La práctica pedagógica: consideraciones críticas a propósito de las pruebas Saber Pro para licenciados
Resumen
Este artículo analiza los enunciados sobre enseñanza, formación y evaluación presentes en estas guías y documentos del Marco de Referencia para las Ciencias de la Educación para la prueba Saber Pro, que presentan los profesores en formación. Resultado del análisis, se evidencia que estos conceptos son abordados de manera limitada en estos documentos pero, sobre todo, que desplazan el saber pedagógico a un lugar menor. De allí que el texto brinde conceptualizaciones pedagógicas para la enseñanza, la formación y la evaluación, haciendo una defensa explícita por la pedagogía como campo conceptual y, en esa línea, reivindicando el reconocimiento social del profesor. Consecuentemente, el artículo argumenta que la práctica pedagógica permite la reivindicación del maestro, pero sobre todo es una herramienta epistemológica clave para la formación de los licenciados.
Citas
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Recibido: 2 de septiembre de 2021; Aceptado: 21 de enero de 2022
RESUMEN
Este artículo analiza los enunciados sobre enseñanza, formación y evaluación presentes en estas guías y documentos del Marco de Referencia para las Ciencias de la Educación para la prueba Saber Pro, que presentan los profesores en formación. Resultado del análisis, se evidencia que estos conceptos son abordados de manera limitada en estos documentos pero, sobre todo, que desplazan el saber pedagógico a un lugar menor. De allí que el texto brinde conceptualizaciones pedagógicas para la enseñanza, la formación y la evaluación, haciendo una defensa explícita por la pedagogía como campo conceptual y, en esa línea, reivindicando el reconocimiento social del profesor. Consecuentemente, el artículo argumenta que la práctica pedagógica permite la reivindicación del maestro, pero sobre todo es una herramienta epistemológica clave para la formación de los licenciados.
Palabras clave:
enseñanza, práctica pedagógica, profesor, evaluación de la educación.ABSTRACT
The article analyzes the statements on teaching, training, and evaluation present in these guides and documents of the Framework of Reference for Educational Sciences for the Saber Pro test presented by teachers in training. As a result of the analysis, it is evident that these concepts are addressed in a limited way in these documents but, above all, that they displace pedagogical knowledge to a minor place. Hence, the text provides pedagogical conceptualizations for teaching, training, and evaluation, explicitly defending pedagogy as a conceptual field and, in this line, claiming the social recognition of the teacher. Consequently, the article argues that pedagogical practice allows the vindication of the teacher, but above all, it is a key epistemological tool for the training of graduates.
Keywords:
teaching, teaching practice, teachers, educational evaluation.RESUMO
Este artigo analisa os enunciados sobre ensino, formação e avaliação presentes nestes guias e documentos do Marco de Referência para as Ciências da Educação para a prova Saber Pro que apresentam os professores em formação. Como resultado da análise, evidencia-se que esses conceitos são abordados de forma limitada nesses documentos, mas, sobretudo, que deslocam o saber pedagógico para um lugar inferior. Assim, que o texto oferece conceituações pedagógicas para ensino, a formação e avaliação, fazendo uma defesa explícita pela pedagogia como campo conceitual e, nessa linha, reivindicando o reconhecimento social do professor. Consequentemente, o artigo argumenta que a prática pedagógica permite a reivindicação do professor, mas acima de tudo é uma ferramenta epistemológica fundamental para a formação dos licenciados.
Palavras-chave:
docência, prática pedagógica, professor, avaliação da educação.Introducción
El enfoque principal está en el desarrollo de cierto virtuosismo para realizar juicios educativos no, una vez más, como un conjunto de habilidades o competencias, sino más bien como un proceso que ayudará a los docentes a ser sabios pedagógicamente.
GERT BIESTA, El bello riesgo de educar
En Colombia, la Ley 1324 de 2009 establece los exámenes de Estado para la educación superior, conocidos como Saber Pro, como un instrumento estandarizado para evaluar la calidad de la educación impartida por las instituciones. La entidad encargada para efectuar las pruebas es el Instituto Colombiano para la Evaluación de la Educación (Icfes).
El Icfes ha publicado unos documentos que explican las competencias específicas esperadas en los profesores en formación, principalmente el Marco de referencia para las ciencias de la educación (Icfes, 2018), y las guías para los módulos de enseñar, formar y evaluar.
El presente artículo tiene el propósito de analizar los enunciados sobre enseñanza, formación y evaluación presentes en estas guías y documentos, señalar sus limitaciones conceptuales y explicar los efectos que estas últimas tienen en la formación de los profesores. Este estudio se realizó con base en algunos presupuestos del análisis de discurso con el fin de problematizar el nivel semántico y pragmático de los enunciados presentes en el corpus mencionado -Marco de referencia para las ciencias de la educación del examen Saber Pro del Icfes y las guías para los módulos de enseñar, formar y evaluar-.
En un primer momento, se describirá lo dicho en estos textos. Luego, se analizarán teniendo como referente la diferencia de enunciar los conceptos de enseñanza, formación y evaluación desde el campo de la pedagogía. Finalmente, se propondrá una defensa del saber pedagógico y un rescate de la práctica pedagógica en la formación de profesores.
