Tradición, saber y escuela: una relación en crisis
DOI:
https://doi.org/10.17227/pys.num58-17124Palabras clave:
educación , enseñanza , pedagogía , maestro , vínculo , transmisiónResumen
La tesis que de fondo suscribo en este artículo de reflexión da por sentado que existe una crisis en la relación entre la escuela contemporánea y la tradición y el saber. Dicho esto, trataré en lo que sigue de caracterizar el estatuto de esa crisis. Para ello buscaré, primero, historizar o, al menos, situar en el tiempo qué formas de lo escolar favorecieron un vínculo pedagógico que halló amparo en la tradición y el traspaso de sus herencias, de manera que tal discernimiento contribuya luego a esclarecer, más que el momento de emergencia de la crisis —que atribuyo a la actualidad escolar—, su condición de posibilidad y su incidencia en el desinterés por el saber y su transmisión.
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Recibido: 7 de agosto de 2022; Aceptado: 7 de agosto de 2022
Resumen
La tesis que de fondo suscribo en este artículo de reflexión da por sentado que existe una crisis en la relación entre la escuela contemporánea y la tradición y el saber. Dicho esto, trataré en lo que sigue de caracterizar el estatuto de esa crisis. Para ello buscaré, primero, historizar o, al menos, situar en el tiempo qué formas de lo escolar favorecieron un vínculo pedagógico que halló amparo en la tradición y el traspaso de sus herencias, de manera que tal discernimiento contribuya luego a esclarecer, más que el momento de emergencia de la crisis —que atribuyo a la actualidad escolar, su condición de posibilidad y su incidencia en el desinterés por el saber y su transmisión.
Palabras clave:
educación, enseñanza, pedagogía, maestro, vínculo, transmisión.Abstract
The underlying thesis that I subscribe to in this article takes for granted a crisis regarding the contemporary school and its bond with tradition and knowledge. That said, I will try to characterize the status of that crisis. For this, I will seek, first, to historicize or, at least, to place in time what forms of the school promoted a pedagogical bond that found shelter in the tradition and the transfer of its inheritance, so such discernment will later contribute to clarify, not the moment of emergency of the crisis —that I attribute to the current school situation—, but its condition of possibility and its incidence in the lack of interest in knowledge and its transmission.
Keywords:
education, teaching, pedagogy, teacher, bond, transmission.Resumo
A tese que defendo neste artigo assume como certa uma crise na escola contemporânea e seu vínculo com a tradição e o saber. Tentarei caracterizar o estado dessa crise. Para isso, procurarei, em primeiro lugar, historicizar ou, pelo menos, situar no tempo quais formas de escola favoreceram um vínculo pedagógico que encontrou abrigo na tradição e na transferência de sua herança, para que tal discernimento posteriormente contribua para esclarecer, mais do que o momento de emergência da crise que atribuo à situação escolar atual, sua condição de possibilidade e sua incidência no desinteresse pelo conhecimento e sua transmissão.
Palavras-chave:
educação, ensino, pedagogia, professor, vínculo, transmissão.La tradición
Alrededor de la tradición se delineó, en buena medida, la forma escolar de la que hablamos hoy. Su génesis —no así quizá su presente— aparece atada, más que a un pasado, al pasado como referente de autoridad —encargado de arrojar luz sobre lo actual—. La tradición funge así como garante de ese lazo entre el ayer y el hoy, al conceder una continuidad sobre la que es preciso inscribirse con el propósito de instituir lo vivo, dado el imperativo de crear lazos con lo que ha dejado de existir.
Extraemos del pasado, hecho tradición, un comienzo conforme el cual nos constituimos como sujetos al apoyarnos en dicho origen para construir presente, lo que no implica, por supuesto, sacralizarlo, pues, “sacralizar la memoria puede ser, también, una manera de hacerla estéril” (Karol, 2004, p. 72). En esa medida, recurrimos a la tradición no con el objeto de “crear una pertenencia”, sino, más bien, como un andamio que posibilita “a los futuros sujetos […] transformar sus formas y contenidos” (p. 74), así sea solo a fuerza de deconstruir lo precedente.
