¿“Formación integral”? Resemantización y vínculo con el pensamiento crítico
DOI:
https://doi.org/10.17227/pys.num61-20216Palabras clave:
formación, currículo, pedagogía, pensamiento críticoResumen
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En las últimas décadas ha sido común escuchar el término “formación integral” en los entornos escolares e institucionales. Sin embargo, las confusiones, ambigüedades y el uso indiscriminado de dicho concepto han generado una trivialización de este. Por ello, en el presente artículo de reflexión se realiza una exposición acerca de cómo se ha venido entendiendo la formación integral y cómo debería asumirse según su etimología y las teorías de las ciencias de la educación. Posteriormente, se propone relacionar el concepto de “formación integral” con algunos modelos de pensamiento crítico, al igual que exponer su articulación curricular y funciones misionales de la formación universitaria.
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Recibido: 27 de octubre de 2023; Revision Received: 15 de marzo de 2024
Resumen
En las últimas décadas ha sido común escuchar el término “formación integral” en los entornos escolares e institucionales. Sin embargo, las confusiones, ambigüedades y el uso indiscriminado de dicho concepto han generado una trivialización de este. Por ello, en el presente artículo de reflexión se realiza una exposición acerca de cómo se ha venido entendiendo la formación integral y cómo debería asumirse según su etimología y las teorías de las ciencias de la educación. Posteriormente, se propone relacionar el concepto de “formación integral” con algunos modelos de pensamiento crítico, al igual que exponer su articulación curricular y funciones misionales de la formación universitaria.
Palabras clave:
formación, currículo, pedagogía, pensamiento crítico.Abstract
In recent decades, the term “comprehensive education” has become common in school and institutional environments. However, the confusions, ambiguities, and indiscriminate use of this concept have led to its trivialization. Therefore, this reflective article presents an exposition on how comprehensive education has been understood and how it should be approached according to its etymology and educational science theories. Subsequently, it proposes to relate the concept of “comprehensive education” with some models of critical thinking, as well as to expose its curricular articulation and mission functions of university educations.
Keywords:
education, curriculum, pedagogy, critical thinking.Resumo
Nas últimas décadas, tem sido comum ouvir o termo “formação integral” nos ambientes escolares e institucionais. No entanto, as confusões, ambiguidades e o uso indiscriminado desse conceito geraram uma trivialização do mesmo. Por isso, no presente artigo de reflexã, é feita uma exposição sobre como a formação integral tem sido entendida e como deveria ser assumida segundo sua etimologia e as teorias das ciências da educação. Posteriormente, propõe-se relacionar o conceito de “formação integral” com alguns modelos de pensamento crítico, bem como expor sua articulação curricular e funções missionais da formação universitária.
Palavras-chave:
formação, currículo, pedagogia, pensamento crítico.Introducción
En los últimos 20 o 30 años —o— es común escuchar en los entornos escolares y educativos hablar de la importancia de la ‘formación integral’ de los sujetos. Ya en la Declaración Mundial sobre Educación para Todos de Jomtien (Unesco, 1990) se menciona que, a través de los procesos de formación, se debe “(…) constituir un sistema integrado y complementario, de modo que se refuercen mutuamente y respondan a pautas comparables de adquisición de conocimientos, y contribuir a crear y a desarrollar las posibilidades de aprendizaje permanente” (art. 5, énfasis agregado).
Diez años más adelante, en el Marco de acción de Dakar (Unesco, 2000), se comienza a hablar propiamente de educación integral, así: “Los sistemas educativos deberán ser integrales, buscando activamente a los niños que no estén matriculados y atendiendo con flexibilidad a la situación y necesidades de todos los educandos” (art. 33). De esta manera, se relaciona al sistema educativo con los programas orientados al desarrollo de la primera infancia.
De manera más específica, en Colombia en la Ley General de Educación (Ley 115 de 1994) se toma como primer fin de la educación:
El pleno desarrollo de la personalidad sin más limitaciones que las que le imponen los derechos de los demás y el orden jurídico, dentro de un proceso de formación integral, física, psíquica, intelectual, moral, espiritual, social, afectiva, ética, cívica y demás valores humanos. (art. 5, § 1)
Y, coherentemente, también ello se ve reflejado en la Ley de Educación Superior (Ley 30 de 1992):
La Educación Superior es un proceso permanente que posibilita el desarrollo de las potencialidades del ser humano de una manera integral, se realiza con posterioridad a la educación media o secundaria y tiene por objeto el pleno desarrollo de los alumnos y su formación académica o profesional. (art. 1)
Ahora bien, tan solo revisando las menciones que se hacen en dicho marco normativo resaltan dudas como las siguientes:
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El foco de esas normas internacionales (Jomtien, Dakar) está orientado a la creación y vigilancia de programas que fortalezcan el desarrollo humano de las personas (en el caso de Dakar, específicamente la primera infancia). Sin embargo, tanto en algunos de estos documentos como en la ley colombiana se toman indistintamente los términos desarrollo, educación y formación, añadiéndoles el epíteto integral. En este sentido, ¿son lo mismo la educación, la formación y el desarrollo integral(es)?
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En algunos casos (Jomtien), se toma ese epíteto (integral) como la integración de los diferentes esfuerzos, estamentos, recursos, etc., para conseguir el fin común; mientras que en otros casos se vincula más a suplir la mayor cantidad de necesidades del ser humano para, así, potenciar su desarrollo como persona. ¿Son estas dos acepciones sinónimas? ¿Una implica necesariamente a la otra y viceversa?
