería, atendió a una profesora que fue a sacar las copias del insufrible y extenso parcial que nos tomaría horas más tarde... O de cuando mi amigo Juan, en medio de un parcial, sacó su teléfono cargado con todos los resúmenes que habíamos hecho. Ni cuando con otros dos amigos, uno más aplicado que otro, resolvimos de a tres un mismo examen mediante una estrategia que incluyó a dos cómplices más... Aunque no negaré que tuvo cierto encanto observar cómo una parejita de estudiantes aplicados, entregaban un excelente examen que habían realizado conjuntamente con algunos años de diferencia... Se trata, en suma, de esa expresión de lealtad y solidaridad que, como señala Magris (2004), constituye un fundamento de la ética: copiar y dejar(se) copiar. Porque quien sabiendo un poco más que otro no intenta soplarle lo que pueda (o, lo que es muy similar, darle un mínimo de oxígeno) se comporta como un pequeño canalla (por no decir más), devoto de las notas altas que considera su propio mérito y convencido de que su trayectoria está exenta de casualidad y de precariedad.

Se trata de entender que frente a los pesados deberes de la razón evaluadora a los que a veces hay que atenerse y desembarazarse cuanto antes, u otras directamente oponerse, también puede trazarse un juego comprometido y compartido que ayude "a soportar una vida con tanta frecuencia invivible e intolerable, agobiada no solo por el sufrimiento y la injusticia [...] sino asimismo por la obtusa seriedad" (Magris, 2004, p. 321). En este sentido, tampoco hay que dejarse engañar cuando algunos intentan convencer de que sin evaluación no habría estudio y de que no puede haber estudio si hay juego. Generalmente cierto conservadurismo encadena el estudio a significantes como severidad, presuntuosidad, formalidad y se olvida que su seriedad es la misma seriedad que tienen los juegos de infancia: inseparables de su vivacidad (que no supone superficialidad ni frívola mofa), de su pasión, de su libertad, su ironía y las intensas "ficciones de las que está hecha la vida" (Magris, 2004, p. 312). El juego enseña que no hace falta un verdugo para escaparse de la muerte, ni un examen para estudiar los enigmas del mundo.

Además, con poco podría atestiguarse que hay más estudio (y juego) en la preparación de ese arte de copiar que suele conocerse con el nombre de machete e invita a machetearse (otro nombre popular para la acción de copiarse, o mejor, atendiendo su filo: cortarse, como escindirse, de la lógica que presiona la memoria para la competencia). La copia burla así, por lo bajo, el intercambio o la sustitución que es criterio de la generalidad evaluadora y de su ley que solo determina la equivalencia de los sujetos en los términos que ella designa. Opera como una repetición cuya re-creación juega en los suelos de la transgresión y de lo insustituible que, como diría Deleuze (2002), "expresa una singularidad contra lo general" y se da "en favor de una realidad más profunda y más artista" (p. 23).

Problemas con la palabra exigencia

El movimiento de profanar la palabra exigencia a partir de una dimensión ético-educativa, como tal vez puede notarse en Giuliano (2018), entraña algún peligro. Sobre todo, olvidar que dicha palabra en sí se inscribe en una trama histórica que confirma su parentesco de sangre con otra que es su sinónima y posee un peso específico en el funcionamiento de la colonialidad: requerimiento (de 1512 a la actualidad)3. A lo mejor se pueda hacer hincapié en la dimensión ético-educativa sin poner el accionar que esta dimensión supone a la altura de la exigencia, emparentada también con la exacción (que supone cobros y deuda), con la imposición y la obligación. Además, la exigencia (pre)supone la potencia de la acción, en este caso donativo sin condición (ni espera de algo a cambio), que mantiene velado su costado de impotencia. Pues, si de una exigencia se trata, ¿qué garantiza que no pueda imponerse sistémicamente como elemento normalizador de competencia o excelencia a partir del cual adaptar a los sujetos de la educación? Posiblemente una respuesta pueda encontrarse en su posición de vulnerabilidad que se contrapone a las competencias y al lenguaje punitivo del éxito/fracaso. Sin embargo, tal vez se necesite un guiño más enfático sobre esa dimensión de impotencia, sobre lo que podemos no-hacer, no-saber o hacer no-sabiendo.