Gracias a esta narración que ofrece la tradición, anclada por fuerza mayor en la repetición, puede emerger un acto de inscripción que dé lugar a la diferencia y permita una “filiación que no se reduzca a la pertenencia” (p. 71) y aleje al sujeto de la repetición; repetición de la que, no obstante, es necesario partir en virtud del piso simbólico que representa para el sujeto, especie de base que le confiere perspectiva frente a lo nuevo.
Así, lo previo otorga un cierto margen que, aunque no prepara totalmente para el porvenir, reduce el impacto de la confrontación con lo distinto. Es justo ese otro del que de algún modo somos deriva y reconocemos como referente, el que nos permite apreciar la diferencia y concebir un posible tránsito. De ahí que el otro, que es también “el que hace posible esperar más allá de lo que nuestra experiencia abarca” (Bárcena y Mélich, 2014, p. 163), sea condición de posibilidad de nuestra propia existencia. 1
Esta precedencia crea nexo y, por tanto, confiere permanencia, estabilidad, al igual que pauta. En esa medida, la tradición no necesariamente perpetúa un estado de cosas; posibilita, más bien, que nos incorporemos a un orden con relativo afianzamiento, pues
las estrategias constitutivas de toda tradición […] funcionan […] a modo de garantía de nuestra inserción en la historia, y mucha de su eficacia reside en la capacidad de brindar seguridad a los sujetos, teniendo una fuerza vinculante debido a sus contenidos normativos, de tal manera que el concepto de tradición se acerca muchas veces a la misma idea de “ley”. (Fattore, 2007, p. 16)
De esta forma, al equipararse a la ley, la tradición opera de acuerdo con un principio de igualdad en virtud del cual el sujeto encuentra un margen que lo circunscribe y, en la medida en que esta orilla lo norma y lo ciñe, lo aleja asimismo de lo incierto, permitiéndole prever hasta cierto punto su destino. En esta atadura a un porvenir en apariencia fijado radica tanto el consuelo que se desprende de la tradición al librarnos de lo imponderable, como el agobio, que, por otro lado, suscita la idea de un futuro predeterminado —idea que hoy parece no ser ya de buen recibo entre quienes sentencian la muerte de lo sólido y aplauden la llegada de la fluidez—. El arribo de esta lógica postradicional en la escuela generará efectos que retarán desde diversos ángulos sus formas pedagógicas tradicionales.
El declive de lo tradicional en la escuela
En muy buena medida, el relato pedagógico se ha caracterizado por hacer de lo tradicional el blanco de sus críticas, al punto incluso de asumir como bandera el abandono de las formas tradicionales, de manera que el lastre de lo viejo —asociado, por lo general, al dogma y la ignorancia— no impida la emergencia de lo nuevo —característico del avance y el progreso—. Así las cosas, la tradición en la pedagogía pasará, en la arena de lo educativo, a convertirse siempre retrospectivamente en una especie de periódico de ayer. Este desprestigio al que es sometido lo tradicional por el relato pedagógico pierde de vista la fuerza que este concepto reviste cuando es leído desde un punto de vista que no reduce el sentido de tradición a ‘obsoleto’ o ‘caduco’. De modo que el hecho de acercarse a la tradición desde un ángulo pedagógico capaz de desentrañar un sentido distinto al que comúnmente se le atribuye desde el tinglado de lo no tradicional contribuiría al discernimiento de las formas que lo pedagógico privilegió al fundamentar buena parte de su proceder en la tradición y su traspaso.
Dentro de tales formas hallamos un claro interés por la preservación de un legado cuya transmisión define el carácter de lo tradicional en la escuela. Esta representa un tiempo fuera; es un umbral al que accedemos para congregarnos alrededor de una herencia cuya contemplación emprendemos, movidos por el deseo de alguien [el maestro] que por lo general aspira a que sepamos acerca de ese objeto, sin pretensión utilitarista alguna. La escuela extrae así de la serialidad —a la que el hombre arroja lo que produce— un objeto cuya profanación se hace imperiosa dada la necesidad que la forma escolar tiene de ponerlo a disposición de todos.