Algunos enunciados presentes en los documentos y guías del Icfes
El Marco de referencia para las ciencias de la educación del Icfes (2018) establece que el "diseño de las especificaciones de los módulos de Saber Pro se desarrolla siguiendo el diseño centrado en evidencias" (p. 7). Es decir, primero define lo que se pretende evaluar para más adelante convertirlo en afirmaciones, tareas y evidencias -que se formulan en preguntas-. El Marco parte de afirmar que los resultados de estas evaluaciones
favorecen la apertura de escenarios para pensar los cambios y transformaciones que son necesarios desarrollar para enfrentar los constantes retos de la educación [y particularmente] de los procesos de formación docente, como una manera de valorar la profesión para hacerla atractiva y eficiente. (Icfes, 2018, p. 8)
El Marco señala que la enseñanza, la formación y la evaluación son las competencias estructurantes del conocimiento profesional del futuro profesor. Asimismo, explica que formar está en función de la educabilidad, enseñar está en función de la enseñabilidad y que el acto de evaluar "propende por valorar como mecanismo necesario los procesos de mejoramiento que se puedan establecer" (Icfes, 2018, p. 19). Más en detalle, el documento especifica estas tres competencias del siguiente modo:
Enseñar: competencia para comprender, formular y usar la didáctica de las disciplinas con el propósito de favorecer los aprendizajes de los estudiantes.
Formar: competencia para reconceptualizar y utilizar conocimientos pedagógicos que permitan crear ambientes educativos para el desarrollo de los estudiantes, del profesor y de la comunidad.
Evaluar: competencia para reflexionar, hacer seguimiento y tomar decisiones sobre los procesos de formación, con el propósito de favorecer la autorregulación y plantear acciones de mejora en la enseñanza, en el aprendizaje y en el currículo. (p. 19)
Ahora bien, la guía de orientación Saber Pro del módulo de formar tiene una definición algo diferente de la competencia de formar: "Competencia para reconfigurar y utilizar los diferentes tipos de conocimientos para favorecer el desarrollo de ciudadanos críticos, sensibles al momento sociohistórico vigente, preparados y comprometidos con sus comunidades" (Icfes, 2017, p. 14).
Por otro lado, sobre la enseñanza, el Marco sugiere que el futuro licenciado debe "decidir qué es lo que va a enseñar, conocer el contexto donde lo va a enseñar y además, precisar cómo debe enseñarlo para lograr la comprensión y apropiación de lo que va a enseñar por parte de los estudiantes" (Icfes, 2018, p. 12). Más adelante, se especifica que el saber enseñar es una competencia que
hace referencia a la organización de los saberes específicos como proyectos sociales y culturales de apropiación en las instituciones educativas y en otros espacios no formales. Se trata de transformar los saberes y prácticas propias de los conocimientos en saberes y prácticas enseñables, tal y como lo plantea Chevallard (1992), al acuñar el concepto de transposición didáctica, que hace referencia al proceso de transformación del saber sabio al saber escolar. (p. 17)
Frente al saber evaluar, el mismo documento plantea que esta competencia implica
hacer seguimiento y tomar decisiones sobre los procesos formativos con miras a favorecer la cultura de la autorregulación en los sujetos de la escuela (docentes y estudiantes), así como construir alternativas que promuevan la reflexión sobre los modos de valorar las experiencias de enseñanza, de aprendizaje y de las prácticas pedagógicas, organizativas y administrativas que apoyan las actividades académicas en los contextos escolares. (p. 18)
Estas definiciones sobre las competencias orientan la construcción de las preguntas de las pruebas estandarizadas que presentan los profesores en formación antes de su egreso de la universidad. En apariencia, lo sustentado en los documentos cumple con los propósitos de asegurar la calidad educativa; sin embargo, partir de estas enunciaciones como verdades trae consecuencias no solo en la formulación de las pruebas estandarizadas, sino en la propia formación de profesores, toda vez que estas pruebas son referente curricular para muchos programas de licenciatura.
Los límites de los enunciados presentes en los documentos del Icfes para la formación de profesores
Partamos por mostrar el límite que tiene el Marco de referencia para las ciencias de la educación (Icfes, 2018) al señalar el inconveniente que trae, de suyo, su título. En efecto, el documento parte de la idea de ciencias de la educación, es decir, del supuesto de que existe un objeto de estudio y de investigación llamado educación y que es abordado por varias disciplinas: la sociología, la administración, la economía, la filosofía, la psicología, etc. Visto así, se trataría de un esfuerzo de contorsionista por disciplinar la educación en los moldes de la epistemología moderna de perspectiva positivista -que se configuró en el siglo xix-. En ese orden de ideas, el sujeto cognoscente de la educación no es necesariamente un profesor sino otro venido de un campo disciplinar diferente, como la psicología, la sociología, la economía, etc. Además, este objeto de investigación (la educación) estaría atado a los criterios de la ciencia moderna (observación, experimentación, medición). Este esquema epistemológico de carácter abstracto, formal y general ya ha sido ablandado por autoras como Vasilachis (2009), quien, en nombre de la pluralidad metodológica, reclama otra condición epistemológica para la investigación cualitativa. De allí que dicho esquema posea muchos problemas conceptuales, asunto también advertido por Zuluaga et al. (1988).
A primera vista, el hecho de que varias ciencias investiguen la educación puede ofrecer perspectivas interesantes; sin embargo, el problema radica en que cada una de ellas piensa la educación -valga decir, construye la educación como objeto de estudio- con base en las categorías y metodologías que les son propias a sus respectivos campos disciplinares, por lo que, de entrada, no hay un principio articulador. De esta manera, el objeto del saber pedagógico queda disperso y el maestro, como sujeto del saber pedagógico, se reduce a una condición subalterna frente a los saberes producidos en los otros campos, puesto que los conocimientos producidos por los profesionales de esas disciplinas se traslapan al aula como axiomas novedosos y los profesores quedan sub-sumidos bajo esos discursos. Por esta razón, no es arriesgado afirmar que las ciencias de la educación han enrarecido la pedagogía (Zuluaga et al., 1988) y desvirtuado su estatuto epistemológico, que, se supone, es el saber propio del profesor.