Macedonio Fernández (2004) decía que el no-hacer es la única arma para vencer al monstruo de la praxis, veía en el no-hacer un género en el que no se hicieron todos los progresos y quizá precisamente en ello radicaría su importancia. Siguiendo esta idea, Macedonio narra la historia de la llegada de un desconocido a una estancia cuyos habitantes sentían de a ratos la incomodidad de dudar de si no faltaría todavía algo que dejar de hacer. Ese desconocido calmoso, de tranquilo andar, por su desgarbo y modo reposado, despreocupado, les pareció que tenía aire de ser un experto en el no-hacer y que podría ampliarles el catálogo. De este modo, les explicó que había algo que añadir al puro no-hacer y que él descubrió en cierto burocratismo estatal, una forma de que el no-hacer se vea: "confeccionar toda clase de memorias e informes" (Fernández, 2004, p. 126). Así empezaron en la estancia las memorias e informes de cada no-hacer posible, una manera de autenticar el no-hacer y que no habían tenido en cuenta o bien habían omitido. En esta suerte de exigencia de autenticación, ¿no se da ciertamente la colonización del no-hacer por la razón evaluadora? Como si Macedonio ya hubiera advertido en su época, que hasta el no-hacer podría entrar en la atmósfera administrativa de la racionalidad evaluadora y su densidad burocrática. Por eso tal vez se vio en la necesidad de pensar en un neceser de la ociosidad compuesto, entre otras cuestiones, por promesas que solo cumple al volver a prometerles (ya que no las cumple de otro modo) o en las que "no fallará su incumplimiento" Fernández, 2004, p. 128).

También pueden venir a cuento algunas aguafuertes de Roberto Arlt (1994) dedicadas a la fiaca, al esfungiarse, al squenun y al tirarse a muerto. Formas del no-hacer que guardan cuidadosamente en reserva algún aspecto pedagógico liberador, más en una época donde la productividad y la hiperactividad azotan la vida cotidiana de tantas escuelas y tantas gentes. Un tiempo demasiado cronológico, en el que hasta la siesta está estrictamente medida, no se lleva bien con el desgano, el deseo de no hacer nada, la languidez, el sopor que suelen condensarse en la palabra fiaca. En este sentido, la negación a trabajar o a no-hacer no es premeditada (como en quien se tira a muerto), sino instintiva. Quien se tira a muerto hace como que trabaja, es decir, finge que trabaja cuando puede ser visto por alguna autoridad, pero en realidad vive al ritmo del dolce far niente: en la escuela, Arlt (1994) lo ejemplifica con quien levanta la mano al último para dar la lección o, si conoce las mañas del docente, levanta el brazo siempre que no vaya a llamarlo -haciendo creer que sabe la lección- y así gana tiempo libre (o gana escuela, que también podría decirse).

Diferentes son las figuras del squenun y del esfungiarse. La primera viene del italiano (squena dritta) y se asocia a la gente de espalda derecha que carece de agobio por una laudable y persistente voluntad de no hacer nada, de no afligirse por nada y tomar la vida con una serenidad tal que una de sus pocas pretensiones es que no le molesten. Figura del cinismo de la holgazanería, no se preocupa en ocultar su tendencia a la vagancia. Por otra parte, la figura condensada de la fiaca puede encontrarse en quien se esfungia, quienes no hacen ni bien ni mal, no roban ni estafan, no juegan ni apuestan, no pasean ni se divierten. Dice Arlt (1994) que la fiaca "les ha roído hasta el tuétano" y tan aburridos están "que, para hablar, se toman vacaciones de minutos y licencias de cuarto de hora", pero son los únicos que "conocen los misterios y las delicias de la vida contemplativa" (p. 154). La figura antagonista a esta última, para Arlt (1994) es la del almacenero, es decir, la del comerciante que odia a quienes se tiran a muerto, a quienes se esfungian, a quienes no trabajan, porque quisiera "ver la tierra convertida la mitad en un almacén y la otra mitad en dependientes de ella" (p. 153), y porque su mayor regocijo es inclinarse ante el haber y el no haber bajado nunca de ese tren de laburo que comienza a las cinco de la mañana y termina a las doce de la noche.

Si esta dimensión ético-educativa verdaderamente se apoya en un dar desinteresado, que no espera cosecha ni rédito posterior, ¿podrá esa "exigencia" dar también lugar y tiempo para la fiaca en alguna de sus variantes como principal modo, quizá, de que el enseñar y el estudiar no se apresen en la perspectiva almacenera del mundo? El ruido del tren puede ser cada vez más silencioso, pero eso no quita las historias de explotación que guardan las vías sobre las que todavía circula...

Inteligencia y extractivismo: bretes del maestro ignorante ante el arte (d)evaluador

Hay quienes piensan a docentes y estudiantes, dentro de un modelo extractivista, como vacas lecheras a las cuales debe ordeñárseles hasta el agotamiento. En este sentido, podría echarse mano de Carlos Astrada (2006) cuando decía: "A la inteligencia no se la ordeña, aunque la vaca puede simbolizar perfectamente [...] una mentalidad, la de los vacunócratas" (p. 138). Además de tratarse de una mentalidad probablemente oligárquica, otro sentido aloja la expresión: seguro más de una vez cualquiera habrá escuchado la expresión "me vacunaron en el examen", lo cual remite no precisamente a una acción inscripta en la salud pública, sino a un procedimiento vinculado al dolor, más precisamente al que se produce cuando mediante la aguja de una jeringa se penetran los tejidos dérmicos y musculares para inocular un anti-cuerpo. Es cierto que también es una manera de administrar la muerte, vía inyección letal y el procedimiento es el mismo, pero con algún médico/verdugo presente y una audie cia morbosa que suele atestiguar el espectáculo eficaz de cómo al ingresar un extraño líquido al cuerpo se puede ir apagando una vida humana, una historia singular y una voz que difícilmente mucha gente vaya a recordar. No obstante, adquieren gran fama las enfermeras y las farmacéuticas que vacunan con tal delicadeza que ni se siente la aguja entrar, un procedimiento sutil tan refinado que apenas puede detectarse un rato después de concretado, cuando el cuerpo reacciona de alguna manera frente a la detección de que algo raro ha entrado en él por algún lugar. Podríamos decir así, no que estamos en contra de las vacunas per se, pero sí de los vacunócratas que intentan ordeñar (y embrutecer) la inteligencia para seguir alimentando su modelo extractivista, devotos de la razón evaluadora que tanto gusta de vacunar (con bruta pasión o refinada sutileza) y administrar la muerte vía exámenes letales o vía evaluaciones dosificadas que siempre anteponen el anti al cuerpo.

