Devenir posnaturaleza. De la naturaleza instrumentalizada al paisaje posnatural en la obra After Alife Ahead (2017) del artista Pierre Huyghe
DOI:
https://doi.org/10.17227/ppo.num31-20804Palabras clave:
arte, naturaleza, posnaturaleza, posmodernidad, paisajeResumen
Este artículo aborda la complejidad histórica del término naturaleza como un significante instrumental y polisémico. Un término que, como la misma práctica artística, es también dinámico y mutante, tanto en términos materiales como dialécticos. Desde ahí, y asumiendo la imposibilidad de abarcar en su totalidad la complejidad de los entramados socionaturales que dan sentido al término, se propone un recorrido por la representación de la naturaleza en el paisaje de tres obras artísticas pertenecientes a tres momentos distintos: el Renacimiento, el Romanticismo y la actualidad, que ejemplifican la posterior deriva de su carácter antropocentrado hacia su resignificación y superación. Además, se introduce el término posnaturaleza, y se analiza su pertinencia conceptual en la obra After Alife Ahead (2017) del artista Pierre Huyghe, como un caso de estudio y un marcador simbólico que asume el condicionamiento antrópico del entorno, al tiempo que activa la producción de nuevas subjetividades antropodescentradas.
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Recibido: 13 de febrero de 2024; Aceptado: 1 de marzo de 2024
Resumen
Este artículo aborda la complejidad histórica del término naturaleza como un significante instrumental y polisémico. Un término que, como la misma práctica artística, es también dinámico y mutante, tanto en términos materiales como dialécticos. Desde ahí, y asumiendo la imposibilidad de abarcar en su totalidad la complejidad de los entramados socionaturales que dan sentido al término, se propone un recorrido por la representación de la naturaleza en el paisaje de tres obras artísticas pertenecientes a tres momentos distintos: el Renacimiento, el Romanticismo y la actualidad, que ejemplifican la posterior deriva de su carácter antropocentrado hacia su resignificación y superación. Además, se introduce el término posnaturaleza, y se analiza su pertinencia conceptual en la obra After Alife Ahead (2017) del artista Pierre Huyghe, como un caso de estudio y un marcador simbólico que asume el condicionamiento antrópico del entorno, al tiempo que activa la producción de nuevas subjetividades antropodescentradas.
Palabras clave:
arte, naturaleza, posnaturaleza, posmodernidad, paisaje.Abstract
This article addresses the historical complexity of the term nature as an instrumental and polysemic signifier. A term that, like artistic practice itself, is dynamic and mutable, both in material and dialectical terms. From this standpoint, and assuming the impossibility of fully encompassingthe complexity of the socio-natural frameworks that give meaning to the term, the article proposes a journey through the representation of nature in the landscape of three artistic works from three different periods: the Renaissance, Romanticism and the present day. These exemplify the subsequent shift from its anthropocentric character towards its resignification and transcendence. Furthermore, the term post-nature is introduced and its conceptual relevance is analyzed in Pierre Huyghe’s work After Alife Ahead (2017), as a case study and a symbolic marker that acknowledges the anthropic conditioning of the environment while activating the production of new anthropocentered subjectivities.
Keywords:
art, nature, post-nature, postmodernity, landscape.Resumo
Este artigo aborda a complexidade histórica do termo natureza enquanto significante instrumental e polissémico. Um termo que, tal como a própria prática artística, é também dinâmico e mutante, tanto em termos materiais quanto dialéticos. A partir dessa perspectiva, e assumindo a impossibilidade de abarcar completamente a complexidade das estruturas sócio-naturais que dão sentido ao termo, o artigo propõe um percurso pela representação da natureza na paisagem de três obras artísticas pertencentes a três períodos diferentes: o Renascimento, o Romantismo e a atualidade. Estas exemplificam a subsequente mudança de seu carácter antropocêntrico para sua ressignificação e transcendência. Além disso, introduz-se o termo pós-natureza e analisa-se a sua relevância conceitual na obra After Alife Ahead (2017) do artista Pierre Huyghe, como estudo de caso e marcador simbólico que reconhece o condicionamento antrópico do ambiente, ao mesmo tempo que ativa a produção de novas subjetividades antropodescentradas.
Palavras-chave:
arte, naturaleza, pós-natureza, pós-modernidade, paisagem.Introducción
A lo largo de este artículo se analizan, a modo de breve genealogía, los simbolismos de la representación de la naturaleza en dos obras pictóricas paradigmáticas, la renacentista Joven caballero en un paisaje de Vittore Carpaccio (hacia 1505) y la romántica Wanderer über dem Nebelmeer de Caspar David Friedrich (1818). La intención es dar cuenta del desplazamiento del concepto de naturaleza, presente en la construcción del paisaje pictórico como un ejercicio cultural de la vista proyectada sobre el territorio representado, hacia otra consideración implícita en el concepto posmoderno de posnaturaleza. Como hipótesis, se asume acá que el paisaje no es solo una fracción del espacio que se puede observar y representar (Cosgrove, 2002), sino que también se coproduce y se transforma a través de miradas y producciones culturales que ejercen su poder instrumental sobre el territorio, y en las que la naturaleza no solo se concebiría como “materia disponible para su transformación técnica y científica” (Martínez Luna, 2020, p. 26). La naturaleza no sería, por tanto, aquello que únicamente vemos desde la ventana pictórica, ni siquiera el umbral de nuestra exterioridad en términos existenciales. Porque, aunque la mirada subjetivada y la objetivación de la naturaleza observada son procesos que se refuerzan y se retroalimentan (García Moggia, 2013), hoy dichos movimientos de ida y vuelta se han trastocado. Entendemos que actualmente no solo han mutado las condiciones de la visualidad, sino que también existe un desplazamiento en la concepción moderna de la naturaleza hacia una posmoderna. Un desplazamiento que analizaremos en este escrito a través de un caso de estudio, una obra artística paradigmática: la simulación arquitectónica-paisajística y la mediación tecnológica propuesta en After Alife Ahead (2017), del artista Pierre Huyghe. Se trata de una obra que reúne las características esenciales de la construcción del paisaje posmoderno desde la práctica artística, que propone una nueva relación con el mundo inscrita en el concepto de posnaturaleza.