Este hurto que la escuela realiza al sustraer un objeto —un saber, una destreza, en fin…— de su función en la sociedad hace que este se cargue de un aura especial que lo despoja de su instrumentalidad y lo suspende del modo en que “la generación más vieja lo dispuso para su uso en un tiempo productivo” (Masschelein y Simons, 2014, p. 18). Así las cosas, lo que es puesto allí, en la escuela, deja de reclamar el destino específico que le es atribuido por fuera de esta. 2 Aprender a sumar, restar y multiplicar solo reporta el rédito de su develamiento, pues su uso pragmático se clausura.
De este modo, tiene lugar dentro de la escuela un acontecimiento que nos pone frente a cosas que fueron “liberadas de su uso regular” (p. 18). Así, el aula replica la condición de un escenario —como el de un museo— en el que lo contemplado desaparece como objeto instrumental o de consumo inmediato y se convierte en objeto de estudio. Por esa vía, de la misma forma que el cuadro de van Gogh destruye la instrumentalidad de unos zapatos al retratarlos, la escuela desinstrumentaliza una operación matemática al plasmarla en el pizarrón. Esta relación que establecemos con las cosas del mundo en calidad de objetos de pensamiento solo ocurre dentro de la escuela por ser este un espacio ideado para tal fin. Uno cuya oferta, a lo largo de muchos años, no ha sido otra que la de un lugar y un tiempo en el que se conserva algo; algo valioso y frágil que permanece gracias al cuidado del que es objeto, custodia que a su vez implica aislamiento —distancia respecto del mundo y el tiempo externos en relación con los que la escuela tradicional siempre se leyó extranjera—.
La imagen que se desprende de tal semblanza a propósito de lo escolar evidentemente acentúa la fuerza de la tradición en su estructura, lo que hace de la escuela un espacio que, al preservar, protege y proporciona seguridad y confianza.
De allí las estrategias que la pedagogía tradicional —como toda eficaz forma de tradición— logrará darse. Un lenguaje que solo tiene sentido para los “creyentes” que participan de la tradición. Lenguaje propio de los rituales que funcionaban como lugares de engarce de lo colectivo. Lenguaje vinculado a la palabra de los guardianes, autorizados a interpretar los archivos, cuidadores y vigilantes encargados de la preservación de la tradición. (Fattore, 2007, pp. 18-19)
Ahora, esta seguridad —que inspira lo tradicional en pedagogía gracias a su intención de contener tras sus fronteras el fuerte influjo de la sociedad— será puesta en tensión cuando su idea de conservación finalmente ceda frente a la presión de privilegiar la autonomía del infante —alegoría, podríamos decir, de lo nuevo— y sus exigencias (Arendt, 2016). Partidarias de esta perspectiva, muchas tendencias pedagógicas se alinearán al moderno espíritu que subyace en ella. Una lógica que socavará de forma progresiva la predecible aunque estable seguridad suministrada por la tradición y su alianza con el pasado, con el fin de instaurar una visión de mundo arraigada no ya en el origen sino, gran paradoja, en lo que aún no acontece.
Desde mitad del siglo XVIII se produce en los ecosistemas mentales de Europa una reinterpretación de la relación entre pasado y futuro que inspira en los modernos la idea más audaz, más incomprensible, más inimaginable surgida en los cerebros humanos desde la expulsión de los primeros padres del paraíso: de golpe parece concebible que los acontecimientos más importantes, tanto en lo malo como en lo bueno, pudieran ser aquellos que todavía no han sucedido. […] De modo que, en consecuencia, serían los finales, ya no los comienzos, los que decidirán sobre los sucesos de en medio. Serían los futuros, y no los orígenes, los que contarían de verdad. Ahora ya no recaería más el peso pesado del ser sobre el pasado; el ámbito mítico, donde son endémicas las antiguas leyes, los poderes originarios, lo fundacional, pierde importancia progresivamente. (Sloterdijk, 2015, p. 27)
De este modo, ante el descrédito del legado y su estéril función en el marco de una sociedad pensada en clave de futuro, el fulgor de la tradición menguará, al igual que sus formas de transmisión. Esta circunstancia no dejará de hacer mella, desde entonces hasta hoy, en aquel vínculo pedagógico o forma escolar fundada en la idea del traspaso y el relevo. Lo nuevo pasará a ser así la efigie de lo moderno: “Desde que el tiempo y el futuro urgen el pensar, el pasado y el presente constituyen el tiempo de incubación de un monstruo, que aparece en el horizonte bajo un nombre engañosamente inocuo: lo nuevo” (Sloterdijk, 2015, p. 27).