A esta altura del partido, no será noticia que la cara oculta de la llamada excelencia académica es una lógica desigualitaria de sometimiento que tiende a jerarquizar a unos e inferiorizar a otros. Sus procedimientos suponen que la memoria es la inteligencia, que repetir es saber y que la comparación dota de certeza. A lo sumo, tal como afirma Rancière (2007), "la desigualdad existe en el orden de las manifestaciones de la inteligencia, según la mayor o menor energía que la voluntad le comunique a la inteligencia para descubrir y combinar nuevas relaciones" (p. 44, énfasis propio), lo cual pareciera situar el asunto al nivel de un sujeto plenamente consciente (o transparente) y soberano de sí mismo que podría manejar su inteligencia a gusto y piacere. Aunque Rancière (2007) utiliza el término voluntad como "el poder de moverse, de actuar según el movimiento propio, antes que ser una instancia de elección" (p. 75), Deleuze (1995) enseña que

La aventura de lo involuntario se encuentra a nivel de cada facultad [...], los signos sensibles nos fuerzan a buscar [...], pero con ello movilizan una memoria involuntaria (o una imaginación involuntaria nacida del deseo) [...]. Desencadenan en el pensamiento lo que menos depende de su buena voluntad: el propio acto de pensar. (pp. 181-182)

De ahí que el deseo no solo se aleja de los ecos voluntaristas y pone en juego dimensiones corporales que se escapan a la mera conciencia del sujeto, sino que permite pensar facultades como la inteligencia, la memoria o la imaginación, en sus formas involuntarias que facilitan manifestar y alcanzar su propio límite a partir de lo que solo ellas pueden interpretar. Así también, casi sintomáticamente, luego Rancière (2007) aclara que concibe la voluntad como "ese deseo de comprender y hacerse comprender" sin el cual nadie "podría jamás dar sentido a las materialidades del lenguaje [...], no se trata del irrisorio poder de levantar el velo de las cosas, sino de la potencia de traducción que confronta a un orador con otro" (p. 87). Entonces, en primera y última instancia, es el deseo el que le transmite energías a la inteligencia y le otorga posibilidades (e imposibilidades) de explorar, combinar, improvisar, narrar y traducir relaciones.

Por tanto, no se puede medir la inteligencia: apenas podemos visualizar algunos de sus efectos. Quizá por ello Rancière (2007) diga que "es necesario ser sabio para juzgar los resultados del trabajo, para verificar la ciencia del alumno" (p. 48, énfasis propio), al contrario de un maestro ignorante que haría menos y más a la vez: "No verificará aquello que el alumno ha encontrado, sino que haya buscado. Juzgará si ha prestado atención" (p. 49). Frente a esta orientación habría que realizar algunas observaciones. Juzgar a alguien por su atención en tal o cual o proceso de búsqueda es, cuando menos, complejo, más cuando sabemos que en educación el juicio está asociado esa racionalidad evaluadora que involucra procesos de valoración-clasificación y dispositivos de examen o evaluación (Giuliano, 2020b). Pero Rancière (2007) quisiera ir por más sugiriendo que existe un arte del examinador ignorante que consiste en "conducir al examinado a objetos materiales, a frases, a palabras escritas en un libro, a una cosa que él puede verificar con sus propios sentidos" (p. 50). Podríamos comenzar, entonces, por no naturalizar lo verificable por los propios sentidos (pensemos en la experiencia de la lectura, siempre singular, por ejemplo) y del mismo modo la relación examinador/examinado. Por ende, aquí radica un aprieto que viene bien poner de manifiesto ya que hasta el propio Rancière en una reciente conversación (Giuliano, 2017a) ubica al examen como un aspecto propio de la lógica desigualitaria y que no tiene la vocación de emancipar.