La representación de la naturaleza moderna. ¿Acaso es solo para mí?
El historiador Raymond Williams apuntó, ya hace varias décadas, que “la naturaleza es quizás la palabra más compleja del lenguaje” (Williams, 1988, p. 221). Su significante está atravesado por múltiples historias, ideologías y geografías específicas que se despliegan a lo largo de distintos estratos epistémicos. Estratos que, a su vez, divergen hacia múltiples sentidos y fantasías proyectadas por los más variopintos deseos humanos. Este hecho implica la necesidad de ser cautos cuando se enuncia lo natural porque puede ser que no se esté hablando ni entendiendo lo mismo. Lo más seguro es que nuestra intercomunicación al respecto se establezca sobre la base de cadenas metonímicas que rompen el sentido compartido en los actuales entramados socionaturales. Pero cuáles son esos sentidos, estos entramados. Entenderlos mínimamente, a modo de introducción, es crucial para contextualizar correctamente la producción cultural y la práctica artística contemporánea en torno a lo natural.
Ya los antiguos filósofos milesios, los llamados físicos de la escuela jónica, tomaron la physis —entendida y traducida al español como naturaleza— como el objeto principal de sus observaciones, estudios y razonamientos, con la intención de llegar a determinar un principio originario y fundamental de la realidad física circundante. Una arché entendida como límite limitante pero que, a su vez, es unidad intensiva indivisible que entrelaza los fenómenos naturales como principio elemental constituyente. Para Tales de Mileto, este principio material es el agua, mientras que para Anaxímenes es el aire. Por su parte, Heráclito de Éfeso afirmó, en algunos de sus aforismos, que a la naturaleza le complace esconderse y ocultarse, pero también darse a aquel que se abra a sus propios procesos como si de un enigma se tratase. Así, su arché no es solo un principio material tanto como una pluralidad ontológica que se centra en lo relacional y dialéctico: un logos que une las diferencias sin subordinar ni subsumir, es decir, como aquello que concede el ritmo inmanente al propio y continuo devenir en el cual las cosas se constituyen en brindarse a su contrario. Es entonces cuando los sentidos nos advierten del continuo cambio circundante de las cosas y los seres, a pesar de que la razón —como apuntaría Parménides de Elea y, después de él, la tradición metafísica— podría señalar hacia una posible invariabilidad en el plano especulativo de las ideas. Aristóteles, de hecho, oponía las cosas naturales, siempre constituidas por un principio de cambio y movimiento, a aquellas que han sido construidas artificialmente, desde la fábrica antrópica. Una dicotomía —natural vs cultural— que se acrecentó con la tradición judeocristiana de la escolástica filosófica medieval que, como apunta Gilbert Durand, cimentó una visión del mundo por la cual, cuando “Dios separó la luz de las tinieblas”, se situaron los elementos naturales, fuertes, imprevisibles, bestiales e irracionales del lado de las sombras y de la oscuridad impía, también, por supuesto, del lado de los enemigos a combatir y del territorio a doblegar (Durand, 2016). Así, la naturaleza sería dominada desde su luminosa polaridad prometeica con las herramientas que proveyese la fe en el progreso civilizatorio, domesticando las aguas, los suelos, la vegetación y la fauna con las armas culturales de la ciencia y la técnica (Houdayer, 2014).
Entendida desde este polo antropocentrado, la naturaleza sería un objeto desprovisto de la inteligibilidad propia de un sujeto pensante por derecho, como el ser humano, quien la podría someter legítimamente. Una consideración que se acrecentó en el Renacimiento y la Ilustración, separando en binarios al sujeto (humano) del objeto (naturaleza), para que la naturaleza sirviese y hablase del hombre y de sus interesados atributos desde un plano instrumental y simbólico. Consideración que, con Descartes, se explica desde una concepción de lo natural como una res extensa (el objeto material, lo pensado) que es considerada desde la res cogitans (el sujeto pensante), quien, en última instancia, autoriza racionalmente la completa ruptura de lo humano con lo no humano, tan propia de la constitución moderna. Aquí yace una concepción plenamente utilitarista de la naturaleza, que está siempre dispuesta y disponible como recurso para acoger y proveer artificios que nos permitan gozar de sus frutos y comodidades. Una naturaleza entendida como alteridad y exterioridad no humana, como máquina estática, inerte, sin emociones, desprovista de toda agencia, de todo devenir consustancial o de cualquier complejidad simbiótica y relacional. Entendida, en definitiva, como mero valor en la medida en que puede ser amoldada al servicio del hombre, y a su acelerada expansión política, económica, cultural y artística.