Zuluaga et al. (1988) argumentan que la idea de ciencias de la educación hace de la educación un asunto para observar, medir y predecir; en otras palabras, un asunto centrado en la evidencia y el conocimiento comprobado, en una fórmula que garantiza el resultado (control y planeación). Esto es evidente en los documentos y guías de las pruebas Saber Pro, pues, de hecho, su diseño está centrado en la evidencia.
A primera vista, pensar la educación bajo el presupuesto de que es un objeto medible y del que se puede producir un conocimiento expedito es muy fácil de asumir, ya que es algo deseable desde el foco de la racionalidad de la planeación y el control; pero lo cierto es que la educación, como acto humano, no es completamente controlable. En efecto, educar es una práctica social mediante la cual los sujetos son formados al amparo de los marcos culturales; sin embargo, dada la ontología del sujeto, este no siempre asume las disposiciones de forma dócil, sino que puede resistirse a ellas. En esa medida, las sociedades se actualizan porque existen sujetos inconformes con lo dado.
En este orden de ideas, procurar que la educación sea un asunto de fórmulas que garantizan un resultado es desconocer la ontología del sujeto y, consecuentemente, la condición contingente del acto: se puede planificar, pero pueden salir resultados no previstos. De allí que Biesta (2017) argumente que la educación siempre implica un riesgo que la define: si no existiera tal contingencia, ya no hablaríamos de educación sino de domesticación o adoctrinamiento.
Así, pues, el Marco referencial para las pruebas que evalúan -valga decir, miden- las competencias de los futuros profesores parte de desconocer o deliberadamente omitir la naturaleza riesgosa y contingente del acto educativo porque espera que los futuros docentes efectúen prácticas eficaces. Esta concepción trae consecuencias negativas para los profesionales que enseñan, ya que su formación se formaliza bajo el supuesto de la planeación y el control sobre los resultados, hecho que deja de lado la contingencia propia del encuentro educativo. Desde esta perspectiva, que no considera las múltiples variables que inciden en lo que ocurre durante los procesos de enseñanza, el culpable de que los estudiantes no logren los resultados esperados es exclusivamente el profesor.
Con esto no se quiere decir que las investigaciones que presentan evidencias sobre las prácticas educativas están mal; sin embargo, tales evidencias solo informan sobre actos del pasado no necesariamente repetibles en el presente y el futuro. En este sentido, las evidencias en el acto educativo permiten obtener elementos para la planificación de la enseñanza mas no para garantizar los resultados, verdad opuesta a los supuestos consignados en los documentos analizados.
En esa línea, la idea de ciencias de la educación desplaza el concepto de enseñanza e instrumentaliza la pedagogía (Zuluaga et al., 1988), toda vez que convierte la práctica de la enseñanza en una planificación que garantiza aprendizajes y reduce el saber pedagógico simplemente al dominio de los axiomas o fórmulas que garantizan la eficacia.
La enseñanza en el campo de la didáctica
Esta es visible en la definición de la competencia de enseñanza, que reza así: "comprender, formular y usar la didáctica de las disciplinas con el propósito de favorecer los aprendizajes de los estudiantes" (Icfes, 2018, p. 19). Es decir, saber enseñar se reduce al manejo de la didáctica de las disciplinas para colaborar en el aprendizaje. Se puede decir, entonces, que se trata de una reducción de la enseñanza porque esta es una práctica intersubjetiva de formación cimentada en el saber.
En efecto, en la enseñanza un sujeto (profesor) forja las condiciones para que algo ocurra en el otro (estudiante) a partir de un encuentro con el saber. Esto implica que para enseñar el profesor debe saber y saber enseñar: por ejemplo, sabe de química y sabe enseñar la química, por lo que no solo es competente en la didáctica sino en un campo disciplinar. Si no supiera de la disciplina no tendría qué enseñar, a pesar de saber mucho de estrategias didácticas.
Además, tal como se aborda la didáctica en los documentos, esta queda igualmente reducida. Efectivamente, la didáctica es un subcampo de la pedagogía, cuyo objeto de investigación es la enseñanza, que se pregunta, entre otras cosas, qué enseñar, para qué, por qué, cuándo, dónde, a quién y cómo evaluar lo enseñado (Runge, 2013). Sin embargo, tal como se presenta en el Marco, queda reducida al cómo, esto es, a la estrategia, a los pasos a seguir, hecho que desplaza elementos centrales y de carácter político -¿qué se enseña y para qué?- por considerar que estos ya están previamente definidos y, por ende, no tienen discusión -es el caso de los derechos básicos de aprendizaje-.
Reducir la didáctica al cómo enseñar tiene consecuencias directas en el estatuto de saber del profesor, ya que este queda subsumido a los contenidos y propósitos definidos por otros. De hecho, el profesor quedaría sin ningún espacio para pensar y decidir, pues ya todo vendría prestablecido: cuando lo contratan le dicen qué va a enseñar, a quién, cuándo, dónde, de qué forma va a enseñar y cómo debe evaluar. Así, el profesor pierde toda potestad sobre la enseñanza, con la nefasta consecuencia de que la enseñanza es la práctica que lo define no solo socialmente sino ontológicamente como sujeto profesional.
En esta vía, es necesario criticar la noción de enseñanza consignada en los documentos de las pruebas Saber Pro para profesores en formación, puesto que cercenan la capacidad de actuación del docente y domestican su hacer, cuando, por el contrario, el saber sobre la disciplina y el saber enseñar son condiciones determinantes en el despliegue de su práctica.