Entonces, frente al panorama del arte examinador que inscribe al maestro ignorante en la razón evaluadora, ¿en qué lugar queda la emancipación y en qué lugar queda la lógica examinadora-desigualitaria en el maestro ignorante cuando dice que la instrucción que convida está fundamentada en la verificación de la búsqueda continua? ¿Se trata de una examinación (o evaluación) continua? Tal vez, un aspecto emancipatorio pueda hallarse en la idea de que "quien busca siempre encuentra. No necesariamente encuentra lo que busca, mucho menos lo que se debe encontrar" (Rancière, 2007, p. 51), pero encuentra algo nuevo para relacionar con lo que ya conoce. En este sentido, aventurarse en la búsqueda -siempre singular- puede ser un desvío o un desviarse del camino (pre)establecido hacia el punto de llegada de una determinada lección o de un exigido aprendizaje. Una aventura intelectual que implica la cuestión de revelar (y rebelar) una inteligencia a sí misma: siempre hay algo por relacionar, algo por buscar o encontrar, algo acerca de lo cual puede preguntar(se) e invitar a viajar por el enigmático multiterritorio de los signos.

Según Rancière, en la inteligencia reside el poder de la igualdad que es condición de posibilidad para lo común. En este sentido, lo común se sitúa entre inteligencias como un puente que las comunica. Una pregunta sobre el pensamiento, un pensamiento sobre la pregunta: enseñanza sin tratados, inteligencia que mira al azar. Pero evaluar y la racionalidad que supone, desprecia la enseñanza improvisada, tanto como el azar o la adivinanza... La ficción evaluadora prefiere escuchar al otro decir "no puedo" (aunque en la mente no ocurra nada que se corresponda con esa aseveración) o que no desee decir nada, que se retire o se olvide de sí antes de errar, o tropezar, aunque adoptar esa misma posición lo signifique de manera trágica. De aquí la relación -entre unos y otros- a partir de la comparación: embrutecimiento que los explicadores solidifican en el control infinito de sus explicaciones.

Desviarnos de la razón evaluadora invita a preferir tropezar ante la mirada (no-evaluadora) de los demás, antes que la desgracia devenida de la parálisis nerviosa para caminar o el temor orgulloso que calla voces y disfraza silencios de (falsa) humildad.

Cuando el sujeto desea la evaluación

¿Qué sucede cuando el sujeto demanda o desea ser evaluado? No resulta extraño en una época en que la razón evaluadora se ha ubicado en el corazón de las actividades como el elemento central que determina todo lo demás y busca captar el consentimiento de los sujetos -como se analiza en Giuliano (2019a; 2020c)-. Bénédict Vidaillet (2012) plantea que hay quienes quieren o desean ser evaluados porque habría una demanda oculta o latente que cumple ciertas funciones psíquicas, e indaga por qué el sujeto solicita su implementación aun corriendo el riesgo de que desaparezca lo que de sí es más singular. Así aparece el Otro como parte de una comparación abierta a partir de resultados visibilizados en nombre de la transparencia y que serán vistos no solo como modelo o contramodelo, sino sobre todo como parámetro de competición, es decir, como soporte de la comparación a partir de criterios y objetivos a alcanzar. Entonces, para Vidaillet (2012), la demanda de evaluación es una demanda de definición de identidad a partir de una comparación en función del Otro y va acompañada de una angustia omnipresente porque nunca se sabe realmente qué espera el Otro de uno... ¿qué pretende? ¿qué (me) quiere (che vuoi)?

El núcleo de esa angustia es una incertidumbre absoluta, tan difícil de soportar que se intenta disolver los puntos ciegos o incorporar la mirada vigilante como autoevaluación que apoyaría una ilusión de seguridad y, por tanto, de completud. Una mirada (evaluadora) constante que se supone da un sentido de consistencia e identidad y posibilitaría deshacerse de toda incertidumbre y cuestionamiento. Como un círculo vicioso que hace un collage total entre adentro y afuera, se prescinde de las preguntas, se sabe lo que es bueno en tanto útil, lo que hay que hacer para pasar, para cambiar de categoría, de lugar simbólico, de lugar de reconocimiento, aunque luego estos lugares se con-fundan como los de evaluador y evaluado -en los que todo evaluado es un evaluador en potencia (en primer lugar, de su propio evaluador; lo que podría sugerir en la evaluación un movimiento de 360° cual cámara moderna de seguridad que posibilita captar un amplio rango, pero no se mueve del mismo lugar)-.

Yves Charles Zarka (2009) mira la evaluación como un poder supuesto saber, jugando con la idea lacaniana de sujeto supuesto saber, y se pregunta por qué movilizarse contra él/ella si acaso sería el medio para descubrir los posibles defectos de un sistema, una institución o una práctica. Lo que le lleva a pensar que rechazar la evaluación marcaría un paso conservador si por ella se entiende el medio para adaptarse a los progresos o acelerados cambios del mundo actual. Entre sus términos principales se encuentra una coordinación que hace de la eficiencia, la economía, la adaptación y la innovación los hilos que se enhebran para el logro de objetivos en la forma más rápida, directa y efectiva posible. El filósofo oriundo de Túnez halla en esto un bucle ideológico en tanto se ofrece una imagen invertida de la realidad que sería la parálisis, la perturbación y la arbitrariedad que implica la evaluación. Se oculta así el resorte interno más profundo que sería un poder que se supone saber, pero también creador de valores como enunciación de una norma de la verdad, con pretensiones científicas sustentadas en instrumentalizaciones para garantizar su hegemonía y cubrir sus arbitrariedades. Por eso coincidimos con Zarka (2009) en que hay que responder ¡falso! a quienes dicen que rechazando la evaluación no hay manera de considerar una acción, una enseñanza, una práctica, una búsqueda, ya que incluso supone tres operaciones complicadas (por su atropello) en sí mismas:

  1. Establecer valores. Se establecen ante el juicio, ya que lo preceden porque se basan en una apreciación previa de lo que vale y lo que no, y fueron objeto de una elección particular que plantea, impone, jerarquiza y privilegia determinados contenidos en detrimento de otros.

  2. Ocultar la naturaleza subjetiva y relativa de los valores. Transforma cualquier determinación cualitativa en una determinación cuantitativa, mediante la generalización del cifrado y una escolástica numérica, para justificar un ranking, una jerarquía, una estandarización.

  3. Jugar con la transparencia y la sombra. Se cubre la razón de los valores impuestos como si fueran evidentes, mientras se establecen contra otros, se oculta la arbitrariedad de los evaluadores en nombre de la protección de la objetividad; de aquí que el lenguaje de la razón evaluadora opere en el modo de la doble verdad: la que se hace pública y la que debe permanecer oculta.

Todo intenta justificarse entonces desde la supuesta neutralidad al mismo tiempo que se impone producto de una voluntad particular que se manifiesta mediante juicios que enmascaran la subjetividad y la relatividad, pero más aún, la arbitrariedad. Cuanto más transparentes se declaman las pericias (como en las normas de acreditación que, cual regímenes de verdad, buscan dotar de legitimidad los procesos), más intenta velarse su potencia de dar muerte (simbólica). Aquí es donde entra lo grotesco que Zarka (2009) identifica en los expertos que poseen, en virtud del poder, un conocimiento (y una capacidad) que se supone mayor, más relevante y válido, que el de a quienes juzga. Por eso pueden comportarse como adivinos que leen y son capaces de juzgar lo venidero de, por ejemplo, investigaciones futuras -en función de temas prometedores-. Así, lejos de evitar que se abuse del poder que se les atribuye en un momento dado, la razón evaluadora conduce a ello. Esto último puede verse en los efectos que Zarka (2009) denomina mimesis y refiere a esa dinámica que consiste en el esfuerzo por cumplir con los requerimientos de la evaluación y la satisfacción de los evaluadores a como dé lugar.

A su vez, en el marco de la particular estandarización generalizada que promueve la razón evaluadora, podríamos coincidir con Zarka (2009) en que esta crea adversarios, incluso enemigos, a erradicar, a reducir o confrontar, que son determinados por su resistencia, rechazo, disputa y su rebelarse contra ella. Asimismo, todo acontecimiento, todo lo que puede aparecer en un momento específico como inclasificable, extraño o inesperado, es posible de ser visualizado como antagonista. Se trata de la exclusión que convive en el interior de una racionalidad siempre inclusiva en primera instancia, por lo que Zarka (2009) no se equivoca cuando caracteriza a la evaluación no solo como un poder disciplinario y sancionador, sino también como un poder que tiene buena conciencia. La relación íntima entre infamia y buena conciencia es explorada por Mèlich (2014) que define esta última en función de aquella como "la satisfacción por el servicio prestado y el deber cumplido. Es el orgullo que uno siente al ser fiel a la ley" (p. 239), exactamente lo que sentían aquellos militares que solo cumplian órdenes mientras torturaban, desaparecían militantes, se apropiaban de infancias, y luego se amparaban bajo el patético artificio jurídico de la obediencia debida.

¿Será que, en educación, el poder supuesto saber de la razón evaluadora con su buena conciencia presentifica la obediencia debida al reactualizar los términos que le permiten ejercer cierta tortura, intentar desaparecer cualquier militancia en su contra y apropiarse de las infancias? Tal vez el núcleo duro de la angustia citada pueda ser una respuesta, pero también la desobediencia enseñante de cada día.

Las balas de una razón (a propósito de The politecnique, de Denis Villeneuve)4

Un joven se encuentra arrinconado, con poco tiempo, a unos quince minutos de cometer una masacre inolvidable para su pueblo y quitarse la vida. Esos quince minutos los destina a escribir, una carta, un alegato, tal vez cierta confesión, aunque probablemente se trate más de un llamado de atención... Pues allí habla de las razones politicas y no-económicas que lo conducen: los últimos siete años de su vida no han reportado alegría alguna, han sido fundamentalmente anónimos; en más de una ocasión ha sido rechazado por anti-social y ello ha causado su deseo de elaborar un plan para poner fin a su padecimiento. Mientras tanto, ha proseguido sus estudios de manera aleatoria ya que, como conocía su destino de antemano, nunca le interesaron realmente. Eso no impidió que obtenga muy buenas notas a pesar de su política de no esmerarse y de la falta de estudio antes de los exámenes... De hecho, se considera una persona racional que ha sido obligada a tomar medidas extremas, más allá de que los medios luego lo llamarán asesino demente. Él mismo se preguntaba: ¿Por qué perseverar en existir solo para complacer al gobierno?