La adecuación simbólica de la naturaleza a los intereses del hombre o, dicho de otro modo, la representación de la naturaleza a imagen y semejanza de los valores que quieren ser atribuidos al hombre, se coproduce materialmente en la célebre pintura renacentista Joven caballero en un paisaje (hacia 1505), de Vittore Carpaccio (Ilustración 1). Se trata de uno de los primeros retratos de cuerpo entero de la pintura europea de la Edad Moderna. En él, la ficción paisajística, como si de un vórtice antropocéntrico se tratase, expulsa y centrifuga toda pretensión de adecuación y/o verosimilitud contextual de los elementos de la naturaleza (así como del vestuario o la arquitectura presente en el cuadro). Porque las minuciosas representaciones de fauna y flora están al servicio de la caracterización del hombre, y no responden a otra cosa que no sea el apoyo a la representación alegórica del paradigma de héroe renacentista.
Ilustración 1: Joven caballero en un paisaje, Vittore Carpaccio (hacia 1505). Óleo sobre lienzo.
Así, este prototipo ideal de caballero cristiano1 se muestra junto a una azucena y un armiño (ambos símbolos de la pureza), a cuyo lado aparece una cartela con la inscripción en latín: «Prefiero morir antes que mancharme» —cabe interpretar que el caballero prefería morir antes que deshonrarse—. También encontramos un conejo en la escena (símbolo de la astucia del cazador), varios gorriones y palomas (marcas de fe), un ciervo (el poder), un pavo real (la inmortalidad y el alma incorruptible), un roble (fuerza), un halcón (el valor y la virtud guerrera) y los perros, que aluden a la fidelidad y la lealtad. Sin embargo, en medio de las virtudes caballerescas, también aparecen símbolos del mal a combatir: las ranas (símbolos de la lujuria) al lado del armiño y el tronco de árbol cortado (alusión a la vida truncada del personaje). El uso representacional de la naturaleza está, en este paisaje, claramente instrumentalizado e idealizado antropocéntricamente según —y para— su contexto cultural e histórico. La naturaleza se presenta como el paisaje de fondo que sustenta la figura humana, que es el principal objeto y marco narrativo, la referencia obligada y el centro de toda la conformación del espacio pictórico.
Ya en el Romanticismo, a través de la contemplación y la mística, pero también del desarrollo e impacto del capitalismo y del colonialismo, la representación de la naturaleza recibe la proyección de otros sentimientos y emociones humanas. No es instrumentalizada formalmente de manera forzada o explícita, tampoco se banaliza su fuerza y su poder reactivo o destructivo, incluso se representa su carácter tempestuoso con orgullo; pero, eso sí, en tanto que el humano es capaz de reflejar en ella el abismo y la soledad que empieza a atisbar en su proyecto vital. Es ahora cuando el excesivo racionalismo del pensamiento mecanicista precedente empieza a resquebrajarse, distanciándose de la consideración de lo natural como un objeto, pasivo y extenso, que se debe domesticar, ordenar, equilibrar e integrar en una lógica productivista. Entonces, se presta atención al lado inconmensurable y enigmático de aquello que no se puede controlar del todo, precisamente porque el expansionismo capitalocentrista empieza a producir sus cambios cuantitativos y cualitativos más evidentes y perceptibles sobre el terreno: rápida urbanización, agotamiento de recursos, extinción de especies y cambios en los ecosistemas, contaminación del agua, modificación drástica del paisaje, desaparición del patrimonio cultual humano y más que humano, exterminio de poblaciones locales, etnias, tradiciones y costumbres… en una inercia cuyos efectos de hibridación entre lo cultural-artificial y natural continúan, de forma patente y persistente, en el presente.
En la célebre obra El caminante sobre el mar de nubes (1818) (Ilustración 2), del pintor romántico Caspar David Friedrich, se representa un paisaje abrumador, inmenso y desgarrador que se ofrece a un hombre desde la cumbre de una montaña. Desde esa posición que le confiere el elevado poder escópico (visual), el hombre se maravilla ante lo que contempla tanto como por lo que le queda por descubrir, derrotado como está ante tan magnífica visión. Aun desde un encuadre antropocentrado, se comprende que el paisaje aquí representado alude tanto a un espacio de contemplación exterior como interior, es decir, cómo interpela al sujeto y al objeto contemplado como prolongación que es de su propio ser. Parece que el espíritu de la subjetividad romántica es capaz de empatizar profundamente con un extraordinario paisaje, en tanto que lo identifica y se lo autorefiere solo gracias a —y mediante— sus propias ilusiones proyectadas sobre una naturaleza sublimada a nivel metafísico.
Ilustración 2: Wanderer über dem Nebelmeer, Caspar David Friedrich (1818). Óleo sobre lienzo
La crisis del término naturaleza. ¿Acaso puede ser otra cosa?
La posmodernidad no solo es un sinónimo, parcial y, para algunos, mal encarado, de la normalización de lo superfluo y de todo aquello que pueda ser asociado al relativismo irracional. También es la exacerbación de las contradicciones propias de la modernidad (Follari, 2005), su clausura, e incluso el rebasamiento que invierte sus modalidades y efectos (Vattimo, 1987). Igualmente, es un espacio dialéctico para enfrentar la imposibilidad de su propia realización, de su no ser, de su misma imposibilidad ontológica, como sostiene Bruno Latour2 en su obra Nunca fuimos modernos (2007). Latour señala las asimetrías e incongruencias sobre las que descansa la constitución moderna, basadas en declarar que existe una total separación entre el mundo natural y el mundo sociocultural, es decir, también entre el objeto y el sujeto, o entre la ciencia y la cultura. Sin embargo, en esta misma declaración de separación, se liberan unas fuerzas que generan todo lo contrario: la proliferación de híbridos, de mezclas, de colectivos y de ensamblajes de naturalezas-culturas. He aquí la contradicción misma de la modernidad, que posibilita lo que niega, que dice una cosa mientras pasa otra muy distinta, que pretende volver invisible e irrepresentable el trabajo de mediación que reúne a los híbridos como interconexiones constantes de todo lo natural con lo sociocultural. Porque la separación forzada de lo humano y lo no humano, siempre anula una de las contrapartes, que queda lista para ser conquistada, explotada, no pensada o, en su externalización absoluta, preparada para recibir todos los efectos negativos del progreso. Pero esto no es lo que encontramos en la realidad, solo es lo que la constitución moderna quería hacernos ver. Afortunadamente existen los híbridos, presentes en las ideologías de género o en el pensamiento queer, que despliegan sus ricos matices y diferencias y que rechazan, por ejemplo, los binomios hombre-mujer. También, afortunadamente, este rechazo dicotómico se ha revitalizado en los manantiales intelectuales del buen vivir3 latinoamericano, un concepto propio de la teoría indígena de los pueblos originarios que está en permanente construcción y disputa (Le Quang, 2017), pero que ha crecido con fuerza en el pensamiento posmoderno entre los años 2008 y 2009 —en parte por su institucionalización en las constituciones de Ecuador y Bolivia—.