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Suponiendo que se tomase como definición central esa segunda acepción, ¿es realmente posible satisfacer todas las necesidades del educando dentro de un sistema escolar? Más aún, ¿le corresponde exclusivamente al sistema educativo cumplir tal función?
Así pues, teniendo como punto de referencia estos interrogantes, se ha planteado la necesidad de realizar un estudio más profundo acerca del significado de formación integral y lo que conllevaría en términos de acciones y esfuerzos, tanto individuales como institucionales.
Para realizar dicho estudio conceptual se ha asumido como referente el método analítico, así explicado por Strawson (1997):
Creo que un análisis se puede entender como un tipo de partición o descomposición de algo. De ahí que tengamos la imagen de un tipo de trabajo intelectual que consiste en desmenuzar ideas o conceptos: en descubrir cuáles son los elementos en los que se descompone un concepto o una idea. (p. 44)
Además, siguiendo a Ayer (1984), este consiste en el estudio de los términos “(…) no de definiciones explícitas, sino definiciones en uso” (p. 70). Por ende, se ha tomado como ruta: primero, analizar el uso que diferentes normas y teóricos han realizado sobre el concepto; segundo, analizar el significado formal desde su etimología y aquellas disciplinas encargadas de estudiarlo (desde las ciencias de la educación y la pedagogía); y, tercero, plantear una propuesta de resemantización del mismo al vincularlo curricular mente con el concepto de “pensamiento crítico”.
Revisión conceptual: confusiones y posibles causas
Uno de los esfuerzos más importantes de las universidades hoy por hoy ―entre ellas, la Universidad Nacional de Colombia― tiene que ver con propiciar una formación orientada hacia el desarrollo de sus estudiantes; esto es, en palabras de Hegel (2010, pp. 10-11) y Gadamer (2003, p. 42), una formación (das Bildung) que permita el ascenso a la humanidad. Es decir, que aporte al despliegue de las diferentes facultades humanas como forma de dar respuesta a las disposiciones naturales del hombre para el pleno ejercicio de su rol social. Este tipo de formación es comúnmente denominada formación integral (Orozco, 1999; Rincón, 1999; Nova-Herrera, 2016; Nova-Herrera y Ardila-Muñoz, 2020).
Según el Acuerdo 02 de 2020, por el cual se actualiza el modelo de acreditación en alta calidad en Colombia, uno de los elementos que caracteriza a un programa académico de alta calidad es:
Un compromiso declarado con la formación integral de las personas para afrontar, con responsabilidad ética, social y ambiental, los retos de desarrollo
endógeno y para participar en la construcción de una sociedad más justa e incluyente, que reconozca y promueva la diversidad, acorde con el respectivo nivel de formación del programa académico y modalidades del mismo. (Consejo Nacional de Educación Superior, p. 20, art. 15)
En esta línea, la Universidad Nacional de Colombia, en el Acuerdo 033 de 2007, haciendo alusión a la formación integral, declara que:
la Universidad formará una comunidad académica con dominio de pensamiento sistémico que se expresa en lenguajes universales con una alta capacidad conceptual y experimental. Desarrollará en ella la sensibilidad estética y creativa, la responsabilidad ética, humanística, ambiental y social, y la capacidad de plantear, analizar y resolver problemas complejos, generando autonomía, análisis crítico, capacidad propositiva y creatividad. (art. 1)
La formación integral suele ser entendida como un “estilo educativo” que promueve el desarrollo humano a través del reconocimiento de la multidimensionalidad del hombre (Orozco, 1999; Rincón, 1999; Nova-Herrera, 2016; Nova-Herrera y Ardila-Muñoz, 2020). Cuando se habla de formación integral, se asume que el ser humano está constituido por diferentes esferas, las cuales se encuentran en permanente interrelación y despliegue durante toda la vida (Campo y Restrepo, 1999). Por tanto, según esta concepción, la formación integral no debería privilegiar una dimensión sobre la otra, sino que debería buscar el desarrollo armónico de todas (Campo y Restrepo, 1999; Orozco, 1999; Nova-Herrera, 2016). Así pues, dice Nova-Herrera (2016): “No habrá privilegios de la inteligencia sobre la afectividad o del desarrollo individual sobre el social, ni se separará la imaginación de la acción” (p. 197).
Existe consenso en la comunidad académica en reconocer dentro de la formación integral las dimensiones humanas identificadas en las teorías del desarrollo. Se asume, entonces, que la formación integral debería propiciar el despliegue de las esferas biológica, cognitiva, afectiva, social, política, ética, espiritual, estética, etc. (Ley 115 de 1994, art. 5; Maldonado, 2001; Martínez, 2009; Guerra et al., 2013; Villegas et al., 2019; Castro et al., 2020). Asimismo, se señala la necesidad de integrar el currículo de tal forma que pueda responder a cada una de estas dimensiones de manera articulada (Guerra et al., 2013).
Desde este ámbito, se pretende formar un sujeto que sea capaz de reflexionar críticamente y que participe de manera activa en la transformación de la sociedad (Guerra et al., 2013; Nova-Herrera, 2016; Castro et al., 2020). Por ello, se busca formar para la colectividad humana; colectividad situada en un tiempo y latitud específicos (Castro et al., 2020; Díaz y Quiroz, 2023). Esto implica, en el contexto escolar, ligar los contenidos de la enseñanza con su significación ética, cultural y estética (Orozco, 2002), así como propiciar una convivencia con el entorno que sea congruente con una disposición reflexiva, crítica, sensible, creativa y responsable (Villegas et al., 2019).