Ahora bien, y en contraste con lo establecido en los documentos, el propósito de la enseñanza no necesariamente es el aprendizaje, pues se puede afirmar que esta tiene una intencionalidad que va más allá, en este caso, hacia la formación de otro sujeto. Además, establecer que el aprendizaje es lo central de la enseñanza tiene sus implicaciones, ya que para aprender no se necesita necesariamente de un profesor; el aprendizaje es, más bien, un cambio que sufre un ser vivo por la información que recibe del ambiente -de allí que un niño pueda aprender a robar sin que nadie le enseñe-.
Conjuntamente, proponer el aprendizaje como objetivo de la enseñanza reduce el alcance de la práctica del profesor toda vez que frecuentemente el efecto de esta sobre el estudiante va más allá de los cambios visibles en las conductas o habilidades, y tiene incidencia en la subjetividad, es decir, en las formas de ver y vivir el mundo, en la relación consigo mismo y los demás. De hecho, muchas veces, la incidencia de un profesor sobre el estudiante se hace consciente años después -lo que Jackson (1999) llama "enseñanzas implícitas"-.
En estos documentos se afirma que la enseñanza se asocia automáticamente con el término de transposición didáctica "del saber sabio al saber escolar" (Icfes, 2018, p. 17). No obstante, es pertinente preguntar si el concepto de saber sabio que se transpone a la escuela no es otra forma de desconocer el saber sabio de la cultura escolar. Sospechamos que esa jerarquización de saberes ha llevado a pensar que hay un espacio legítimo de la producción de saber, la academia universitaria, que concede su conocimiento e ilustra el saber escolar. Sería esta nueva versión de la dialéctica oprimido-opresor, denunciada por Freire (1970), y una reproducción de la universidad que se extiende sin comunicarse con la cultura de su entorno, en este caso, con la escuela, como también lo expresa nuestro pedagogo brasileño. Esto explicaría por qué los institutos de educación superior son expertos a la hora de hablar sobre la escuela, sus saberes y sus profesores, pero son incapaces de comunicase con la escuela, con sus saberes y con sus profesores. Adicionalmente, también explica por qué la mesa donde se elaboran los instrumentos de evaluación de la educación está siempre nutrida de expertos pero usualmente carente de maestros en ejercicio.
Esta práctica subalterna de la escuela por obra de la universidad gracias a la transposición didáctica desconoce el saber escolar, producido al interior de ella, e ignora la función emancipadora de la cultura escolar, compuesta por sujetos culturales y políticos en la expresión de su vida cotidiana, en la construcción de sus vínculos y en sus modos de resistencia -que desafían el saber colonizador y hegemónico, constituyen en su contingencia nuevos modos de saber (Álvarez, 2016) y provocan una interrupción de fuerzas-. Paradójicamente, la escuela, particularmente la escuela pública, es la que más ha resistido las embestidas del empresarismo educativo; en contraste, las instituciones superiores de educación se perciben cada vez más capturadas por su lenguaje.
La expedición pedagógica (Unda y Guardiola, 2010), por ejemplo, es una experiencia producida por los maestros colombianos para que estos se dejen enseñar por la escuela, por sus saberes, por sus preguntas y por la autoexpresión de los sujetos pedagógicos que interactúan en ella.
Por otro lado, la noción de formación presente en los documentos es bastante limitada. Esta se entiende como "reconceptualizar y utilizar conocimientos pedagógicos que permitan crear ambientes educativos para el desarrollo de los estudiantes, del profesor y de la comunidad" (Icfes, 2018, p. 19). En otras palabras, primero, la formación no es el propósito de la enseñanza sino, más bien, una acción para el desarrollo, y, segundo, no se especifica cuál desarrollo, como si este no tuviera una carga moral, política y cultural.
Plantear que la formación es el propósito de la educación y, por extensión, de la enseñanza como práctica educativa específica, remite al principio antropológico que da sustento a la pedagogía: el ser humano, para ser tal, debe ser formado, lo que implica la regulación cultural de su condición biológica. Visto así, no se trata de aceptar el simple desarrollo que viene por defecto en el ADN, sino de poner coto a su programación natural. En efecto, la formación del sujeto siempre remite a la cultura, desde la incorporación del idioma o las disposiciones morales, hasta la jerga teórica y la especificidad metodológica de un campo científico.
Cuando afirmamos que el propósito de la enseñanza es la formación, entonces se establece que su propósito es llevar al estudiante a un encuentro con la cultura -particularmente cifrada en saberes disciplinares-. De allí que, con toda razón, el movimiento pedagógico colombiano haya definido al maestro como un trabajador de la cultura. Además, estipular que el propósito de la enseñanza es la formación implica reconocer que es una práctica eminentemente ética y política, toda vez que remite a una responsabilidad con el otro y con los intereses y proyectos comunes de la sociedad. Sin embargo, estas dimensiones no son mencionadas en los documentos, como si educar fuera algo supuestamente neutral.
Por su parte, la noción de evaluación sustentada en los documentos remite a "plantear acciones de mejora en la enseñanza, en el aprendizaje y en el currículo" (Icfes, 2018, p. 19). Esta enumeración de elementos, entre otras cosas, pone la enseñanza al mismo nivel del aprendizaje y el currículo, cuando la enseñanza es una categoría de mayor nivel en la medida en que abstrae y organiza al aprendizaje y el currículo.
Además, no se menciona que la evaluación es un momento de la enseñanza para recopilar información, valorar dicha información bajo un marco conceptual e interpretarla para tomar una decisión. La evaluación no es el momento más importante ni el final; es una acción que el profesor hace permanentemente y no siempre con el objetivo de clasificar y calificar, sino, muchas veces, solo para analizar el efecto de su práctica en el estudiante.