Pide perdón por la brevedad de su carta, seguro habría querido argumentar mucho más o justificar su excepcionalidad, pero el tiempo corre y solo queda un instante para dejarle una breve esquela a su madre, diciendo: "Mamá, lo siento, era inevitable". Esas fueron sus últimas palabras depositadas en una hoja de papel que tiempo después su madre encontraría en su nevado y frío buzón. El mismo buzón y la misma madre que nunca recibirían otra carta que les estaba destinada y que una de las sobrevivientes ensayaría para des-ahogarse y decir algo sobre un estar íntimamente conectadas, aunque no se conocieran.

Sobre ella, la sobreviviente: escribe que tiene miedo, por más que todos le digan que es fuerte. A veces quisiera gritar por todos los cielos que ha sido herida no solo físicamente, quisiera hacerse una bola como un animal herido y esperar que pase. Todos los días piensa en su amiga que murió en sus brazos, piensa en todos los amigos que murieron y fueron heridos ese día, piensa en las mujeres de todas las edades que fueron heridas en su alma ese día. Mientras, sigue escribiendo y una esperanza crece...

Sobre él, el portador de las balas: la planificación responde quizá a una sobre-adaptación a un sistema que no da tiempo o lo cronometra distribuyéndose entre razones científico-técnicas o examinadoras/evaluadoras. Y tiene razón: no hace falta comprometerse con el estudio cuando de pasar exámenes o a pasar pruebas se reduce un espacio educativo y, por tanto, ético-político. El sujeto, en su afán racional, queda atrapado entre la nostalgia y cierta ciencia: una en la que el asesinato (de otros y de sí) está lógicamente justificado y planteado como inevitable. ¿Cuántas veces habrán matado a este joven para convencerlo de un destino asesino e inevitable de torcer o desviar? Tal vez tendríamos que pensar en los asesinatos más o menos sutiles que suceden diariamente en nombre de tantas razones... porque algo de asesino carga nuestra cultura y, por ende, nuestra formación. Por tanto, quizá la pregunta sea: ¿Cómo neutralizar al asesino que la sociedad ha formado y conformado en cada quien?

Una respuesta que interpela la podríamos encontrar en la gestualidad ético-educativa que se halla en la epístola de la sobreviviente: el miedo se convierte en escritura, el cansancio en grito, la herida en el peso del mundo que demanda respuesta, la desconfianza en un potencial acto de enseñanza. Una escritura que no se entrega (aunque se dé), un grito por las heridas del mundo y el tiempo que no las cura, una enseñanza sobre la amorosidad y el afecto del lugar. Tal vez en estos gestos radique, sin condición y sin coartada, la chance de torcer lo inevitable o, al menos, evitar una escena final en la que un joven jala el gatillo apuntando a una compañera y luego hacia sí mismo dejando dos cuerpos unidos por el mismo suelo en que yacen eternamente distanciados por la decisión y las circunstancias que llevaron a cada uno a ese lugar, aun cuando su sangre se junte ante el blanco y negro de las cámaras o el morbo del número de muertes. Aquí quizá la igualdad sea la del desamparo, ¿quién podría señalar con absoluta certeza quién es la víctima?

La escuela de Fierro

Un importante antecedente de lo que se insinúa con la idea de "descolonización de la scholè" (Giuliano, 2019c; Giuliano y Skliar, 2019) tal vez podríamos encontrarlo en Herminia Brumana (1958), una maestra y activista argentina que en 1939 publica un libro dedicado al Martín Fierro donde convida una lectura filosófico-educativa de este, y en cuyos pasajes pueden hallarse fragmentos que se clavan como un puñal en el presente:

La escuela que prepara al alumno con finalidad práctica, es una escuela interesada, inhumana, que por acaparar el mañana descuida el hoy, tan importante como aquél. Ella debe ser medio de vida no objetivo [...]. Así como el juego realizado ex profeso para el desarrollo del cuerpo no es juego, o sea esencia de una actividad por ella misma, sino ejercicio físico, la escuela no es tal si no se orienta en el sentido de la esencia por sí misma, es decir del estudio, y sin la persecución de adquirir conocimientos que aplicará en una actividad proficua más o menos lejana.

Llena de horas inútiles ha de ser esta escuela llena de espacios perdidos y de vagar y divagar ratos enteros, donde tengan cabida leyendas y cuentos, y materias sin aplicación inminente como los latines y las filosofías, porque todo esto me dará el gusto por la vida y aprenderé mi oficio o menester cuando llegue mi momento, en base a todo lo que aprendí para nada. (p. 477)

Excursión, salida, escaparate: insumisión, huelga, pereza

José María Ramos Mejía (1904) insinuaba que aquello q "colora de los más variados tintes nuestras sensaciones, extravía el juicio" (p. 181). ¿Qué podría ser precisamente lo que alimente la palestra de sentidos y habilite una salida del circuito propuesto por la razón evaluadora? Esta podría ser una cuestión cardinal mientras los evaluadores siguen preguntándose cómo domar, bajo juicios tiernos o rigurosos, su densa melancolía y el grito mudo de a quienes despellejan.