Así pues, este contexto posmoderno rechaza el reduccionismo de la constitución moderna, considerando que la naturaleza ha sido plenamente modificada, atravesada y coproducida activamente por la cultura, que ya la nombra alternativamente como “medio ambiente” —un medio que no solo nos rodea, sino en el que participamos y al que pertenecemos, dándonos forma mutualizada—. En este contexto es donde se empieza a considerar la alteridad —otrora siempre subalterna y antaño considerada siempre extrema, inferior y no homologable—, que no es meramente reducible a un solo principio vital o ideológico. Un contexto de constitución isonómica que nos reta a considerar la posibilidad de convivir y cohabitar con más inteligencias, sensibilidades, derechos y agencias —plantas, animales o componentes abióticos, como el agua o los suelos—, todas y todos en un mismo compostaje común.
Pero, entonces, ¿qué entendemos por naturaleza y cómo la representamos hoy? Depende desde qué contexto histórico, estrato epistémico o cosmogonía narratológica estemos hablando. ¿Cuál es la nuestra? A menudo sucede que su significado más común hace referencia al mundo físico y a su fenomenología, romántica e idealmente asociada a paisajes vírgenes y prístinos, con su diversidad biológica y su autorregulación en los procesos ecológicos. Sin embargo, a medida que las sociedades y los entornos han experimentado radicales transformaciones de origen antrópico, el concepto detrás de la palabra se vuelve cada vez más complejo y controvertido. Porque la palabra en sí atesora una potentísima metáfora performativa; es decir, su enunciación nos posiciona al coproducir nuestro entorno. Nos sitúa (y nos afecta) frente a las acciones que tomamos (o no) en relación con las actuales multicrisis de carácter ecosistémico. Así, decir lo natural, podría equivaler a producir un cierto tipo de medio ambiente en detrimento de otro, porque a partir de su activación lingüística, su metáfora se funde y colisiona con los muchos conceptos y efectos, de carácter inestable, que su múltiple agenciamiento provoca en los humanos.
Esto significa, en la línea ecopolítica que señala Erik Swyngedouw (2011), que podemos entender también la naturaleza no solo en términos estáticos —como todo aquello externo al sujeto humano, puramente material y circunstancial—, sino también en términos dinámicos, como incesantes procesos matero-relacionales y simbióticos —aparentemente abstractos y ajenos a nuestra subjetividad— que afectan sobre lo real. Podemos entender que sus procesos afloran en la red de múltiples afecciones de las que coparticipamos y que, por ejemplo, se manifiestan en la producción de moléculas y alimentos, en la constitución de las cadenas de adn, en las huellas del extractivismo o, incluso, en la incesante concatenación de las guerras del agua. De hecho, la problematización del término naturaleza nos está señalando cuál es el marco del gran desafío epocal que vivimos actualmente, bajo una gran tensión, y que nos urge a aprehender el término en sí y, con él, negociar nuestro presente y nuestro futuro planetario.
Para Timothy Morton está claro que hay que reformular qué entendemos por naturaleza, pero atendiendo críticamente a los tres ejes simbólicos que la palabra reverbera. En su libro Ecology without Nature (2007), distingue que el primer eje es aquel significante flotante, o metáfora vacía, que sirve igual para designar tanto una piedra o un helecho, como el CO2 o la naturaleza de la lógica del mercado capitalista. Un eje que describe una dinámica metonímica siempre escurridiza, y que se niega intrínsecamente a fijar un sentido único, compartido y duradero. Por otro lado, el segundo eje hace referencia a la normatividad instrumental con la que se usa el término, como “fuerza de ley, (como) norma contra la cual se mide la desviación” (Morton, 2007, p. 14). Así, el pensamiento queer, al igual que el interespecie o el pensamiento antiespecista, entre otros ejemplos posibles, podrían ser considerados por algún sector de la población como contra naturam. Pero esta consideración solo es posible si acordamos con dicho sector que la naturaleza tiene un estatuto ontológico sólido, inamovible, fundacional y transcendental mediante el cual se pueden invocar juicios éticos y estéticos sobre prácticas de género o de especie, o cualesquiera que sean los demás procedimientos culturales, sociales, políticos o ecológicos sobre los que apliquemos su juicio o adjetivación. Por último, Morton considera un último eje donde el término recoge todas las rotaciones de los deseos humanos proyectados, como “el sueño de una naturaleza sostenible, el deseo de hacer el amor en una cálida playa bajo el sol poniente, (o) el miedo a la venganza de la naturaleza (si seguimos contaminando)” (Swyngedouw, 2011, p. 43). Desde este eje, la naturaleza es desplazada siempre al plano de lo ajeno, de lo lejano, o incluso de lo reprimido si hablamos en términos psicoanalíticos lacanianos (Stavrakakis, 1997). La naturaleza, así, operaría ofreciendo una promesa para una vida armónica y feliz a través de una —siempre futura a la vez que compleja e inabordable— restauración del equilibrio ecológico.