Para cumplir con ello, afirman Villegas et al. (2019), es necesario “reconocer en el sujeto social valores y potencialidades propios de su naturaleza como persona, procurar su desarrollo integral y advertir las necesidades del entorno” (p. 78). Ello precisa dejar de privilegiar a la formación en áreas stem1 e incorporar al proceso de “pedagogización” la formación humanística (Castro et al., 2020).
Ahora bien, tras revisar en la literatura algunos de los planteamientos más comunes en torno a la formación integral, se encuentran varias imprecisiones. Una de ellas tiene que ver con asumir equivalencia entre los conceptos de desarrollo, formación y educación, ya mencionada sobre el marco legal nacional e internacional. Muestra de ello es que diferentes autores conciben a la formación integral como un estilo educativo (Orozco, 1999; Rincón, 1999; Nova-Herrera, 2016; Nova-Herrera y Ardila-Muñoz, 2020).
Además, otra inconsistencia importante en la literatura es que, por un lado, se asuma que durante el proceso de formación no debería privilegiarse ninguna dimensión humana sobre las otras (Campo y Restrepo, 1999; Orozco, 1999; Nova-Herrera, 2016); mientras que, por el otro, se sostenga que la formación integral debería tener una marcada inclinación hacia lo social (Escobar et al., 2010; Guerra et al., 2013; Nova-Herrera, 2016; Castro et al., 2020).
Asimismo, el concepto de formación integral se asume como semejante al de “educación holística”, puesto que varios autores asumen que formar de manera integral consiste en el simple reconocimiento de las diferentes dimensiones humanas dentro del proceso de formación (Guerra et al., 2013; Villegas et al., 2019; Nova-Herrera, 2016; Castro et al., 2020; Díaz y Quiroz, 2023). Sin embargo, vale la pena preguntarse si formar de manera integral consiste en que los diferentes estamentos universitarios lleven a cabo acciones que apunten al despliegue de una o varias dimensiones humanas sin articulación explícita; o bien, si en el marco del deber ser de la Universidad está implícita la responsabilidad de dar cuenta del desarrollo de todas esas dimensiones, considerando los tiempos, recursos y condiciones limitadas con las que cuenta.
En este sentido, queda claro, entonces, que en las fuentes en las que se busca explicar qué es la formación integral se termina generando todavía más confusión debido a la imprecisión conceptual, la cual ha conducido, como hemos visto, tanto a contradicciones lógicas como pragmáticas.2
Por ende, a continuación, se procederá a realizar un análisis disciplinar (técnico) de los conceptos, tanto desde sus etimologías como desde algunas teorías de las ciencias de la educación.
Clarificación y análisis: educación holística ≠ formación integral
Diferencia entre desarrollo, educación y formación
Se suelen utilizar los conceptos de desarrollo, educación y formación como sinónimos; parte de esto pudimos observarlo en el análisis de las fuentes.
No obstante, su significado no es el mismo en los campos de las ciencias de la educación y de la peda (de los cuales cada uno es su objeto de estudio, respectivamente).
En primera instancia, consideramos, a modo de hipótesis, que una posible causa de tal confusión sea el eco que generaron las teorías del desarrollo de Erikson (1988), Max-Neef (1998), Sen (2000) y Nussbaum (2012), inspiradas (a favor o en contra) en la teoría de las necesidades de Maslow (1958). En dichas teorías, el desarrollo refiere a aquella ruta o “ciclo vital” que realiza el individuo para alcanzar su máxima realización personal posible. Para ello es necesario, como dice Maslow (1958), satisfacer algunas necesidades (hoy agrupadas por dimensiones: espiritual, cognitiva, social, tecnológica, cultural, corporal/física, etc.), las cuales son clasificadas y jerarquizadas de manera distinta por los diferentes teóricos.
Ahora bien, para todos estos teóricos es importante que el individuo cuente con los medios necesarios para satisfacer dichas necesidades o desarrollar 11 esas dimensiones. Ahí es donde juegan un papel central el Estado y la sociedad, al brindar esos espacios de desenvolvimiento de las potencialidades del individuo: la escuela, la familia, las artes, la ciencia, el deporte, etc. No obstante, es preciso aclarar que, aun cuando el desarrollo se posibilita por la mediación social, este es un proceso individual e intransferible; cada uno decide cómo, para qué y en qué medida desarrollarse.
En segundo lugar, educación proviene del latín ēdŭcare: “sacar adelante, extraer, emerger; entrenar, dar soporte/apoyo, producir, nutrir”3 (Lewis et al., 1956, voz ēdŭco). En este sentido, al menos con las definiciones de “sacar adelante”, “dar soporte/apoyo” y “nutrir”, la familia es la institución educadora por excelencia.
