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A trescientos años del nacimiento de Immanuel Kant (Königsberg, Prusia; 22 de abril de 1724-Königsberg, Prusia; 12 de febrero de 1804) la conmemoración se deja oír por todas partes. Cierto, sus contribuciones a la filosofía tanto especulativa como práctica son innegables; en uno y otro extremo parece que la Modernidad —y más concretamente la Ilustración— llegó, en su obra, a niveles de “clarificación” que todavía son motivo de reflexión. Índices como “sujeto” —o “yo”, incluso, “conciencia”—, “reflexión” y “responsabilidad” no son solo fundamentos para sentar tesis sobre el “conocimiento”, sino también para poner en duda o bajo sospecha sus alcances y limitaciones—a esto lo llamó Kant, sin más, crítica—; pero, al mismo tiempo, son “categorías” sobre las cuales bascula cualquier intento de comprensión y de acción moral.
Siguiendo a Kant, es posible pensar que la pedagogía es filosofía práctica —o, al menos, una de las dimensiones de ella—; pero, ante todo, es un intento de dilucidación de la génesis de la moralidad —en particular del imperativo categórico—, tanto en su aspecto subjetivo como en sus implicaciones compartidas, intersubjetivas.
La pedagogía —que tiene en vilo nociones tales como las de “autoridad” e “imputabilidad”; y, al mismo tiempo, las de formación y aprendizaje— continúa encontrando en la obra de Kant una cantera que no termina de ser explorada. Antes bien, si todavía tiene valor la aspiración a la crítica, encuentra en su obra la perspectiva de una reconstrucción del alcance de esta noción que es el umbral de la Ilustración.
Al tenor de la Modernidad, quizás, se puede hablar de la pedagogía como una disciplina, con todo lo que pueda ser discutible esta presunción. En todo caso, de Kant a nuestro tiempo la disciplina misma —en cuanto tarea de la moralidad y de la apropiación de hábitos— continúa en la agenda de las aulas; y, paradójicamente, esta —que hace heterónomos a los aprendices, por la repetición— es condición necesaria para que cada quien se eleve hasta el ¡Sapere aude!, reino de la autonomía.
La disciplina es una suerte de “orden”: en el pensamiento, en el conocer, en el hacer y en el convivir, en la vida personal y colectiva; es la experiencia del límite y la evidencia de las posibilidades —en muchos casos, la evidencia de las necesidades— de subvertirlo. Kant mismo, modelo de la disciplina, la teorizó y la vivió como férula y como desasimiento.
El legado de Kant en la pedagogía es, simultáneamente, la carga densa de la tradición —como ya se ha dicho, por lo que tiene que ver con la autoridad, y, en especial con la norma— y el aire nuevo, fresco, de la ruptura —la autorreflexión, la autonomía, la autodeterminación, en fin, la libertad—.
¿Hay algo así como la naturaleza humana? Desde luego, solo formular la pregunta trae consigo el riesgo de la reificación, del substancialismo, en cierto modo, de un realismo ingenuo al que, por cierto, sería ajeno Kant. Y, no obstante, sentencia el autor que el ser humano es la única criatura que ha de ser educada; como si el acceso a la humanidad, en su generalidad, fuera solo efecto de la educación. Ahora bien, ¿qué es esa generalidad a la que llamamos lo humano? Y, sobre todo, ¿cómo se accede a ella? Más aún: ¿tiene sentido el intento de acceder a una tal generalidad que, en sí, es solo una idea tosca e imperfectamente pensada y solo realizada en el orden del pensamiento? Son cuestiones que quedaron vigentes en el —así se puede llamar— testamento que dictara Kant, en su breve y lúcido Tratado de pedagogía. Son cuestiones que continúan vigentes si se quiere todavía pensar la pedagogía; pensarla críticamente.
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