Ciertamente, la idea de naturaleza ha cambiado mucho con el transcurrir de los tiempos. Sin embargo, resulta muy significativo cómo entra en una notable crisis —revisión y cambio de paradigma— cuando también lo hacen las inercias antropocéntricas del conocimiento compartido y hegemónico de corte colonial; es decir, cuando se deshilacha lo que Bruno Latour llamó el “asentamiento moderno” (2007, pp. 31-79). Este asentamiento, que permaneció hasta bien entrado el siglo xx en la secuencia premodernidad-modernidad, se rompe en la posmodernidad cuando la naturaleza empieza a no ser únicamente percibida como un territorio que señorear, como un mero objeto al servicio de las exigencias abusivas y extractivas del capital, ni tampoco como un mero lienzo donde proyectar emociones románticas. Aquella naturaleza empezó a resquebrajarse ante la necesidad de revisar su lugar de enunciación. Aquella, que parecía no tener nada que ver con los efectos de la política o la tecnología y la cultura, empezó a considerarse dentro de un mismo marco donde humanos y no humanos —incluyendo también máquinas y tecnologías— mutan y se interconectan en una red de afecciones y cuidados compartidos. Félix Guattari lo explica acertadamente en su obra Las tres ecologías, cuando afirma que:
(Nuestro) inconsciente sólo permanece aferrado a fijaciones arcaicas en la medida en que ningún comportamiento tire de él hacia el futuro. Esta tensión existencial se realizará por medio de temporalidades humanas y no humanas. Por estas últimas entiendo el desplegamiento o, si se quiere, el despliegue, de devenires animales, de devenires vegetales, cósmicos, pero también de devenires maquínicos, correlativos de la aceleración de las revoluciones tecnológicas e informáticas. (1996, p. 26)
Para la superación del drama ecológico, que se desprende del análisis de Guattari, parece necesario que, en ese devenir otro/a, se entrecrucen prácticas críticas y situadas frente a lo tecnológico y lo natural. Es decir, urgiría la recomposición de las subjetividades individuales y colectivas al respecto del concepto de naturaleza desde un enfoque antropodescentrado. Es así como lo humano, entendido como único eje de enunciación, puede abandonar su centralidad para verse y repensarse en relación con otros sujetos y objetos, entornos y ecosistemas biomaquínicos que lo contienen, y de los que participa. Esto implica, al menos a nivel discursivo, un despliegue consciente en contra de la inercia colonial, occidental, heterocentrada, extractivista y autoritaria que pone, y sigue poniendo, en jaque los límites del planeta Tierra —en tanto territorio infinitamente disponible y accesible—. Implica, en definitiva, devenir un sujeto-humano desbordado, partícipe del enorme sistema-marco de la Tecnosfera,4 el sistema definitorio del Antropoceno. Dicho de otro modo, y siguiendo a Peter Haff (2013 y 2017), implica devenir un sujeto de existencia colectiva en interdependencia, coexistencia e interacción crítica y sostenible entre los complejos sistemas de lo humano y lo no humano, que se despliegan y se interconectan dinámicamente a nivel global.
Los aportes de la ecología política, los estudios feministas y decoloniales y las corrientes de pensamiento poshumano que se posicionan ante el descentramiento del “asentamiento moderno”, nos dan muchas pistas sobre el alcance de la revisión del concepto de naturaleza. Al respecto, son relevantes los enfoques de Donna Haraway (1985 y 2020) y de Rosi Braidotti (2013) por su firme cuestionamiento de los mitos fundacionales asociados a la excepcionalidad del ser humano en Occidente. Y también, por su discusión en torno a la confianza ciega de la alianza entre tecnología y capital, como motores exclusivos del progreso lineal, acelerado e imparable, de la historia. Pero, aunque es cierto que hay enfoques del poshumanismo que confían en exceso en el solucionismo tecnológico (Morozov, 2015) y, también, en la tecnotranscendencia futura —en concreto, los llamados transhumanismos—, aquí nos interesa particularmente el enfoque crítico de Braidotti. Recordemos que, para la filósofa y teórica feminista, lo poshumano es más bien un estadio o marcador crítico del contexto de capitalismo avanzado en el que vivimos, donde “las promesas de perfección protésica hechas por la tecnocultura occidental deben someterse al examen de una crítica lúcida” (2018, p. 12). Un marcador desde el que producir nuevas subjetividades que sí asuman críticamente la dependencia tecnológica al igual que la vulnerabilidad biológica, desde nuestra evidente condición de seres interdependientes. Por lo tanto, desde este enfoque, el pensamiento poshumano sería una herramienta de análisis para considerar al sujeto como aquel que está profundamente inmerso en la inevitable redefinición ética y estética que le exige su contemporaneidad. Un sujeto inmerso en un kairós5 donde el papel de los agentes no humanos es fundamental para poder coproducir nuevos procesos afectivos, sociales y epistémicos.
La naturaleza no existe. Hola posnaturaleza.