Esto mismo nos dice Fernando Savater (2010) en su libro El valor de educar:
El proceso educativo puede ser informal (a través de los padres o de cualquier adulto dispuesto a dar lecciones) o formal, es decir efectuado por una persona o grupo de personas socialmente designadas para ello. La primera titulación requerida para poder enseñar, formal o informalmente y en cualquier tipo de sociedad, es haber vivido. (p. 27)
En este sentido, como será la tesis transversal de su libro, Savater (2010) expone que la educación consiste en la transmisión de saberes o valores (mora les, estéticos, etc.) entre generaciones por medio de la cultura. Así, toda la sociedad es educadora: los medios de comunicación, la familia, la iglesia y, por supuesto, también la escuela. Es decir, la educación es el medio por el cual se perpetúan o modifican un sistema de creencias compartido por un sistema integrado de individuos, el cual llamamos “sociedad”.
Dice Savater (2010):
Creo que puede afirmarse verosímilmente que no es tanto la sociedad quien ha inventado la educación sino el afán de educar y de hacer convivir armónicamente maestros con discípulos durante el mayor tiempo posible, lo que ha creado finalmente la socie dad humana y ha reforzado sus vínculos afectivos más allá del estricto ámbito familiar. (pp. 27-28)
Ahora bien, desde el campo de la psicología educativa, Alexsei Leontiev (1966) sostiene que es la educación (aquella transmisión de valores intergeneracional) la que permite la subsistencia de la cultura y, con ello, de la sociedad misma:
Las adquisiciones del desarrollo histórico de la humanidad no son simplemente dadas al hombre en los fenómenos objetivos de la cultura material y espiritual que las encarnan; sólo le son ofrecidas en ellos. (…) Este proceso es, por consiguiente, debido a su función, un proceso de educación. (…) El progreso de la historia es, por lo tanto, imposible sin la trasmisión activa de las adquisiciones de la cultura humana a las generaciones nuevas; es imposible sin la educación. (pp. 79-80)
Y, por último, esta acepción del concepto de educación también lo podemos encontrar en la teoría sociológica de Émile Durkheim (1976):
La educación no es para la sociedad más que el medio por el cual logrará crear en el corazón de las jóvenes generaciones las condiciones esenciales para la propia existencia. (…) la educación es la acción ejercida por las generaciones adultas sobre las que no están todavía maduras para la vida social; tiene como objetivo suscitar y desarrollar en el niño cierto número de estados físicos, intelectuales y morales que requieren en él tanto la sociedad política en su conjunto como el ambiente particular al que está destinado de manera específica. (pp. 97-98)
Por ello, privar a un ser humano de la educación implicaría privarle también de la cultura y, con ello, de su condición misma de ser humano; es decir, se le priva de su hominización, su proceso de convertirse en humano (de ahí que sea tomado como un derecho fundamental) (ONU, 1948, art. 26).
Y, en tercer lugar, enfocándonos en el último concepto por clarificar, formación es definido como: “Forma, diseño, plan” (Lewis et al., 1956, voz formātĭo). A su vez, el verbo del cual se deriva formare, significa “dar forma, regular, disponer, dirigir, preparar” (voz formo). Así pues, el acto de formar o formarse implica un direccionamiento hacia algo, un plan, disposición o dirección hacia un fin determinado. Ese objetivo de formación constituye una idea o ideal, un bosquejo de aquello que se pretende amoldar: la forma (Lewis et al., 1956, voz forma); es decir, un principio o fundamento que le da sentido a todos los actos, disposiciones o esfuerzos formativos (el para qué) (Lydell y Scott, 1996, voz θρῆνυς; Monier-Williams, 1960, voz धर).
Es probable que la escisión entre la educación no formalizada y la formación (formal) se deba al surgimiento de las primeras universidades en la plena y baja Edad Media, donde, como dice Jaques Le Goff (2017), “El intelectual urbano del siglo XII se considera y se siente como un artesano, como un hombre de oficio comparable a los otros habitantes de la ciudad” (p. 71); y luego añade:
Hombre de oficio, el intelectual tiene conciencia de la profesión que debe asumir. Reconoce la relación necesaria entre ciencia y enseñanza. Ya no cree que la ciencia debe ser atesorada, sino que está persuadido de que debe ser puesta en circulación. Las escuelas son talleres de los que salen las ideas, como mercancías. (p. 72)
En este sentido, la formación “intelectual” ha pasado de ser un ejercicio ciego y sin regulación, orientado por la familia, los vecinos, etc., a un oficio (más adelante, profesión) que no cualquiera puede orientar. Por ende, es necesario que alguien ya formado en el campo especializado pueda guiar al aprendiz hacia ese objetivo de formación. Así, solo un matemático experto podría formar matemáticos, un abogado formar a abogados, un ingeniero formar a ingenieros, etc.
En consonancia con ello, Gilles Ferry (1997) nos dice:
Cuando se habla de formación se habla de formación profesional, de ponerse en condiciones para ejercer prácticas profesionales. Esto presupone, obviamente, muchas cosas: ¿conocimientos, habilidades, cierta representación del trabajo a realizar, de la profesión que va a ejercerse, la concepción del rol, la imagen del rol que uno va a desempeñar, etc. Esta dinámica de formación (…) va a estar orientado según los objetivos que uno busca y de acuerdo con su posición. (p. 54)
De esta manera, contrario a la educación, la formación exige un objetivo delimitado: ¿para qué nos estamos formando?, ¿qué sujeto queremos/debemos formar?, ¿qué necesidad/utilidad tiene dicha formación? Así, la formación exige una orientación clara hacia un fin concreto, es teleológica (orientada a un fin).