En consecuencia, la evaluación está subsumida a la enseñanza y lógicamente al subcampo de la didáctica, por lo que no constituye un campo autónomo -como algunas enunciaciones parecen suponer-. De hecho, cuando se sonsaca la evaluación de la enseñanza son de esperar consecuencias perversas, como, por ejemplo, las visibles en las pruebas estandarizadas. En todo caso, la realidad es que las instituciones definen sus currículos para lograr buenos resultados en tales pruebas, los estudiantes solo estudian para pasarlas y los profesores enseñan lo que van a salir en ellas.
Ahora, proponer la evaluación como una planificación de acciones de mejora sobre la enseñanza refuerza la idea de que si al estudiante le va mal es preciso revisar la estrategia, lo que resta responsabilidad en el proceso al alumno. Esta idea va de la mano de esas enunciaciones que endosan a los profesores toda la responsabilidad de la motivación de sus estudiantes, estereotipo presente, por ejemplo, en una de las preguntas de los cuadernillos del Icfes:
Un grupo de estudiantes de décimo grado le expresa al coordinador de grupo su inconformidad con uno de sus profesores, de quien, si bien reconocen como juicioso, responsable y estudioso, afirman que su modo de enseñar es demasiado aburrido. Cuando llega a clase llama a lista, escribe en el tablero la fecha, abre el libro en algún tema e inicia la explicación correspondiente; posteriormente, organiza grupos para que realicen el taller del libro y al finalizar la clase siempre asigna ejercicios para la casa, informando que en la próxima clase los revisará. El coordinador propone a su colega implementar otras estrategias de enseñanza que integren a los estudiantes en situaciones auténticas y desarrollen habilidades cognitivas. Una estrategia que se ajusta a esta intención es proponer... (Icfes, s. f.)
Como se puede ver, se reconocen cualidades del profesor que harían de él un buen profesional, pero los estudiantes se quejan porque enseña de manera aburrida -de allí que el coordinador le proponga estrategias-. Más allá de reiterar la importancia de que los maestros escuchen sugerencias de sus estudiantes y coordinadores, la pregunta parte de un supuesto que es necesario profundizar: la idea de que los estudiantes no se pueden aburrir y, si lo hacen, hay que llamar la atención al profesor.
En efecto, la idea de que el estudiante no se puede aburrir es un supuesto tan arraigado que parece incuestionable. Sin embargo, la educación y, por extensión, la enseñanza, no son por naturaleza asuntos divertidos, de manera que el aburrimiento puede ser una reacción esperable del sujeto. En primer lugar, la enseñanza necesita una regulación que permita la instrucción, pero tal regulación no siempre es bien recibida. En segundo lugar, el estudiante es un sujeto y, por definición, puede resistirse a ser formado. De hecho, por más divertido que sea el profesor, el alumno puede negarse a atender su discurso.
Pedirle al profesor que todos los estudiantes estén motivados atendiendo la clase es desconocer que la enseñanza es un encuentro entre sujetos que implica una disposición tanto del maestro como del alumno. En otras palabras, si el estudiante no está dispuesto difícilmente ocurrirá algo en él durante la clase.
Por ello, enseñar es proponer las condiciones para que algo ocurra en el otro a partir de un encuentro con el saber, pero no implica garantizar que esto siempre será así. El estudiante tiene una responsabilidad profundamente ética en el proceso: disponerse a atender al otro (el profesor). De allí que Biesta (2016) señale que el discurso de los aprendizajes sea tan diferente a la enseñanza, pues en el aprendizaje el individuo decide qué aprender, cuándo, cómo -es decir, al gusto del cliente-; en cambio, la enseñanza es la propuesta que otro trae, por lo que no es controlable.
La demanda de los alumnos para que su profesor sea menos aburrido está muy en la línea del discurso de los aprendizajes: es la exigencia de un cliente que quiere satisfacer su antojo. Además, el aburrimiento puede ser más bien un síntoma del grado de disposición del estudiante para atender la propuesta que le trae el profesor.
Por demás, es pertinente recordar que la formación exige un esfuerzo del sujeto y, muchas veces, dejar en paréntesis su placer. El saber se adquiere yendo en contra de la comodidad del sujeto, pues el principal obstáculo para lograrlo es él mismo -su sentido común, sus prejuicios, sus verdades anquilosadas, su autorreferenciación, etc.-.
De acuerdo con Biesta (2017), es muy diferente aprender de y ser enseñado por. Cuando el estudiante dice "aprendí de mi maestro", este se convierte en un recurso -como un video en internet que utiliza en su proceso individual-; pero cuando dice "mi maestro me enseñó", lo que enuncia es un encuentro con el otro que desbordó su dominio y lo afectó en su subjetividad, por lo que ya no es el mismo.
Toda esta complejidad de la enseñanza y la formación está ausente en los documentos revisados de las pruebas Saber Pro para profesores en formación, de allí que tales competencias no abarquen particularidades de la práctica del profesor (Velásquez et al., 2017). Por ello, es pertinente poner en consideración de profesores de licenciatura, directores de programas de licenciatura y futuros profesores las anteriores reflexiones para que la calidad no se reduzca a unos exámenes estandarizados (Chacón et al., 2019).
La defensa del saber pedagógico como reivindicación del reconocimiento social del profesor
El Marco de referencia para ciencias de educación de las pruebas Saber Pro del Icfes (2018) afirma que, según el análisis y las investigaciones sobre el tema, la profesión del maestro "no puede circunscribirse únicamente a la pedagogía, pues esta solo contempla un dominio del conocimiento profesional del profesor, relacionado con la educabilidad de los ciudadanos" (p. 18). En pocas palabras, el documento parte de demeritar la pedagogía. Por el contrario, nosotros consideramos que el saber pedagógico es el cimiento que permite la reivindicación del reconocimiento social del profesor y su defensa como un intelectual que tiene potestad sobre su práctica.