Una vez introducida la crisis del término naturaleza, resulta más útil hablar de posnaturaleza,6 como propuesta discursiva que supera un concepto anterior que se asume en conflicto y que urge reformular. Sin duda, la aparición del término posnaturaleza refleja un cambio radical en la forma de entender y experimentar la naturaleza como la objetivación de algo natural (López del Rincón, 2018), es decir, como la objetivación de una entidad aislada y externa a lo humano. Esto suscita una obligada reflexión crítica sobre las dinámicas del poder, las éticas y las estéticas asociadas a las interacciones humanas con el medio ambiente. Así, lo posnatural sería lo relativo a todo (eco)sistema que haya sido alterado intencional y hereditariamente por la acción humana y, por lo tanto, conllevaría el cuestionamiento de todo lo puro e intacto que no reconociera el impacto de las actividades humanas. En definitiva, sería el hábitat que compartimos con los no humanos, donde se difuminan los límites entre artificial y natural, donde se registran las heterogéneas influencias tecnoculturales en la propia producción, constitución y evolución del mundo a la luz de las fuerzas complejas y transformadoras que configuran los entornos contemporáneos.
Asumiendo plenamente este enfoque posnatural, Timothy Morton llega a aseverar que “La naturaleza es un concepto planteado desde un prisma antropocéntrico. Está diseñada para los humanos, así que no es directamente relevante para hablar de ecología” (Jiménez de Cisneros, 2016). Habría pues que hablar más bien de posnaturaleza, o incluso de sistemas híbridos plagados de “cuasi objetos” (Latour, 2007) en los que la naturaleza y cultura se multiplican incesantemente, mientras siguen siendo ambas cosas y, al mismo tiempo, ninguna de ellas plenamente. Sistemas que, en cualquier caso, son socioecológicamente significativos y políticamente performativos (Latour, 2005). De hecho, Morton propone reflexionar sobre la ecología, pero sin la naturaleza, precisamente porque asume que su carácter escurridizo, emocional y metonímico distorsiona excesivamente su análisis. Por tanto, propone desmantelar la palabra —y el antiguo concepto— de naturaleza que, desde sus tres ejes significantes, tanto ha contribuido a la degradación del medio ambiente y a la dejación de responsabilidades por las acciones antrópicas sobre el planeta Tierra. También el filósofo Bernard Stiegler —que problematiza la intersección entre la tecnología y su impacto en la subjetividad y la cultura— muestra abiertamente su desconfianza ante la única consideración de una primera naturaleza, a favor de una segunda naturaleza cultural y tecnificada (2002). En la misma línea, el filósofo Slavoj Žižek —conocido por su compromiso con el análisis posmarxista, la cultura popular y los desafíos del capitalismo global— también critica su significante vacío, como aquel fácilmente transformable en múltiples sentidos universalizantes capaces de justificar cualquier principio ideológico interesado que, además, suele presentarse como científicamente construido y avalado (Žižek, 2000, p. 52). De hecho, en su crítica a la instrumentalización del significante, Žižek llega a afirmar que “la naturaleza no existe” sino como una suerte de dispersión caótica (1991, 2002) que no constituye ninguna entidad ontológica en sí misma, es decir, que no existe más allá de los discursos sociales que la configuran.
La problematización del término naturaleza y la crítica a su “asentamiento” en autores como Latour, Morton, Swyngedouw y Žižek —herederos todos de las epistemologías postestructuralistas— puede ser entendida como un alejamiento o una negación de su concepción como una entidad real en términos del materialismo dialéctico —heredero de las epistemologías marxistas y posmarxistas—. Incluso cabría interpretar que dichos autores desconocen la existencia, urgencia y efectividad de los muchos ecologismos de resistencia anticapitalista, situados en contextos sociales, políticos e históricos concretos. O que, incluso —llevando el razonamiento al extremo—, podrían pretender “decretar la nulidad de la ley de la gravedad” (Machado Aráoz, 2016, p. 210). Sin embargo, y sin ánimo de alinearnos plenamente con estas interpretaciones, consideramos que es mínimamente necesario deconstruir la noción de naturaleza como un constructo antropocéntrico que la describe como una entidad significante fija, incuestionable e instrumental. También consideramos que dicha deconstrucción crítica en ningún caso niega el hecho de que ha de establecerse en paralelo con otra crítica, esencial, hacia las dinámicas sociometabólicas del capitalismo avanzado —como principal motor de las multicrisis ecosistémicas—. Es más, la crítica a la escisión cartesiana entre cultura y naturaleza (o tecnología y naturaleza) ha creado seres humanos —con sus políticas y estéticas— que, efectivamente, actúan como si no fueran de la Tierra en términos materiales, sino más bien como extraterrestres, como afirma la antropóloga ecofeminista Yayo Herrero (2021). Por eso es tan fundamental advertir que la construcción de la naturaleza era básicamente discursiva, y señalar que, en cambio, la posnaturaleza propone considerarnos dentro de una red de múltiples participaciones de las que no podemos escapar, y de las que tampoco podemos dejar de responsabilizarnos política, ética ni estéticamente. Dicha red no es tan solo una estructura material, de la que formamos parte como cuerpo real biológico —recordemos que en términos marxistas el humano es ontológicamente naturaleza en sí mismo—, sino que también es una dinámica red discursiva que va más allá de los términos del llamado idealismo posestructuralista. Una red repleta de enunciaciones, valores, compromisos y articulaciones, que coproducen lo real. Una red donde todos los solapamientos, cruces y choques resultantes entre los componentes discursivos y no discursivos inciden sobre la necesidad de reinvención y producción crítico-dinámica de la posnaturaleza —en oposición a la inflexibilidad de la estructura instrumental previamente establecida—.