Consideraciones sobre lo moderno
La modernidad buscará diluir su nexo con el pasado en función de un presente sediento de futuro. Con esta ruptura se inaugura una idea de mundo en devenir constante, desprovisto de origen y entregado a su libre arbitrio, de suerte que ninguna tradición sea la responsable de su destino. Ser moderno significará, de ahí en más, abjurar del pasado, restarle importancia al veto de la memoria y comulgar con el futuro a través de la creencia en el progreso, el cambio y la innovación.
Este voto de confianza de la modernidad en las promesas de lo inédito reclamará, no obstante, garantías que le confieran piso a su apuesta de cambio de manera que el derrumbamiento de las tradiciones premodernas no amenace la emergencia del nuevo orden de cosas. Será necesario entonces idear génesis que sellen, refrenden y justifiquen las aspiraciones políticas, culturales, sociales y económicas del proyecto moderno y su talante transformador.
Esta iniciativa, si bien revela una fractura clara con el pasado a partir de la cual se funda un nuevo inicio anclado en la innovación más que en la conservación, no podrá divorciarse totalmente de la idea misma de tradición, pues de esta —en especial, de la seguridad que provee— depende su puesta en marcha. Así, en correspondencia con el principio de salvaguardar la cohesión social y la identidad que exige el despliegue de su novedosa aventura, la empresa modernista se las ingeniará para que el común de la sociedad no se escape del redil y se comprometa con sus causas, exhortada, eso sí, por la razón y el buen juicio, mas no por la presión de la costumbre y el hábito. Precisamente, esta circunscripción a la norma instaurada por la tradición —en procura de mantener el vínculo con lo establecido— es la que entrará de forma progresiva en crisis a causa del rechazo al pasado —que inicialmente inspiró la modernidad—. Dice Hobsbawm (1999):
La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX. En su mayor parte, los jóvenes, hombres y mujeres de este final de siglo crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del tiempo en que viven. (p. 13)
Ahora bien, pese a que la modernidad se fue lanza en ristre contra la tradición y su influencia en el gobierno de las poblaciones, los modernos nunca renunciaron a la consecución de la verdad, siempre y cuando esta no fuera simplemente el fruto de la mera divulgación. De hecho, “hasta cierto punto, el Discurso del método está escrito en contra de los defensores de la autoridad y la tradición” (Frelat-Kahn, 2004, p. 89). Lo que allí se dice no pide ser legado a nadie sino comprendido a partir del buen uso de la razón, de modo que sea el entendimiento el responsable de acercarnos a la verdad, muy al margen de “los portadores de la transmisión que inundan la imaginación con infinidad de falsos pensamientos antes de que la razón esté en condiciones de manejarse sola y rectamente” (p. 90). De este modo, en lugar de optar por la transmisión, la modernidad elige la formación, pero, aun así, no abandona el referente, es decir, aquello a lo que ella llama verdad —toda vez que cada uno se dé a la tarea de constatarla por cuenta propia, de suerte que la tradición no la imponga—.
En este orden de ideas, si bien la modernidad desplazó el protagonismo de la tradición —al expropiarla del poder que la distinguía—, no nos dejó huérfanos de expedientes simbólicos: su legado de algún modo radicó en proporcionarnos una vía, la razón, a través de la cual hacernos con varios de ellos. El escenario actual, en cambio, al que podríamos denominar postradicional, parece augurarnos algo distinto.
Tiempos postradicionales
Aquí la duda se ha instalado no como un principio de operación sino como un efecto con repercusiones devastadoras en diversos terrenos, incluido, por supuesto, el plano educativo. La ausencia de certeza hace presencia no solo entre aquellos desencantados de la tradición; también entre quienes ahora desconfían de todo y en aquello que la modernidad enseñó a través, curiosamente, de la sospecha misma, al interrogar y problematizar sus conquistas “desde el referente moderno de la reflexividad del sujeto, esto es, su capacidad de juicio frente a sucesos de la vida cotidiana” (Fattore, 2007, p. 23).