Es explicable esta forma sesgada de identificar la pedagogía, ya que el Marco de referencia para las ciencias de la educación desconoce las culturas pedagógicas que produjeron el saber pedagógico de la educación en Occidente: ignora la cultura alemana que hizo de la Pedagogía (sí, con mayúscula) la ciencia de la educación (sí, en singular) y que puede rastrearse desde Kant (1803) a Herbart (1840); desconoce la reflexión curricular anglosajona sobre el "pensamiento del profesor", hoy vigente en los trabajos que tienen como objeto de estudio la "enseñanza del profesor", la construcción cultural de los contenidos curriculares y la formación del profesorado.
El Marco de referencia para las ciencias de la educación también desconoce la historia de la configuración de las facultades de educación en Colombia, que no siguieron el mismo trayecto de las ciencias de la educación de la cultura francesa: las facultades de educación no se construyeron a partir de las ciencias de la educación, sino que siguieron un camino distinto y particular, hecho de saberes moralizantes, humanistas, técnicos, psicológicos, médicos, etc. Una heteróclita agrupación de saberes, teorías, proyectos políticos y sociales configuró lo que hoy llamamos ciencias de la educación y no autoriza al Marco de referencia, tal como lo hace, para hablar de ella.
Occidente puede reconocer cuatro culturas pedagógicas que configuraron históricamente la pedagogía: la alemana, la Pedagogía como ciencia; la anglosajona, la constitución epistemológica y cultural de los contenidos curriculares y la pregunta por la enseñanza; la francesa, con las ciencias de la educación; y la Latinoamericana, como pedagogía de la liberación. En Colombia no tuvimos ni tradición francesa ni cultura anglosajona; la reflexión curricular que heredamos fue la tecnología educativa de los años ochenta, llamada diseño instruccional. Se trató de un paquete muy bien vendido bajo la consigna "Educación a prueba de maestros", de corte fordista y taylorista, pero no de la tradición curricular anglosajona. Sobre la historia de las facultades de educación se puede consultar al profesor Rafael Ríos Beltrán (2008). Sobre la historia del bachillerato en Colombia se puede revisar la reciente publicación de Saldarriaga y Reyes (2020).
Sin estos elementos de juicio, se puede explicar el arrojo con que el documento Marco de referencia para ciencias de educación de las pruebas Saber Pro afirma que la formación de maestros "no puede limitarse a la pedagogía".
Al no tener tradición anglosajona, algunas instituciones de educación superior limitan su trabajo a la gestión curricular sin la pregunta epistemológica por sus contenidos y sin hacer de la enseñanza un objeto de estudio; esto las hace presas fáciles de las psicologías del aprendizaje y del constructivismo cognitivo. Al mismo tiempo, al no tener tradición pedagógica, se diluye la formación en prácticas de aprendizaje, en capacitación, en habilidades blandas y en competencias flexibles.
En consecuencia, el debate curricular sobre los contenidos de la educación básica y media, sobre el perfil del licenciado para el bachillerato y sobre la enseñanza como objeto de estudio es una deuda pendiente en la educación colombiana.
La práctica pedagógica y su condición subalterna en la formación de licenciados de educación
Mediante la Resolución 18583 del 15 de septiembre de 2017, "por la cual se ajustan las características específicas de calidad de los programas de Licenciatura para la obtención, renovación o modificación del registro calificado", se adoptó una terminología que fue tomada del trabajo conceptual de los maestros de Colombia. Este es el caso de práctica pedagógica, práctica educativa, práctica docente.
La práctica pedagógica o prácticas pedagógicas son conceptos que fueron tomados de la construcción discursiva que realizaron los maestros del Movimiento Pedagógico Nacional de los años ochenta. Ya sea en singular o en plural, aluden a campos distintos de la investigación educativa y pedagógica, por lo que merecen conceptualizaciones diferenciadas (Saldarriaga, 2016). De la terminología se apropiaron las políticas públicas de educación a través de leyes, decretos y resoluciones; se convirtieron en criterios de acreditación de programas y actúan como referentes de calidad de las licenciaturas.
Las políticas públicas tomaron los significantes práctica pedagógica, práctica educativa y práctica docente, pero vaciaron su significado y dispersaron los conceptos a un ámbito operativo, instrumental, de capacitación, de aplicación y de apropiación de saber. Si para los maestros del Movimiento Pedagógico Nacional la práctica pedagógica hace del maestro productor de saber pedagógico, intelectual de la cultura, sujeto político y pensador de la escuela, para las políticas públicas el maestro queda reducido al experto, ya sea porque hay expertos (psicólogos, sociólogos, economistas) que lo capacitan para la apropiación de los contenidos en la escuela; o porque la función de las prácticas es convertirlo en un experto de lo que la escuela debe ser.
En palabras de Saldarriaga (2006), el maestro se convierte en subalterno de las ciencias de la educación y, al mismo tiempo, en subalternizador de los saberes de la escuela. Como la práctica pedagógica se constituye en un factor determinante para el registro calificado, aquí cesa la reflexión y el estudio: es suficiente que las instituciones demuestren un despliegue de gestión administrativamente organizado, pero no necesariamente derivado de un proceso de diferenciación conceptual, rigor teórico, reflexión curricular, problematización de contenidos, resignificación del oficio, visualización política del territorio escolar, reconocimiento de la población, articulación de los campos de formación y reorganización de las disciplinas de donde se parte.