Adicional a lo anterior, la formación también se delimita respecto a sus medios. Estos, si bien no son la formación en sí misma (confusión frecuente), son las condiciones que posibilitan su emergencia. En pocas palabras, sin medios ni recursos concretos no es posible la formación; por ende, no es ideal, sino aterrizada y hacia un fin concreto; requiere de recursos, tiempos, espacios, dispositivos, relaciones (tanto de enseñanza como de aprendizaje), contenidos y hasta certificaciones.
Por un lado, uno se forma a sí mismo, pero uno se forma solo por mediación. Las mediaciones son variadas, diversas. Los formadores son mediadores humanos, lo son también las lecturas, circunstancias, los accidentes de la vida, la relación con los otros… (…) Los dispositivos, los contenidos de aprendizaje y el currículum no son la formación en sí, sino los medios para la formación. (Ferry, 1997, p. 55)
En este sentido, sintetizando nuestra primera distinción, este cuadro sinóptico (Figura 1) ilustra las principales diferencias entre el desarrollo, la educación y la formación:
Diferencia entre ‘holístico’ e ‘integral’
También es preciso diferenciar los conceptos holísico e integral. Por un lado, el concepto holístico proviene del griego jólos (ὅλος): “todo, entero, completo en todas sus partes, general, universal” (Lydell y Scott, 1996, voz ὅλος). Su equivalente en latín es omnes (Lewis et al., 1956, voz omnes), de donde luego se le atribuyen a Dios sus cualidades divinas (omnipresente: está presente en todo; omnipotente:
puede hacer todo), etc. (Scoto, 1964). Es decir, se dice que algo es holístico cuando abarca todos los elementos posibles, indiscriminadamente; si es posible el juego de palabras, es omniabarcante.
Por otro lado, la palabra integral proviene del latín medieval integralis, definida en el Diccionario de la Academia Británica como: “Parte integral, parte separable con la que con otras constituyen un todo (también distinguible de las partes esenciales); todo integral, un todo compuesto de partes separadas, que es caracterizado por la presencia de partes integra les” (Lantham, 1975, voz integrallis) o también, de manera simple: “completo, entero” (voz integralis).
Yendo más lejos, ya en inicios del Renacimiento du Cange (1678), en su lexicón, definía el término asociándolo al feudo (organización política y social de la época) como: “Integrado, sin división” (voz feudum integrale); es decir, exponiendo la idea según la cual el feudo es integral cuando los vasallos se subordinan a un poder superior común, el del señor; o sea, el fin común de servirle al señor permite a los vasallos integrarse para cumplir su deber. Más aún, probablemente en consonancia con dicha definición, los padres del cálculo infinitesimal, Newton (1968) y Leibniz (2011), propusieron la integral, para explicar la generalización infinita de sumandos, claro está —y aquí está el énfasis—, a la luz de una función que los integra. Es decir, tanto en el plano social como en el matemático, se asume que la integralidad se alcanza por medio de la integración o subordinación de un elemento común que permita hilar los elementos disgregados (el señor, en el caso del feudo; la función, en el caso de la integral).
En concordancia con lo anterior, un todo o compuesto holístico se diferencia de uno integral res pecto a que el primero alcanza su completitud por cobertura; en cambio, el segundo lo adquiere por integración (Figura 2).
En este orden de ideas, lo que diferencia la integralidad del holismo es su dirección articulada hacia un objetivo o fin común. Mientras que con el holismo tan solo se busca abarcar la mayor cantidad de elementos, la integralidad busca la integración de las partes esenciales para alcanzar un objetivo común. Por ende, una formación verdaderamente integral no puede ser ciega o regida por el azar, sino que debe ser direccionada de manera intencional hacia un fin determinado; y si, además, se espera que dicha formación sea integral, debe ser integrada, articulada entre sus diferentes componentes para darle un sentido. Así pues, tan solo la definición de los respectivos términos nos proporciona luces acerca de los desafíos de la formación integral:
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Debe determinarse un fin/objetivo de formación común entre los actores involucrados. ¿Qué sujeto queremos/debemos formar?
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Dicho objetivo debe articularse con las demandas de la sociedad y el contexto, al igual que posibilitarle al sujeto en formación que sus intereses se alineen con dicho perfil.
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Es clave especificar cuáles habilidades, competencias, destrezas o actitudes debe adquirir el sujeto en formación y cómo el proceso de formación podría potenciarlas.
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Es fundamental identificar cuáles son los recursos, actores, relaciones, medios y partes del proceso de formación que son necesarios para cumplir tal fin. Así mismo, y esto es lo más importante, reconocer cómo sería posible articularlos de manera coherente, gradual y en concordancia con los cambios del contexto.
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Es necesario realizar esfuerzos constantes para que todos los estamentos vinculados al proceso formativo (en el caso universitario, sus tres funciones misionales: docencia, investigación y extensión) se comprometan con ese objetivo común y que todos sus esfuerzos estén clara mente encaminados a su cumplimiento.
Ahora bien, en lo que resta del presente escrito expondremos cómo estas demandas de la formación integral podrían ser atendidas desde el currículo al orientarse a la formación de pensadores críticos.
Hacia un currículo que oriente a la formación integral de pensadores críticos
¿Cómo entender el ‘currículo’ en un sentido pedagógico?