Esta puesta a punto del criterio ad hoc en el actual orden de cosas revierte la fórmula de antaño que suponía generalmente buscar apoyo en una voz autorizada para tomar decisiones. Hoy sufrimos de aquello que la vulgata psicológica ha dado en llamar fatiga de decisión, mal ilustrativo del espíritu de la época que consiste, de acuerdo con Roy F. Baumeister, en “el desgaste mental que padece una persona al verse sometida diariamente a un cúmulo de informaciones que necesitamos para tomar decisiones” (Orgaz, 2021, párr. 8). Así, asuntos tan cotidianos como qué comer, con quién, con qué entretenernos, en fin, terminan siendo colonizados por la reflexividad; en otras palabras, se experimentan como asuntos que merecen ser continuamente debatidos.
La deriva de esta circunstancia viene produciendo un estado de cosas en el que las decisiones más importantes no se sostienen ya en buenas razones —que era con lo que soñaba Kant—. Su suerte depende ahora de cada uno de nosotros, más allá de si contamos o no con la lucidez y los conocimientos que estas exigen. El ocaso de la tradición acarreará, en consecuencia, la confrontación del sujeto consigo mismo y sus propias decisiones, esto es, sin asidero en las certidumbres de la era ilustrada o en las certezas de la sociedad industrial.
Las sociedades y las organizaciones se nutren ahora de sujetos flexibles, hedonistas, que procuran el frenesí del instante y que practican una ética no sacrificial. Sujetos que habitan lo social y van a las organizaciones solo por lo suyo, incapaces de entablar vínculos sólidos, afectivos y duraderos con los lugares, con las cosas, con las personas y las organizaciones en cuanto tales. Seres humanos que en su afán presentista son nómadas desapegados de todo, que adoran las nuevas experiencias no solo en el amor y la sexualidad sino en el trabajo. Sujetos transeúntes urbanos que, en la fórmula de Baudelaire, se entregan a lo nuevo y sin historia por el solo hecho de ser nuevo. (Cruz, 2018, p. 17)
La angustia, que el bálsamo de lo tradicional transmutaba en seguridad, embarga ahora al que se ve impelido por la época a “encontrar y buscar nuevas certezas para [sí] mismo y para quienes carecen de ellas” (Fattore, 2007, p. 23). Decidir por ti, que es a lo que invitan los gigantes del streaming con su botón de reproducción aleatoria para vencer con ello la fatiga de decisión —la misma que empuja a los espectadores a irse de las aplicaciones sin consumir ningún contenido—, constituye hoy por hoy el eslogan de una actualidad cuya renuencia a sacrificar su libertad bebiendo del pasado y la tradición condena al sujeto contemporáneo a delegar sus decisiones en otros que no se apoyan ya en tradición alguna, sino en la supuesta aleatoriedad de un sistema donde “ya no tienes que hacer nada, elige el algoritmo por ti” (Orgaz, 2021, párr. 21).
Ahora, los efectos en la pedagogía de este orden postradicional, que a cambio de más libertad sin límites empuja al sujeto a elegir desprovisto de criterio, son justamente los que me llevan a hablar de una actualidad escolar cuya crisis se manifiesta a través del paulatino desasimiento de aquel gran Otro que la tradición representaba —reducido ahora a un cúmulo indiscriminado de microfertas sin resonancia en normativa o ley alguna—. Por otra parte, la autoridad —que la modernidad inspiraba a través de la disciplina y el saber— cesa asimismo de regular y es desplazada finalmente por imperativos relativistas.