Este aviso a los navegantes posnaturales, que de manera tan polémica —y en ocasiones tan mal interpretada— hacen tanto Morton como Žižek y otros autores de la ontología orientada a objetos y los nuevos materialismos,7 abre nuevas vías para reimaginar nuestra relación con lo que antes podríamos considerar como ajeno o separado, y promover una comprensión más holística —o más compostable, como diría Haraway— de las interacciones entre humanos, no humanos y sistemas ecológicos —de nuestro devenir nómada, como diría Braidotti—. Al respecto, en su conferencia Esperando a Gaia. Componer el mundo común mediante las artes y la política (2012), Bruno Latour insiste en que de nada vale desconectarnos del rango y la escala de los problemas a través del antiguo pensamiento binario; tampoco vale desconectarnos del daño causado y de los efectos producidos en el Antropoceno. Ahora, de alguna forma tenemos que lidiar con cierta carga —miedo, corresponsabilidad y culpa— para así poder ensamblar un nuevo nosotras/os:
La naturaleza ya no es lo que se abarca desde un punto de vista distante al que el observador puede saltar idealmente para ver las cosas “como un todo”, sino el ensamblaje de entidades contradictorias que deben ser compuestas como un conjunto. (Latour, 2012, pp. 71-72)
Asumamos pues cuánto ha afectado la antigua idea de naturaleza a la propia configuración de la posnaturaleza en la que vivimos… “¿Y si hubiéramos pasado de una definición simbólica y metafórica de la acción humana a una literal?” (Latour, 2012, p. 75). Hoy está clara la respuesta: sí, hemos dado el paso, hemos dado forma cultural a la Tierra. Al fin y al cabo, la Tecnosfera —como capa material resultante del Antropoceno— es eso, la traslación material de una concepción antropocéntrica del mundo. Por eso urge superar y olvidar aquella naturaleza, porque su símbolo y metáfora ya es otra cosa, una literalidad matero/virtual posnatural. Pero, ¿podremos aceptar el continuum naturaleza-cultura que Braidotti identifica como “una especie de pacifismo ontológico” (2015, p. 104) heredero del monismo spinozista?8 ¿Podremos siquiera pensar en priorizar el deseo de cambiar el lugar que ocupamos en la red de la vida, junto a tantos humanos y no humanos biológicos y tecnológicos?
Un caso de estudio del paisaje posnatural: After Alife Ahead (2017) de Pierre Huyghe.
La obra After Alife Ahead (2017) (Ilustraciones 3-8), del artista contemporáneo Pierre Huyghe, plantea un concepto de paisaje en el que se presenta un complejo organismo o ecosistema maquínico y tecnobiológico. Se trata de una intervención artística site-specific producida en el marco del Skulptur Projekte Münster (Alemania), comisariada por Kaspar König. La obra es un rompecabezas espacial inmersivo y en constante cambio, donde queda patente la intención del artista de que el público entre en una dinámica red de aprendizaje y evolución mutua. El artista y su equipo trabajaron a partir de la conformación arquitectónica del interior de una antigua pista de hielo en desuso, que transformaron estructural y formalmente para introducir elementos que conversaran con las derivas e interacciones tanto de sus agentes internos —los ya preexistentes y los nuevos introducidos por el artista— como de los externos —como el clima y los fenómenos meteorológicos del entorno del Münster y los visitantes humanos—. Huyghe excavó el suelo de hormigón, generando así una serie de caminos entre terrenos arcillosos, hasta llegar a las aguas freáticas, que después rellenó con algas y escombros dispersos; también instaló un enjambre de abejas y tres colmenas de arcilla; introdujo dos pavos reales Quimera —o albinos, nacidos a partir del cruce selectivo de pavos despigmentados—; instaló un sistema de compuertas móviles en el techo que dejaban pasar el agua de lluvia al interior del espacio; y también colocó una pecera con cristales inteligentes que albergaba un caracol venenoso Conus Textile —un tipo de caracol marino venenoso que posee en su caparazón un patrón original de autómatas celulares— (Ilustraciones 7 y 8). Además, introdujo una incubadora con células HeLa en un proceso de constante mutación, un proceso que venía determinado por los factores bioclimáticos del ecosistema expositivo, así como por las interacciones entre las abejas, los pavos reales, el público y demás afecciones del entorno. Toda esta compleja red cibernética de seres vivos, máquinas y sistemas informáticos estaba monitorizada mediante sensores e integrada algorítmicamente en un entorno de visualización en realidad aumentada. Todo el sistema, a modo de paisaje instalativo-expositivo e inmersivo, actuaba de manera autónoma, recursiva y remota. Por ejemplo, el cristal de la pecera modificaba su opacidad según los datos recibidos por las células de la incubadora, o se abrían y cerraban los paneles del techo, modificando con ello las condiciones ambientales y permitiendo la entrada de otros organismos vivos.