El currículo, dice Gimeno Sacristán (2010), es “uno de los núcleos de significación más densos y extensos para comprenderla (la realidad de la educación) en el contexto social, cultural, entender las diversas formas en las que se ha institucionalizado” (p. 11); de ahí la diversidad de teorías que lo abordan y que presentan, cada una, los principios subyacentes y los objetivos de la educación para explicar las formas como se desarrolla, implementa y evalúa en los entornos escolares.
Comprender cómo se plantea el ideal de formación integral a través del currículo para que se materialice en la práctica pedagógica requiere que reconozcamos los enfoques desde los cuales se ha comprendido el currículo. La pretensión no es un estudio exhaustivo de cada teoría sobre él, sino una mirada general a sus enfoques para enfatizar en que, si queremos acercarnos a una formación integral, no es suficiente con decidir cuál corpus teórico se ajusta a la identidad institucional; por el contrario, en esta última —que soporta el quehacer de todos los acto res que involucra la institución— existen elementos culturales que ligan la estructura del currículo (pensemos, por ejemplo, en la concepción de persona que se forma). Es a partir de estos elementos —de su presencia y sentido— que se vuelve posible el encuentro y engranaje de teorías al respecto.
Por una parte, la teoría del currículo tradicional o racional se enfoca en la transmisión del conocimiento establecido y los valores culturales a la próxima generación (Leontiev, 1966; Rusk y Scotland, 1979). El currículo a menudo se organiza de manera lineal y sistemática, con una secuencia predeterminada de temas. Está centrado en el contenido, con un fuerte énfasis en materias como matemáticas, ciencias, historia y literatura. El objetivo es garantizar un cuerpo común de conocimientos y habilidades entre los estudiantes. En cambio, los teóricos progresistas, como John Dewey (1902), abogan por un enfoque centrado en el aprendizaje experiencial del estudiante para la resolución de problemas cercanos y el desarrollo de habilidades para la vida. El currículo, en este caso, conecta materias con contextos de la vida real:
De ahí la necesidad de reinstaurar (el currículo) en la experiencia el tema de los estudios o ramas del saber. Debe ser restaurado a la experiencia de la que ha sido abstraído. Necesita ser psicologizado; volcado, traducido a la vivencia inmediata e individual dentro de la cual tiene su origen y significado. (Dewey, 1902, p. 26)
Por otra parte, el reconstruccionismo social coincide también en el uso de la educación para abordar problemas sociales y promover el cambio social (Apple, 2008; McClaren, 1998). No obstante, a diferencia del progresismo, el currículo está diseñado para desafiar el statu quo y capacitar a los estudiantes para criticar y transformar las estructuras sociales. A menudo, incorpora estudios interdisciplinarios y enfatiza la ciudadanía activa y la justicia social. Dice Apple (2008): 15“es básico problematizar las formas de currículo que se encuentran en las escuelas a fin de poder descubrir su contenido ideológico latente” (p. 18).
Por otro lado, la teoría humanista, arraigada en la psicología humanista (Maslow, 1958), enfatiza en el desarrollo holístico de los estudiantes. Valora el bienestar emocional y psicológico, el crecimiento personal y la autorrealización del individuo. En esta, el currículo puede incluir oportunidades para la creatividad y el autodescubrimiento.
Y, por último, la teoría técnica o conductista considera el aprendizaje como una respuesta a estímulos y refuerzos, por lo que el currículo se diseña en torno a comportamientos y resultados observables (Tyler, 1949; Lundgren, 1983). A menudo implica objetivos claros, lecciones estructuradas y estrategias de refuerzo sistemáticas y de control de contingencias. Asunto que se desvirtúa en las teorías cognitivas, como el constructivismo y la psicología cognitiva, las cuales se centran en comprender cómo los alumnos procesan la información, crean significado y construyen el conocimiento. El currículo, entonces, debe facilitar la participación mental activa, la resolución de problemas y la construcción de la comprensión a través de experiencias prácticas y reflexión.
Así, desde las anteriores concepciones, podemos reafirmar que el currículo actúa como el núcleo central que articula y dirige la práctica pedagógica, y, a su vez, expresa una urdimbre de creencias que condicionan su propia existencia. Como estructura que le otorga sentido al proceso de formación, el currículo ha de permitir el encuentro, la evaluación y contextualización histórica de las representaciones sociales de un grupo determinado (Mejía, 2000). Asi mismo, las relaciones que instaura entre estudiantes, profesores, institución —para nuestro caso, la universidad— y sociedad son dialógicas. Requieren, por tanto, la revisión constante de las ideas que las fundamentan, pues en esas mismas relaciones se gesta la posibilidad de responder a las necesidades de su contexto, al tiempo que identifica las que surgen con los cambios de paradigmas (Munévar et al., 2009).
Los contenidos del currículo, eso que reconocemos como “plan de estudios” y que reduce su significado a una serie de asignaturas que el estudiante debe cursar, son, por lo tanto, pretextos para cumplir con un ideal de formación que proviene de las representaciones sociales que un grupo social tiene en un momento determinado. De ahí que hablemos de currículo como una práctica histórica (Mejía, 2000). Si bien esa estructura de contenidos programáticos es la cara exterior del currículo —aquella que se presenta para cumplir con la normatividad del sistema educativo en un país—, es la forma como se conectan y se llevan a la práctica lo que da cuenta realmente de los propósitos de formación que tiene una comunidad académica. La pregunta, entonces, por cómo se da una formación integral en una institución debe reformularse por cómo el currículo permite que aquel tipo de formación se concrete.