En este contexto —disolutivo, podríamos decir, de los principios de la modernidad y, en consecuencia, desinstitucionalizante—, la escuela tiene que vérselas ahora con un presente que no solo la absuelve de generar hábitos de disciplinamiento y de normalización que tributen a la producción de seres útiles para la sociedad (Lewkowicz, 2004), sino que la aboca, además, a soltar, a dejar ser, de tal modo que sean los mismos sujetos quienes definan de forma discrecional sus propios itinerarios de formación. 3
Por consiguiente, ya no habrá, señala Fattore, “conformidad a reglas generales, sino producción de experiencias propias, autoproducción de normas” (2007, p. 25). Esta circunstancia terminará por arrinconarnos en la escuela galpón, un escenario pedagógico donde el “sentido de la educación se convierte […] en algo inmanente, fabricado por los mismos actores en sus experiencias y relaciones” (Lewkowicz, 2004, p. 24). En un marco así, la transmisión 4 y el vínculo carecerán de sentido, pues, en las coordenadas actuales, depender del otro resulta poco menos que frustrante. De ahí la animadversión hacia lo instituido —que ya ni siquiera busca rebasarse—, pues la preocupación de los profesores hoy, mucho más acuciante, radica en lograr instituir algo en medio de un déficit de “reglas institucionales más o menos precisas”.
En el aula —tomada como situación y no como parte de una institución— se ponen (y no se suponen) reglas para compartir, para operar, para habitar y no leyes trascendentes que rijan de antemano. En condiciones de galpón, la única institución es la precariedad de la regla compartida, y no la ley trascendente. La regla es inmanente, precaria, temporaria, se pone para un fin, no preexiste, no se supone, es más regla de juego que ley del Estado. (Lewkowicz, 2004, pp. 35-36)
Ahora que el límite en la escuela se ha convertido, más bien, en el punto de partida de una carrera cuyos confines no avizora nadie y que, además, cada uno ha de recorrer —pese a la angustia que esto produce— como mejor le parezca, “vemos resurgir la preocupación por la restauración de la ley y la necesidad de referentes estructurales” (Fattore, 2007, p. 28) capaces de conjurar, a expensas seguramente de renuncias y privaciones, esa zozobra que subyace en los pliegues de una supuesta plenitud escolar puesta al servicio de fines inmanentes. El reverso de esa emancipación —por la que ayer pugnábamos a través de la pedagogía crítica— equivale hoy a otro tipo de autoritarismo mucho más sutil y sobre el que no se sospecha, pues la consigna que pregona “sé tú mismo” no admite discusión.
Cierta lógica cercana al gerenciamiento se hace presente en discursos que convocan a los sujetos a movilizarse, a construir proyectos, a dejar de legitimar su acción en las rutinas establecidas y en la idea de autoridad, reivindicando el “sí mismo” y las “disposiciones personales”. Una educación amenazada por el espectro de “el culto de sí mismo”. (Fattore, 2007, p. 27)
Así, a la par de una educación que crece bajo el imperio de la autorreferencialidad, 5 crece también la perplejidad de tener que formar un sujeto al margen de un referente irreductible a su reflexividad que lo vincule a una historia de la que echar mano al momento de elegir, de manera que sepa compartir con otros el peso de sus decisiones. No olvidemos justamente que “la escuela surgió como un intento de eliminar, superar o atenuar la fragilidad humana (Dussel, 2018, p. 92).