La expansión y multiplicación de la evaluación es, para Lazzarato (2013), "asimilable a una expropiación y a la desposesión del poder de obrar" (p. 162). Como sugieren Butler y Athanasiou (2017), ese sentido de la desposesión "significa una inaugural sumisión del sujeto-a-ser a las normas de inteligibilidad" (p. 15) y, en general, trabaja como un aparato "a menudo paternalista cuyo fin es el control y la apropiación de la espacialidad, movilidad, afectividad, potencialidad y relacionalidad de los sujetos (neo) colonizados" (pp. 25-26)5. Es lo que puede verse en los mencionados aparatos de empequeñecimiento y mercantilismo pedagógico que buscan capturar la potencia y la impotencia en sus redes de responsabilización subjetiva que somete a los sujetos a sus normas de inteligibilidad. Por esto también Lazzarato (2015) caracteriza la sujeción contemporánea como una evaluación infinita que hace del sujeto su primer juez, interiorizando el conflicto de manera que cualquier queja se vuelve contra uno mismo (y no contra las relaciones de poder) ya que uno mismo es "quien elige, quien decide, quien manda", quien "corresponde a su plena y cabal alienación" (p. 186). Esto sucede en un contexto de excesiva codificación que permite la medida, el control, la "cuantificación de lo que se consideraba no cuantificable (las opiniones, los afectos, la atención, los gustos, las temporalidades sociales, etc.)" y que extiende "la escritura matemática de las cotizaciones de los activos financieros a las 'redes sociales'" (p. 192).

Sobre la relación entre responsabilización y juicio, Nietzsche (1984) decía que "nadie es responsable de sus actos; nadie lo es de su ser; juzgar equivale a ser injusto. Esto es verdad también cuando el individuo se juzga a sí mismo" (p. 72). El pensador rumano, Emil Cioran (2014b), parece decir algo bastante similar: "Nadie es responsable de lo que es, ni siquiera de lo que hace. Esto es evidente y todo el mundo está más o menos de acuerdo en ello. ¿Por qué entonces exaltar o denigrar?" (p. 59). Pero el problema no queda librado al azar, sino que instala un antagonismo al intentar delinear una respuesta que justifica la exaltación y la denigración al concluir que (ese) "existir equivale a evaluar, a emitir juicios, y la abstención, cuando no es producto de la apatía o de la cobardía, exige un esfuerzo que nadie quiere hacer" (Cioran, 2014b, p. 59). Por supuesto, el tono de generalidad, con las correspondientes pretensiones de universalidad que lo acompañan, no incluye en absoluto una aclaración sobre que se trata de un modo de existencia posible entre muchos otros. Además, como si, por el mero hecho de respirar, cualquiera pudiera ir exhalando evaluaciones y juicios por la vida. Sin descuidar que abstenerse pareciera adquirir la forma de una labor que solo podría estar al alcance de cobardes y apáticos.

O a lo mejor estamos confundidos y existir consiste en esa equivalencia meramente, por eso a alguna gente se le dice: "No existís" o, en una contracara cartesiana, se supone la inexistencia de quienes no dudan (no piensan). ¿Será por lo mismo que un Cioran (2014a) anterior dice "si comparar fuera inseparable de vivir, la revelación de nuestra ínfima presencia nos aplastaría" (p. 29)? Así es que algunos modos de existencia pueden ser abiertamente invivibles y tornar también de ese modo la vida de los otros: "arrastrados en un séquito fúnebre hasta el Juicio [... ] montaje escénico de la agonía, la necesidad de dinamismo hasta en los estertores" (Cioran, 2014a, p. 78).

Si, como dice Cioran (2015), "la abstención en común, la suspensión colectiva del juicio, apenas es viable" (p. 65.), ¿por qué no instalar en esa mínima viabilidad el juego insurgente de lo irresoluble? Una mínima chance de no seguir alimentando la expansión y su sed colonial de irrevocabilidad, pues "como toda forma de expansión entraña una sed de lo irrevocable, ¿se imagina alguien a un conquistador que suspendiera el juicio?" (Cioran, 2015, p. 63).