Ilustración 3: After Alife Ahead, Pierre Huyghe (2017). Vista general del proyecto instalado en la antigua pista de hielo Steinfurterstraße 113 - 115, durante el Skulptur Projekte Münster, Alemania
Ilustración 4: After Alife Ahead, Pierre Huyghe (2017). Vista general del proyecto
Ilustración 5: After Alife Ahead, Pierre Huyghe (2017). Vista general del proyecto
Ilustración 6: After Alife Ahead, Pierre Huyghe (2017). Vista general del proyecto
Ilustración 7: After Alife Ahead, Pierre Huyghe (2017). Vista general del proyecto
Ilustración 8: After Alife Ahead, Pierre Huyghe (2017). Vista general del proyecto
Lo que Huyghe generó con esta obra fue un particular y dinámico espacio paisajístico de carácter impredecible que estimulaba la autogeneración de híbridos, o siguiendo el término propuesto por Latour, “cuasi objetos”, en constante proceso de conformación y transformación entre lo natural y lo artificial. Es decir, generó un biotopo posnatural que se intensificaba con la creación, conformación y distribución de aquello que bien podría ser así pero también de cualquier otro modo, según fuese la implicación performática del espectador y de otros agentes constructores de la obra. De hecho, la propuesta de Huyghe también nos remite a un contexto donde la obra de arte deviene otra cosa, alejándose radicalmente de la exclusividad trasformadora de su creador para dar mayor protagonismo a los procesos de intervención y agencia de los no humanos: “Estoy interesado en dejar que, en cierta manera, los sistemas auto-organizados traten de encontrar o no una simbiosis, hago todo lo posible por no intervenir en ella” (Russeth, 2017). De hecho, la obra se auto-organiza como un equilibrio dinámico entre la autopoiesis —la capacidad del sistema de reproducirse y mantenerse por sí mismo— y la simpoiesis —la capacidad de hacer-producir juntos/as, hacer-con otros/as, colectivamente—. Recordemos que los llamados sistemas simpoiéticos (Dempster, 2000) resultan de la cooperación que establecen los seres individuales que componen el sistema —reverberando aquí los devenires heraclíteos y deleuzianos-guattarianos, una vez más—. Haraway (2020), al respecto, señala que en esta condición eco-epistemológica nunca existen sistemas puramente autónomos, meramente autopoíeticos, sino que todos son dinámicos y adaptables. Haraway, al igual que Dempster, sostiene que todo sistema vivo siempre pone en juego la lógica autopoiética y la simpoiética en diferentes proporciones para lograr su devenir posnatural. Un devenir que, como sucede en After Alife Ahead, no es más que un organismo que, al igual que proponían Margulis y Lovelock para Gaia, despliega su propio proceso de auto-organización.
After Alife Ahead también nos traslada al escenario de una futura investigación científica abandonada, o a una excavación arqueológica perteneciente a una civilización quizás ya extinta. Vestigios de una vida después de la vida, pero también de una posible vida por delante. Un eterno retorno de las posibilidades cíclicas de la existencia, pero no en clave evolucionista o historicista, sino entendidas como una causalidad retroactiva que conectaría con el pensamiento abismal de Nietzsche, es decir, como una causalidad condicional que retorna sobre todas las combinaciones posibles del ser. Un escenario, en definitiva, donde se concreta una de las múltiples modalidades que se dan entre lo autopoiético y lo simpoiético, es decir, en la experiencia de su particular estética modal (Claramonte, 2021). Y es en esa experiencia, como señala el filósofo Nicolai Hartmann, que aparece algo irreal en algo real, si bien se ofrece mágica e indisolublemente ligada a su manera de darse (Hartmann, 1986, p. 27).
Coda poshumana sobre la isonomía
La producción cultural y artística de carácter posnatural, desde su marco no binario, revela su potencia crítica para transformar las estructuras de acción y pensamiento de las doctrinas clásicas, así como del “asentamiento moderno” respecto a la concepción de lo natural. Un marco posible y habitable desde cierta isonomía de los elementos que conforman la legislación de lo posnatural. Porque si acordamos que todos los elementos —seres, máquinas, algoritmos, etc.— participamos de una constante mezcla y movimiento de atracción y repulsa —como ya expuso Empédocles con sus fuerzas del amor y del odio—, pero que también está atravesado por los puentes del logos (el lenguaje, sin necesidad de ser autoconsciente), la dimensión de la polis (entendida como gobierno de lo público) y la bios y la psyché (en el sentido de la habitabilidad y el equilibrio de la salud y fuerza vital planetaria), entonces la physis (naturaleza) siempre estará imbricada en un nexo que no puede ser roto en ninguno de sus puentes o dimensiones. La naturaleza entonces será, ya siempre, posnatural, si llegamos a considerar que lo humano ha determinado isonómicamente su ontología, es decir, si ha equiparado que todos los ciudadanos, pero también todos los seres vivos, plantas, animales e incluso glaciares y montañas, cada uno a su manera, somos iguales y necesarios. Así, la obra After Alife Ahead de Pierre Huyghe (2017) construye una particular y paradigmática modalidad isonómica en la que, o nos salvamos todos en la representación, o no se salva ninguno. En efecto, donde no hay muerte ni creación absoluta, sino donde asistimos a la cíclica muerte y a la constante generación de las síntesis de las composiciones posibles de lo posnatural.
Decir que la naturaleza es posnatural es aceptar que es una construcción, tanto dialéctica como material, condicionada antrópicamente, cuyo destino es inseparable a las lógicas culturales del corte epistémico de nuestro momento histórico. Pero, también, es aceptar que nuestra relación con la realidad viene condicionada por las dimensiones discursivas propias del término posnaturaleza, y esto supone no aceptar simplemente que la naturaleza es aquello ajeno o externo a mí, sino más bien aquello consustancial, que se conforma dinámicamente con nuestro punto de vista, ideología, relación comunitaria interespecie y nuestra acción política diaria. La posnaturaleza no es tanto lo que vemos sino cómo y con quiénes lo vemos, no tanto qué pensamos sino cómo y con quiénes lo pensamos, no tanto lo que hacemos sino por qué y para quiénes lo hacemos. No es solo una eco-epistemología, sino también una modalidad de ser donde nos apartamos del centro, si acaso eso fuera posible, en un ejercicio de imaginación y provocación cultural y artística
Citas
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