Así pues, de acuerdo con lo anterior, enfrentamos una actualidad escolar que orilla al sujeto a decidir, pero a la intemperie, esto es, privado de una cierta experiencia codificada que podría mitigar su angustia y evitar, al caer vencido ante la fatiga de decisión, que otros elijan por él. 6 Delega por miedo a enfrentar el riesgo que implica decidir en un contexto “donde [han desaparecido] las formas sociales que producían órdenes vinculantes y ficciones de seguridad relevantes para la acción” (Fattore, 2007, p. 27). Saltar sin red pareciera ser hoy su destino, excepto porque elije abstenerse, y con ello, renuncia a saber:
Si “un saber … es un espacio de libertad frente a aquello que la tradición determinaba como clausurado de una vez por todas” (Morey, 2014:204), ¿cómo educar si no hay tradición que pueda autorizar a una acción de profanación? ¿Qué libertad hay cuando ella viene definida por el algoritmo de los buscadores, que ya no se apoyan en una tradición sino en una compleja y opaca jerarquía de intereses económicos, formas culturales dominantes y lugares comunes? ¿Qué espacio queda para que el sujeto tome distancia de ese archivo? (Dussel, 2018, pp. 94-95)
Frente al saber
Ahora, ¿cuál finalmente es la cuota de responsabilidad de la crisis pedagógica en el declive del deseo de saber? La pregunta de Dussel a propósito del espacio restado al sujeto de hoy para que tome distancia del inmenso archivo que la actualidad le oferta revela, una vez más, una importantísima falta de circunscripción, es decir, de corte capaz de instaurar un límite en relación con la oferta misma. 7
Antes, la tradición era la encargada de dicho corte y lo profanado pasaba a ser de dominio público, liberado a través de la transmisión. Una vez puesto allí, lo heredado —un saber, una habilidad, en fin— “proporcionaba a la generación más joven la oportunidad de experimentarse a sí misma como una nueva generación” (Masschelein y Simons, 2014, p. 18) . Hoy, irónicamente no hay manera de sentirse nuevo, pues es lo que impera; no hay margen de contraste. Únicos es como se han de sentir los jóvenes en esta sociedad adrenalínica para la cual saber es saberlo todo, hasta el infinito, como en las campañas de telefonía móvil, sin cortes, sin pausas, hablando porque sí; hasta quedar ahítos, fatigados, inapetentes. 8
En esta postura frente al saber nos situamos como seres incompletos, faltos de ser y cuya unidad solo alcanzamos precisamente en virtud de lo que el saber proporciona: consistencia; pero siempre fallida. Lo que el saber aquí concita es el deseo de ser o, al menos, parecer completo, semblanza que atribuimos al otro, del que no dejamos de añorar su aparente consistencia y buscamos emularlo a través del saber esgrimido, ese que le unifica como la pieza que le hacía falta al rompecabezas. Pieza de saber que reviste importancia solo en la medida en que reporta interés para el otro.
Estaría, de otro lado, esa postura frente al saber que hace de este último el blanco de nuestro trabajo, ideal al que destinamos tiempo, esfuerzo y energía sin que ello necesariamente nos brinde mayor satisfacción al término, pues, al ser el saber aquello a lo que tributamos, no hay culmen posible ni regocijo con lo obtenido. Por consiguiente, el rédito aquí es otro y radica en saber para eludir, en conocer para evadir. Así, no importa el revestimiento de saber con el que cubrimos nuestra ansia de no saber, mientras le tape, le dilate, le obture.
Finalmente, cabe hablar de una posición con respecto al saber que no encuentra en lo sabido, es decir, en el dato, su razón de ser, aunque consienta su importancia para azuzar, de hecho, el deseo que, en todo caso, no se reduciría a la información, detritus, en últimas, de la postura frente al saber. Evidentemente, no se trata aquí de que los maestros retornen ahora al lugar del ilustrado que se vanagloria del saber que profiere con la esperanza de que sus estudiantes se enganchen a él, en virtud de lo bien que lo expone o de la importancia que el saber tiene para el maestro. El saldo de tal tipo de relación bien pudiera ser la de un gusto por el saber, esa pieza faltante que, al retribuírsela al maestro, haría de este un ser completo cuya unidad el estudiante añoraría para ser él también consistente.
En esa medida, no habría en este tercer registro promesa alguna de colmar la avidez intelectual del discípulo quien, más bien, ingresaría al circuito de una relación instaurada por alguien que, si bien sabe, no esgrime su saber con el objeto de enrostrárselo al que no sabe, pues lo preserva y exhorta al otro a involucrarse a través de una palabra que le es dirigida, con base en la cual ese otro trabaja, empujado por un sujeto que sabe que “formular la moraleja de la historia, enunciar claramente la verdad que la impulsa, no garantiza en lo más mínimo su transmisión” (Cornaz, 1998, p. 21).
Desde esta perspectiva, la obtención de información no clausuraría necesariamente el deseo de saber, puesto que lo que está en juego aquí es la acción de auspiciar un cierto tipo de relación con el saber; no un saber en especial con el que probablemente sí se regodearía aquel imbuido por el ansia de ser a través de la imagen que le reporta la tenencia momentánea de un dato. Por el contrario, lo que se transmite por esta vía tendría más relación con una aparente ausencia de saber en calidad de detonante del deseo; falta en la que no cabría alojar al Otro como sustitutivo de la ausencia, pues esta última es punto de partida.