Propuesta: el pensamiento crítico como objetivo de formación y su adaptación curricular
Desde hace más de 150 años, John Dewey (1989) planteó la necesidad de tomar como elemento central del ideal de formación al pensamiento crítico (antes llamado “pensamiento reflexivo”). Tal ha sido la importancia que se le ha dado al pensamiento crítico en el contexto de la formación que se ha tomado como referente, no solo en los últimos 50 o 70 años, sino, como lo indican Martín y Barrientos (2009), a lo largo de la historia (p. 21).
Así como lo menciona Hernández (2019), el significado del concepto de pensamiento crítico también ha sido trivializado. “A partir de la polisemia que presenta el concepto ‘pensamiento crítico’ pareciera lícito decir que esa discordancia en las posiciones (…) radica en que la gente no sabe lo que ‘pensamiento crítico’ significa” (p. 6). No obstante, estudios con temporáneos desde el campo de la epistemología, la psicología cognitiva y la didáctica de las ciencias han permitido sistematizar teorías con definiciones, caracterizaciones, taxonomías, indicadores y demás elementos conceptuales que han permitido darle claridad, rigor y solidez a su uso en los discursos escolares (Ennis, 1962; Paul y Elder, 2003; Kruse, 2017; Facione, 1990; Halpern, 1998; Tamayo et al., 2014; Rodríguez, 2018; Hernández, 2019).
Cabe mencionar, por tanto, el amplio estudio de Rodríguez et al. (2023), donde tras la selección y análisis de 44 teorías sobre dicho concepto se encontraron cinco constituyentes comunes:
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La racionalidad, entendida como el desarrollo de las habilidades de pensamiento, encamina das a la comprensión de la realidad.
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El juicio, entendido como la valoración de los hechos y enunciados, así como su justificación, es decir, compromiso con las aserciones y acciones realizados.
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La argumentación, como aquella habilidad que posibilita tanto la demostración como la persuasión, la conceptualización y la posibilidad de sustentar su postura propia por medio de inferencias sólidas y válidas
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El pensamiento reflexivo, entendido como la capacidad de cuestionar sus propias creencias, acciones y procesos cognitivos, orientado a la resolución de problemas.
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El ejercicio de la libertad, el cual está vinculado al concepto ético de autonomía, entendido como darse normas a sí mismo, al igual que reconocerse como agente de cambio para la transformación social.
Si tenemos en cuenta el contexto social del siglo XXI, la hiperinformación, el uso de los mass media, las fake news, el surgimiento de las IA generativas y la polarización política y social queda claro que fomentar el pensamiento crítico en la educación es una demanda real. Así lo constata Leslie Loble (2018), funcionaria del Ministerio de Educación de Australia, en la revista de la Unesco: “Las capacidades específicamente humanas serán más importantes que nunca en este nuevo mundo que se forma ante nuestros ojos: el pensamiento crítico será una de las primeras competencias que tendrán que transmitir los sistemas educativos” (p. 35). Así pues, asumir como objetivo o ideal la formación integral de pensadores críticos en los entornos escolares parece imperante. Cumple, en este sentido, la demanda social anterior mente mencionada, la cual está vinculada al concepto de currículo (Mejía, 2000). No obstante, ¿cómo lograr tal objetivo y tipo de formación?
Retomando el estudio de Rodríguez et al. (2023), además de la caracterización de esos cinco elementos comunes, esas 44 teorías se clasificaron y caracterizaron a la luz de cuatro modelos: el lógico-racional, el cognitivo-emotivo, el cognitivo-cientificista y el sociopragmático. Si bien explicar en detalle cada modelo desbordaría las pretensiones y posibilidades del presente escrito, baste decir que el lógico-racional se enfoca en los componentes lógicos (detección de falacias, reflexión, duda) y éticos (resolución de problemas). En cambio, el cognitivo-emotivo se orienta más al desarrollo de competencias, como lo dice su nombre, cognitivas; dando relevancia a la solución de problemas, las emociones, la argumentación, la toma de decisiones y la reflexividad y multiperspectividad. El cognitivo-cientificista, por otra parte, está mayor mente orientado al desarrollo de habilidades científicas, mismas que deben ser verificables y medibles. Y, por último, el sociopragmático, que hace un mayor énfasis a la relación pensamiento-lenguaje-acción para la toma de decisiones orientadas a la transformación social (Rodríguez et al., 2014, pp. 11-14) (Figura 3).
En este punto consideramos que el pensamiento crítico puede amoldarse curricularmente, tal y como lo mostraron las aplicaciones de Munévar et al. (2009) en la Universidad de Caldas y Mejía et al., (2018) en la Universidad Autónoma de Manizales, en los entornos de educación superior (y, siguiendo a Tamayo et al. (2014), también en la educación básica y media).