Las calificaciones destruyen, disecan adjetivos, mientras los sentidos frescos se deleitan en su universo que nos enreda en evaluaciones. Por esto se dice también que no hay juicio que "no eche raíces en lo inmediato o no suponga un deseo de ceguera, sin el cual la razón [evaluadora] no descubre nada manifiesto a lo que poder fijarse" (Cioran, 2015, p. 60). Frente a este panorama, y retomando la pregunta planteada, resulta tentador volver a Nietzsche (1984):

Los grados del juicio deciden en qué dirección se dejará arrastrar cada uno por este deseo; hay continuamente, en cada sociedad, en cada individuo, una jerarquía de bienes según la cual determina sus actos y juzga los de los demás. Pero esta escala de medida se transforma constantemente, a muchos actos se les llama malos y no son más que estúpidos [...] al mirar hacia atrás, toda nuestra conducta y todos nuestros juicios parecerán tan limitados e irreflexivos como la conducta y los juicios de los pueblos salvajes y atrasados nos parecen hoy limitados e irreflexivos. (pp. 104-105).

Como si se tratara de un rompecabezas de los modus vivendi, podría retomarse otra pregunta de Cioran (2015): “Puesto que todo vale, ¿con qué derecho habrían de escapar a esa equivalencia universal, que necesariamente las condena a la nulidad?” (p. 62). Así, tal vez como respuesta, pueda entenderse mejor el planteo de que “el derecho de resistencia no se ejerce solamente contra un opresor exterior, sino que también y en primer lugar contra un abuso de poder interno” (Balibar, 2014, p. 260), del mismo modo que implica sublevarse contra el rol del opresor independientemente que afecte a propios o a otros. Es entender también que, frente a la desposesión que genera la razón evaluadora, la insumisión es la principal respuesta que puede nuclear movimientos colectivos: un rechazo, una interrupción, una desobediencia a la sumisión, a la sujeción, al sometimiento. El gesto de insumisión convoca al mismo tiempo al de la insurrección, la insubordinación, la sublevación, la conspiración, la sedición, el levantamiento, el motín, la revuelta, la rebelión.

Como relata Balibar (2014), insumisión es el término reglamentario que designó el estatuto de jóvenes que rechazaron “realizar su servicio militar o unirse a las unidades a las que han sido asignados” (p. 260). Se trata de una toma de posición que al des-territorializarse permite contrariar las asignaciones, las categorías y las identidades dictaminadas por la sociedad capitalista. En palabras de Lazzarato (2015):

El rechazo implica una acción que se aparta de la división del trabajo y da acceso a lo que es imposible en ella [...] tiene causas y metas, la ruptura que expresa cobra vida en virtud de un deseo sin verdadera causa es la ruptura de la causalidad la división del trabajo, de la producción, de la valorización), y sus metas no preexisten a la ruptura, que fuerza a inventar nuevas maneras de ser y actuar. (p. 250)

De allí la potencia de la huelga pedagógica que bloquea la valorización del capital, es decir, que bloquea la evaluación en general, pero también que permite la salida de sus asignaciones y hace surgir un tiempo de suspensión de los dispositivos de explotación y dominación. Es la huelga que viene, la que detiene la razón de evaluar y convoca a sustraerse de sus técnicas de sojuzgamiento: un intento de escapar del círculo encantado de la productividad. Una aspiración al mínimo y a la falta de rendimiento como forma vital de dejar inexplotadas buena parte de nuestras energías. Tal vez un tiempo de pereza que admita una desidentificación, que promueva una acción política de desaceleración y que necesita de la educación como forma de descolonización.

Referencias

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El mero entrenamiento de la memoria (en los temas de evaluación) no necesita de estudiantes, sino de atletas cognitivos. También requiere de una programación siempre en futuro simple de una primera persona del singular, que no difícilmente se torna una primera del plural cuando se coincide obsecuentemente con los tiempos de la gestión.
Un abordaje más detallado sobre la configuración de ese culto, llamado evaluacionista, podría encontrarse en Giuliano (2020).
Se trata del documento colonial conocido como El requerimiento, esa explicación sumaria de la doctrina cristiana y su justificación jurídica de sujetar a pueblos originarios a su poder, estableciendo una matriz de desigualdad como ley y que tiende a repetirse sintomáticamente en la educación cada vez que se instala un requerimiento que manda y ordena a unos sobre otros (Giuliano, 2017b).
Este fragmento aporta otros relieves a la exploración contenida en Giuliano (2019a) donde se pregunta por la realidad de la ficción evaluadora y la ficción de la realidad evaluadora.
En un sentido ligeramente diferente, y en clave pedagógica, Cioran (2015) sostiene que frente a la civilización que nos enseña a apoderarnos y adueñarnos de las cosas, donde cada nueva adquisición significa una cadena más, resulta fundamental la enseñanza que incurra en el arte de desprendernos de ellas, pues no habría libertad sin la enseñanza de la desposesión.
Giuliano, F. (2020). Fragmentos (literarios, pedagógicos, filosóficos) de una crítica de la razón evaluadora. (pensamiento), (palabra)... Y Obra, (24). https://doi.org/10.17227/ppo.num24-11726

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2020-07-01

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Giuliano, F. (2020). Fragmentos (literarios, pedagógicos, filosóficos) de una crítica de la razón evaluadora. (pensamiento), (palabra). Y Obra, (24), 62–81. https://doi.org/10.17227/ppo.num24-11726

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