La noción de práctica pedagógica (y no tanto práctica de enseñanza, práctica docente, práctica educativa) fue introducida por el Movimiento Pedagógico Nacional como un proyecto reivindicador del oficio y como herramienta epistemológica. Como proyecto reivindicador ha permitido identificar los modos culturales en que se ha ubicado al maestro frente a los demás intelectuales del conocimiento, más allá de entenderlo como el sujeto de una acción instrumental. Como herramienta epistemológica ha promovido un doble trabajo: identificar las condiciones de producción de saber pedagógico, a veces limitadas por una falsa oposición teoría-práctica, y construir las condiciones para rescatar la práctica pedagógica -hecha de historia, de cultura y territorio escolar-.
En el libro, Pedagogía e historia, Zuluaga (1999) describió este proyecto reinvindicador:
Entre los sujetos que de una u otra manera se relacionan con el discurso de las ciencias o de los conocimientos, hay uno de ellos cuya forma de relación designa una opresión cultural que se establece a través del método de enseñanza: ese es el maestro. [...] Mientras más inferior sea la situación cultural del maestro, le es confiado en mayor medida su oficio metodológico. Pero a pesar de esta existencia instrumental de la Pedagogía en nuestra sociedad, hay que empezar a arriesgarse en la investigación y en este largo proceso de diálogo, a una conceptualización aproximada de Pedagogía [...]. En este contexto amplio de la Pedagogía, la historia de la práctica pedagógica en Colombia significa en su proyección social, una lucha por rescatar, para el maestro y a través del trabajo histórico, la práctica pedagógica. (p. 156)
Por otro lado, la noción de práctica destacada es una forma común de asimilar la práctica pedagógica con cualquier otra; por ejemplo, se la identifica con un proyecto pedagógico cuando, en realidad, se parte de presupuestos distintos. Ante este planteamiento, es posible afirmar que no existen, propiamente hablando, prácticas destacadas en pedagogía, ya que la práctica pedagógica no se destaca sino que se hace objeto de estudio, se investiga en su historia, en sus tradiciones pedagógicas, en sus despliegues sociales y en sus relaciones de poder. Se investigan, pues, las relaciones de los sujetos pedagógicos (maestros y estudiantes) con ella. Se indaga por los modos de saber sobre los cuales están constituidas y los modos de saber que ellas constituyen. Se interrogan, además, los mismos sujetos de la práctica: a los investigadores-maestros los pone en una relación crítica frente a ella al invitarlos a pensarse de otro modo. "Hay que empezar a arriesgarse en la investigación", dice la Maestra Zuluaga. La práctica pedagógica no se destaca frente a lo social, sino que, más bien, la interroga profundamente.
Este papel epistemológico, cultural, político, incluso ético de la práctica pedagógica está diluido en las resoluciones de acreditación de las licenciaturas. Esto ha derivado en un relajamiento conceptual frente a ella por parte de las instituciones de educación superior: al fin y al cabo, para aprobar los programas de formación del profesorado no se parte del poder reconceptualizador de la práctica pedagógica sino de la gestión.
A pesar de la indecisión teórica de la Resolución 18583 del 2017 y de la decisión rotunda de las políticas públicas de educación de desembarcar un utillaje de empresarismo en los propósitos de formación, la educación superior puede, con el margen de autonomía que aún respira en la misma Resolución, darse a la tarea de rescatar la práctica pedagógica recogiendo la herencia investigativa y creadora de, entre otros, el Movimiento Pedagógico Nacional, el legado del Grupo Federici, de la Educación Popular, del Grupo Historia de la Práctica Pedagógica, de la experiencia de la Expedición Pedagógica, de los Proyectos Pleyade y Nautilus sobre la educación científica en la escuela y de la formulación investigativa del Proyecto Atlántida en la Educación secundaria. En ellos aparecen la Colombia que somos y la potencia de lo que podemos ser. Las pruebas podrían recoger esta herencia, reconocer los viajes que han hecho los maestros "por los países de Colombia" -al decir de William Ospina-, reconocer su legado y fortalecer la formación del profesorado.
No solamente la innovación puede ser un insumo para la formación de licenciados; también lo son las culturas pedagógicas que nos han constituido, los movimientos de profesores y los proyectos culturales que terminaron consolidando en Colombia aquello que llamamos práctica pedagógica.
Rescatar la práctica pedagógica significa, en su sentido más amplio, recuperar la historicidad de la Pedagogía para analizarla como saber y en sus procesos de formación como disciplina. [...] Si [el carácter subalterno de la Pedagogía y del maestro] son resultantes de la institucionalización de los saberes y de la adecuación social de los mismos, ello es un efecto de la repartición social de los saberes, mas no es algo que se corresponde con la naturaleza de la Pedagogía, tal como la debemos pensar actualmente. [...] Solo un estudio de carácter histórico puede mostrar el lugar que ha ocupado la práctica pedagógica entre las prácticas de saber y convertirse en instrumento de reflexividad para reconceptualizar hoy la Pedagogía. (Zuluaga, 1999, p. 160)
Si la práctica pedagógica ha sido subordinada a una manera particular de entender la ciencia, si los maestros se hicieron subalternos de los expertos como los psicólogos, sociólogos, economistas, esto no se debe ni a su constitución ontológica ni a su construcción epistemológica, sino a la historia de los modos como se organizaron los saberes y las instituciones modernas. En todo caso, cabe indicar que tal organización puede ser intervenida, interrumpida y vuelta a pensar: en esto consistiría el rescate histórico de la práctica pedagógica.