Pero ¿en qué sentido y, lo más importante, cómo se puede articular integralmente el pensamiento crítico en el currículo? Lo primero que valdría la pena decir es que, así como hay diversas formas de comprender el currículo, también, como vimos, las hay de asumir el pensamiento crítico. En este sentido, por ejemplo, el modelo cognitivo-cientificista se amoldaría con facilidad a las exigencias técnicas del modelo conductual de currículo (por su énfasis en la medición rigurosa y sistémica de las habilidades), así como el modelo cognitivo-emotivo se articularía de buena manera con las teorías curriculares progresistas y cognitivistas, por el papel que se le da a la experimentación y al desarrollo de las habilidades cognitivas. Así mismo, la articulación del modelo sociopragmático con las concepciones curriculares del reconstruccionismo social es evidente, ya que el rol de la acción en la toma de decisiones para la transformación de la realidad social es el puente entre estos campos. Así, aun cuando determinar como objetivo común un solo fin (el pensamiento crítico) pueda sonar castrante o impositivo, lo cierto es que sus múltiples formas de abordarlo (tanto en sus modelos como las corrientes curriculares mencionadas) permite libertad en la autonomía universitaria para autodeterminarse y elegir qué rutas se amoldan más a las necesidades de la institución y del entorno local.
En segundo lugar, también los modelos de pensamiento crítico suelen tener mayor tendencia o cercanía a ciertos tipos de conocimiento; siendo más probable que programas o facultades cercanos a las ciencias formales (como las matemáticas) prefieran asumir un modelo lógico-racional del pensamiento crítico, mientras que los programas vinculados a las ciencias sociales y las humanidades prefieran el modelo sociopragmático y las ciencias naturales el cognitivo-emotivo (como, de hecho, se evidencia en las tendencias investigativas de sus respectivas didácticas específicas) (Tamayo et al., 2014). En este sentido, la amplitud del concepto permite reconocer las especificidades de los campos de saber específicos, dando la libertad de que cada programa o facultad opte por uno u otro modelo según lo consideren curricularmente.
Y tercero, y más importante que todo, el pensamiento crítico permite abarcar gran parte de las dimensiones expuestas en la educación holística (misma que se encuentra en la Ley 115 y la mayoría de los autores). Sin embargo, su aproximación es científica. Al tener esas cinco dimensiones generales mencionadas (elementos del macrocurrículo, en cuanto institución), se demuestran facilidades para orientar un proyecto común con indicadores o características medibles, trazables y que permitan fortalecer o corregir las acciones institucionales orientadas a tal fin. No obstante, puesto que también está vinculado a competencias de dominio específico4 y otras transversales (como las competencias ciudadanas y las comunicativas), a nivel mesocurricular es posible que cada programa pueda, desde este marco, determinar qué competencias es necesario fortalecer en los estudiantes a lo largo de sus rutas curriculares para alcanzar sus resultados de aprendizaje y, a largo plazo, ese perfil de egreso. Por último, a nivel microcurricular, al ser las competencias vinculadas al pensamiento crítico el objetivo de formación en la enseñanza de las ciencias (Tamayo et al., 2014), cada docente puede reconocer cuál/es de esa/s competencia/s de dominio específico desea evaluar, por lo que sus prácticas de aula se verían transformadas tanto en términos de transposición, como de modelización y evaluación.
Es preciso mencionar que otras funciones misionales de la universidad distintas a la docencia, como lo son la investigación y la extensión, también pueden aportar a la formación integral de pensadores críticos. Ello, comprendiendo que, por un lado, tal y como lo expone el modelo cognitivo-cientificista, desarrollar habilidades científicas es medular en dicho tipo de pensamiento; y, por el otro, porque también la investigación en el campo de la didáctica acerca de las mismas prácticas de enseñanza de las ciencias permitiría no solo ampliar el campo de conocimiento, sino también transformar y orientar dichas prácticas de enseñanza a partir de una formación basada en la evidencia científica (Hederich et al., 2014; Camilli et al., 2020).
Así mismo, desde la extensión es posible aportar al pensamiento crítico, en cuanto el acercamiento al deporte, las artes, la espiritualidad y demás ámbitos de la cultura que podrían permitirles a los estudiantes reconocer-se críticamente como sujetos sociales y, de esta manera, fortalecer su convivencia y bienestar. De hecho, el fortalecimiento, por ejemplo, de las competencias ciudadanas o las comunicativas en campos como el arte y las religiones, para fomentar el desarrollo del pensamiento crítico, es algo que ya se ha venido investigando en los últimos años (Rodríguez y Melo, 2023; Rodríguez y Montoya, 2019; Hernández, 2021) (Figura 4).
Conclusiones
“Formación integral” es un término que se ha vuelto tan común que, tal y como sucede con otros términos, se le ha asignado muchos significados (hiperintensionalidad), produciendo, paradójicamente, pérdida paulatina de su significatividad. Si cualquier cosa tiene que ver con la formación integral, la formación integral termina por ser nada, en concreto. Por ello, es clave diferenciarlo de una educación holística. Esto, ya que, si bien la formación puede aportar a un proyecto educativo como nación y, en este sentido, a brindar condiciones a los individuos para desarrollar-se en su trayecto de vida, es poco realista y desmesurado esperar que entornos como la escuela o la universidad alcancen tal objetivo.
En este sentido, reorientar la formación integral como la integración de esfuerzos conjuntos orientados a la formación de pensadores críticos cobra especial relevancia, no solo por las claridades conceptuales que brinda, sino, y he aquí su valor principal, por las transformaciones y nuevas comprensiones de las prácticas de formación que se vienen realizando a nivel curricular en sus diferentes niveles y funciones misionales. Por lo tanto, dicha propuesta de resemantización del concepto se espera que pueda no solo servir como herramienta teórica para orientar el uso del término, sino también para tomar acciones orientadas a satisfacer las necesidades de la sociedad en tensión y cambiante que pide de nosotros, como instituciones de formación, un esfuerzo todavía mayor.
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