Así, querer saber y actuar en consecuencia —trabajar— sería el botín, mas no el saldo momentáneo de dicho saber, es decir, el tema, pues tal producto sería ulterior al deseo de saber que sería lo transferido: “En realidad, el tema y sus vicisitudes no son tan importantes como la postura frente al saber. Pero esta no se produce en el vacío, sino discutiendo a propósito de algo” (Bustamante, 2015, p. 12). Lo anterior arroja justamente el énfasis en la postura frente al saber cuyo corolario bien podría ser un cierto régimen de satisfacción capaz de contagiar a otros —deseosos de satisfacerse a través del objeto inteligible del saber—. Encarnar tal postura no garantiza, por supuesto, la asunción del deseo de saber, pero su presencia en la escuela es, sin duda, condición de posibilidad.
De este modo, ese deseo por el saber que encarna el maestro, guiado por su régimen de satisfacción, no busca atender al frenesí de mapearlo todo o conocerlo todo; su propósito no es otro que el de emprender un camino acotado cuyo recorrido reporta más placer que el hecho mismo de llegar al destino, es decir, al saber, pues está al tanto de que, con el saber, no “obturará la falta”, imposible de cegar, de hecho. Así, la imposibilidad es lo que lo mueve a buscar por el único y mero placer de buscar, justamente, sin el peso de la obsesión ni la presión de la imagen a completar, ya que aquí lo que se juega es otra cosa.
La ocasión, por ejemplo, de suscitar en el otro una inquietud con la que pueda trabajar, al margen de cuan original sea, pues el peso de esta no radica en su novedad, sino en lo que pueda significar para el sujeto. La cita con lo inédito que la época reclama en los jóvenes de hoy al educarlos debe esperar; no puede sucederse a expensas de un sujeto al que no se le ha enseñado nada por obligarlo a aprender a aprender de acuerdo con lo prescrito por el formalismo pedagógico actual.
Cabe llamar formalismo pedagógico a ese vaciado de los contenidos académicos bajo el mando propagandístico de la Nueva Pedagogía. Su éxito ha culminado en un populismo pedagógico hegemónico y transversal, casi ecuménico, que hurta a los alumnos, bajo la mascarada de la escuela inclusiva, el acceso a unos niveles de conocimiento elevados y a unas posibilidades materiales inviables sin un sistema de instrucción pública de calidad. De este modo, se ha empobrecido e, incluso, evacuado el contenido científico, académico, técnico e intelectual de la enseñanza pública. En su lugar, la subjetividad sentimental y emocional, los espejismos de la felicidad y de la libertad espontánea del niño (del buen infante, mito derivado del buen salvaje), un infantilismo creciente y una adolescencia casi perpetua han ocupado el centro de las funciones de los profesores. (Sánchez, 2018, p. 14)
La crisis por tanto que nos hace hoy por hoy recular ante el saber en las escuelas parece derivar de una ausencia capital: la del interés por el legado, por las herencias que nos vinculan al otro y sus referentes constitutivos —lo que nos lleva a olvidar de paso la deuda ingente que tenemos con el pasado—. Paradójicamente, esta amnesia ahora se propaga en los claustros educativos “en aras de un operativo de exclusión de la cultura” (Núñez, 2008, p. 23) y, con ella, de la autoridad, responsable, como indicábamos, de arrojar luz sobre el presente. Roto el lazo con la tradición, encaramos la discontinuidad y una errancia antropológica ahora más incierta que nunca, sin huellas que prefiguren algún camino.
Citas
Arendt, H. (2016) Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios para la reflexión política. Buenos Aires: Ariel.
Bárcena, F. y Mélich, J. (2014) La educación como acontecimiento ético. Natalidad, narración y hospitalidad. Buenos Aires: Miño y Dávila.
Bustamante, G. (2015), Deseo de saber o amor por el saber. UPN: Cátedra doctoral. DIE.
Cornaz, Laurent. (1998) La escritura o lo trágico de la transmisión. México: Editorial Psicoanalítica de la Letra.
Cruz Kronfly, Fernando. (2018) La condición humana. Tierra de nadie. Colombia: Sílaba.
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