El rescate de la práctica pedagógica, misión de la que han de encargarse las instituciones de educación superior, es particularmente urgente por la embestida que padece la formación del profesorado por parte de la ideología de la aprendificación, como la llama Biesta (2016). Como un modo de fortalecer el proyecto empresarial de la educación, la educación centrada en el aprendizaje resulta estratégica para trasladar los procesos educativos a un aprendiz, lo que facilitaría la observación objetiva, medible y predecible de las competencias educativas. El estudiante deja de ser así sujeto de formación y se le convierte en objeto de una evaluación objetivizada. Así las cosas, el profesor adquiriría las competencias de medición y se haría diestro en el despliegue de instrumentos objetivos para verificar resultados que solicitan propósitos no objetivos; o sea, los propios de ámbitos disciplinarios distintos a la pedagogía y que desplazan la práctica pedagógica. En esta medida, maestro y estudiante se diluyen, se hacen borrosos en los procesos formativos, pues, como señala Saldarriaga:
Si, de un lado, el saber del maestro (el que se le exige deba tener) se ha ampliado, pues las ciencias generales y los saberes específicos que debe manejar ya no caben todos en un manual y en una escuela normal, es porque de otro lado las Ciencias de la educación han reordenado -en realidad, dispersado- su objeto de saber en función del aprendizaje: se ha pasado el foco de atención, desde lo que debe hacer el maestro, hacia cómo aprenden los sujetos, dando prelación, en la polaridad enseñar-aprender, al segundo sobre la primera por obra de la(s) psicología(s), así como gracias a la sociología, se transforma correlativamente en un sujeto que debe observar, medir y analizar los datos del grupo. Y las dos disciplinas juntas, proveen una visión de conjunto, la psicología de la población o de las masas, que, para el caso de los escolares, termina siendo algo como una paidometría, una ciencia de la medición de la infancia. La pedagogía como ciencia general retrocede "obsoleta" ante la dispersión de didácticas específicas de las ciencias particulares. (Saldarriaga, 2006, p. 106)
Finalmente, hay que advertir que las políticas públicas sobre la educación, como en el caso del Saber Pro y la Resolución para la acreditación de las licenciaturas, se mueven entre indecisiones teóricas y decisiones discursivas rotundas para instalar un lenguaje melindroso de innovación y audiblemente agradable sobre las competencias, por lo que puede cautivar a estudiantes y maestros distraídos. Las instituciones de educación superior, tras una lectura atenta de los tiempos, pueden hacer uso de su función histórica como espacios de la criba de los conceptos, de la puesta a prueba de las ideas y del examen del lenguaje, para reconducir las licenciaturas, las acreditaciones de estas, las evaluaciones de los estudiantes y el discurso sobre la educación y de la pedagogía hacia la formación científica de la vida social, hecha de oportunidades, reconocimiento y dignidad. Estas tres últimas palabras son las que hasta ahora han podido intercambiarse con la palabra educación sin sonrojo.
Conclusiones
Según lo consignado en los documentos que organizan la evaluación estandarizada de los futuros licenciados y licenciadas, tal parece que la práctica pedagógica se puede dejar a un lado. Para estos, lo importante se reduce a las consecuencias de las estrategias capaces de garantizar un aprendizaje eficaz, sin importar que estas no remitan necesariamente a un saber pedagógico, es decir, a un trabajo intelectual del maestro y la maestra ni a su reflexión -que compromete su enseñanza con la producción de hombres y mujeres libres, y de sociedades mejores-. Sin embargo, hemos visto que la práctica pedagógica es el territorio de reflexión para diseñar una sociedad distinta. La práctica pedagógica no solo es imprescindible, sino que es constitutiva del reconocimiento social del profesor: sin esta no tendría la dignidad que sostiene su valoración social.
Una defensa de la práctica pedagógica y del lugar social del profesor pasa por vindicar que la enseñanza no es un asunto de formas, sino de principios antropológicos: su propósito es la formación del sujeto a partir de un encuentro con el saber. Esto implica no solo transmitir contenidos según unos resultados esperados, sino debatir abiertamente la selección y los propósitos de tales contenidos. Así, defender la práctica pedagógica es salvaguardar la posibilidad de que el profesor participe en la definición teleológica de su práctica: ¿para qué enseñar? De lo contrario, se convertiría en un operario del currículo, es decir, en un guía o motivador de un recorrido que otros definen.
La complejidad del acto de educar, contingente por naturaleza, y, por extensión, de la práctica de enseñanza, es omitida en los documentos revisados de las pruebas Saber Pro para profesores en formación. Desconocer el riesgo y las múltiples variables que intervienen cuando el profesor ejerce su práctica podría explicar la sobresimplificación con la que se abordan los asuntos escolares. Por ejemplo, se pueden escuchar planteamientos simplistas como el siguiente: "Si a los estudiantes les va mal es porque no están motivados; y no están motivados porque el profesor no es dinámico. Por ello, el profesor debe usar nuevas tecnologías". Tales premisas y conclusiones, muy en boga hoy, no solo evidencian el desconocimiento de la contingencia y la condición humana presente durante el momento de educar, sino que tienen por consecuencia la reducción del profesor a un funcionario al que le tienen que prescribir todo, hecho que le resta toda posibilidad intelectual.
La práctica pedagógica y el saber pedagógico son dos conceptos llamados a volver a encontrarse como condición de posibilidad de la existencia autentica de ambos. Sin práctica pensada, discutida y puesta en escritura no tendremos saber pedagógico. Y, sin saber pedagógico, toda práctica pedagógica queda reducida a procedimientos vacíos y vulnerables a la ideologización. Formular de nuevo la práctica pedagógica y el saber pedagógico en la formación de licenciados nos deja en la ruta de la esperanza: maestros y maestras como intelectuales orgánicos, pensadores de la cultura y sujetos de trasformación social.

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